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20 Pasos Para Encontrarnos

Becky

Nada más pongo un pie en la oficina y soy recibida por el constante sonido de pasos rápidos, suspiros resignados y caras tristes.

Sí, bienvenida a Disneylandia.

Camino lo más rápido que puedo hacia mi cubículo, y resignada me siento y prendo el computador.

Tan sólo me faltan 8 mil dólares más y podré irme de esta oficina y de esta ciudad para siempre.

Cuando veo a la jefa de piso, la señorita Elena Vergara, entrar, subo el volumen de la música de mi celular y acomodo mis auriculares. Juro que si tengo que escuchar otra vez más el discurso de hagan su mayor esfuerzo o lárguense vomitaré sobre sus preciados zapatos Gucci, Louis Vuitton o alguna de esas marcas de porquería de las que tanto se jacta. Nunca cambiaré mis zapatillas de 20 dólares, que no serán glamorosas, pero me llevan dónde necesito y no lastiman mis pies.

Getway Car de Taylor Swift suena en mi oído y comienzo a tararear imaginándome a mí misma en un auto, conduciendo sin rumbo, pero feliz.

Miro hacia mis compañeros y veo su nerviosismo.

Desde hace un par de semanas que corre el rumor que el nuevo dueño de la empresa hará cambios en la nómina y nadie quiere perder su puesto. No los entiendo, si me despidieran, cobraría mi liquidación e iría feliz a trabajar a

otro lugar. De cualquier cosa, barriendo los parques de la ciudad, de mesera en un bar, al menos sería divertido… Abandono mi fantasía e ingreso mis datos en la pantalla de inicio.

Renunciaría feliz, pero no me iré sin mi liquidación. La necesito.

Mientras miro a los demás, pienso en el señor Walter y sonrío. Es una pena que haya muerto, era un muy buen jefe. Nunca dejó que señorita amargura me tratara mal e incluso me alimentaba con la comida del casino Vip de la empresa, era como el abuelo que nunca tuve. Ahora que murió se rumorea que uno de sus nietos tomará su lugar, espero que sea parecido a su abuelo.

Comienzo a teclear, tarareando, cuando siento que todos me miran y me hacen gestos extraños con la mano.

Me saco mis audífonos y sonrío. –¿Qué?

Rodrigo y Verónica apuntan a señorita amargura quien me mira furiosa, pero con una extraña satisfacción en sus ojos.

–Ahora que decidió prestar atención a lo que le rodea, señorita Green, le repito que será usted la encargada de enseñarle al señor Smith todo respecto a la empresa y las funciones de este piso.

Jadeo sorprendida por eso. Todos saben que la persona menos indicada para guiar a alguien por la empresa y enseñar soy yo, porque sinceramente este trabajo y todo lo que implica me importa menos que un trasero

de rata.

Miro al desafortunado chico, y me sorprende lo serio que se ve. Apostaría que incluso está molesto conmigo. Bueno, es la norma por aquí.

Señorita amargura se marcha y el chico camina hacia mí, mirando con desagrado mis auriculares a medio sacar. Que le den, no dejaré de escuchar música porque a él le moleste.

Me pongo de pie para saludarlo, mis padres me criaron bien.

–Hola, mi nombre es  Rebeca Green, me puedes decir Becky. Bienvenido al infierno en la tierra –digo para romper el hielo, pero sobre todo para verlo sonreír, pero no lo consigo. Sus ojos grises son fríos como el ártico–. Puedes sentarte en este escritorio. –Le apunto su lugar con mi dedo–. Ingresa tus datos y la contraseña que te dieron en Recursos Humanos.

–¿Eso es todo lo que dirás? –pregunta en un siseo–. Necesito tu ayuda, y necesito saber cómo funciona la empresa.

Pongo los ojos en blanco, otro idiota que quiere impresionar a los jefes.

–Estarás bien, eres un chico grande, podrás deducirlo solo –le devuelvo, colocando mis auriculares nuevamente en su posición, disfrutando con su gruñido molesto–. Un consejo, guapo, no pierdas tu escasa salud mental intentando impresionar a los jefes, este es el piso 4, el basural de los de arriba. Nunca nos toman en cuenta. Dedícate a cumplir tu horario y recibirás tu cheque.

Antes de que diga algo más, subo la música y comienzo a tararear nuevamente. Que se joda, no necesito otro amargado en mi vida. Esta oficina está llena de ellos, podrían formar un club y dejarme en paz.

Tan sólo 8000 dólares y me largaré de aquí.

Debo aguantar un par de meses más y lo lograré.

Steve

Abro los archivos de los balances de los últimos tres años y reviso cada cuenta, memorizando todo lo que debo saber.

Por fin estoy donde siempre he querido estar, no fallaré.

Voy revisando cada valor y estudiando las proyecciones futuras. La empresa Cooper Inc. tiene mucho potencial, y yo soy quién la llevará al éxito. De eso estoy completamente seguro. No dejaré que nada se interponga en mi camino. Cumpliré los sueños del hombre que tanto me ha enseñado.

El incesante tarareo de la chica fastidiosa me distrae. ¿Cómo demonios la dejan venir a trabajar así? En este lugar visten todos formales, pero por supuesto ella no lo hace. Lleva un jeans viejo en lugar de una falda tubo o unos pantalones de tela, y en vez de una blusa y una chaqueta lleva una camiseta negra con un estampado horroroso. Tiene tantos colores que no me sorprendería que mis ojos dolieran si fijara mucho tiempo mi mirada en ella. Su pelo en vez de estar impecablemente peinado como el resto de las mujeres, se encuentra suelto, y enredado en esos auriculares, que juro que pagaría una fortuna si pudiera quemarlos en este momento. Su cabello es castaño

oscuro, casi negro, pero ella tiene un mechón a su derecha de color gris y otro a su izquierda de un color rojo chillón. Es como si quisiera provocarme.

Elena tiene razón, ella debe irse. Gruño molesto, no me gusta darle la razón a Elena, es una mujer muy desagradable, siente que está por encima de todos, y mira a los empleados como si tuvieran una enfermedad contagiosa.

Todos somos iguales.

Esa frase la escuché durante toda mi infancia.

Bueno, todos no, la chica Green claramente no es igual a todos y debe irse. Cuanto antes mejor.

–Nuevo, vamos a la cafetería.

Miro mi reloj y frunzo el ceño.

–No lo creo. Faltan 15 minutos todavía.

La chica Green se levanta de la silla sonriendo. –Lo sé. Los jefes ya deben estar en su casino Vip, por lo tanto, no

nos descubrirán saliendo más temprano. Además, si llegamos luego te podré enseñar algo de esta empresa que nadie más podrá enseñarte.

Ella me enseñará algo, cómo no.

–No me interesa. No saldré antes. Se espera de nosotros que trabajemos durante nuestro horario de trabajo e incluso más. Debemos dar lo mejor, siempre.

Hace un gesto como si fuera a vomitar, lo que me enfurece. Me levanto furioso, dispuesto a tirarla por la ventana, cuando toma mi brazo y comienza a tirar de mí.

–Vamos, guapo, no seas como el resto de los robots de aquí.

–No me digas guapo, mi nombre es Steve, y ya suéltame.

La chica ríe y sigue tirando de mi brazo. El cómo una chica de menos de un metro sesenta y menuda tiene tanta fuerza, está fuera de mi entendimiento.

Todo el personal nos mira, y nadie le dice nada porque sale más temprano. Lo que quiere decir que lo ha hecho otras veces.

Enana y holgazana.

Me dejo llevar porque no voy a hacer un escándalo, menos en mi primer día aquí.

Cuando entramos al ascensor me suelta por fin.

–¿Quieres que nos besemos hasta llegar al casino? –pregunta levantando las cejas y con una sonrisa de listilla.

–¿Qué…?

Estalla en risas de pronto.

–Era una broma, guapo.

–No me parece gracioso.

–Claro que lo es, a no ser que quisieras besarme y te duela perder la oportunidad de hacerlo –insiste burlonamente.

Aprieto mis dientes, molesto–. Ya relájate, guaperas.

–Soy Steve

–Aburridooooo –suelta cuando las puertas se abren.

Camina hacia el casino y cuando estoy a punto de entrar me toma nuevamente del brazo.

–Podrías dejar de hacer eso –suelto molesto.

–Espera un poco –susurra. Veo hacia dónde ella lo hace, tres cocineras dejan varias bandejas repletas con comida en los mesones que están detrás de las vitrinas de vidrio y vuelven a entrar a la cocina, seguramente para buscar más cosas–. Ahora.

La sigo, sin entender nada.

Toma una bandeja y se mete tras la vitrina y comienza a llenar su bandeja.

–Nuevo, toma una bandeja y sírvete.

Suelto un suspiro y cansado lo hago, ansioso por terminar con esto y volver al trabajo.

–Rápido, guapo.

Gruño, no acostumbrado a que me den órdenes.

Una vez que estamos listos toma nuevamente mi brazo y me apura a caminar hacia la puerta. Cuando estamos llegando a ella varios grupos de empleados entran al mismo tiempo que las cocineras vuelven con

más refrigerios. Los empleados toman sus bandejas y comienzan a pedir comida a las cocineras y luego estas les dan un ticket. Una vez que reciben los tickets, los empleados caminan hacia un cubículo que no vi antes que dice: Pago, en letras grandes y negras.

–Espera…

–No hables. Sólo sígueme.

–Tenemos que pagar.

Suelta una risa y sigue tirando de mí.

Sube una escalera que dice: Sólo personal de aseo. Luego abre una ventana y sale por ella.

Me quedo paralizado sin saber qué hacer.

Su cabeza vuelve a aparecer en la ventana con una sonrisa. –No seas cobarde, guapo –dice y guiña un ojo en mi dirección.

No soy un cobarde.

Salgo por la ventana y casi dejo caer la bandeja al mirar al suelo. Trago saliva y procuro no mirar hacia abajo. No me siento cómodo estando tan alto caminando por un pasillo tan delgado que tengo que hacerlo de lado.

Cuando giro veo a Green sentada en una especie de balcón flotante con las piernas colgando hacia una muerte segura.

Me mira sonriendo. El sol hace reflejar algo en su nariz y es entonces que me doy cuenta que tiene un piercing en su nariz de duendecilla, muy fino y de color plata, que apuesto sólo se ve con mucha luz.

Me siento enfadado a su lado.

 –Me hiciste robar –la acuso, sintiéndome molesto, pero a la vez sintiendo una extraña sensación en mi estómago, que no es del todo molesta.

Suspira y muerde su sándwich. –Esta empresa roba las ganas de vivir, diría que esto es una retribución y no del todo justa. Esta comida no es ni de lejos tan buena como la que tienen en el casino Vip.

–¿También has robado ahí? –pregunto sin poder creer que esta mujer pueda robar en la empresa sin que nadie se dé cuenta.

Sonríe. –Un par de veces hasta que el señor Walter me descubrió –susurra y escucho una nota melancólica en su voz.

–¿Cooper, Walter Cooper? –pregunto sin creerlo.

–Sí, lo hizo, es… era el hombre más listo de la compañía.

–¿Qué hizo? –pregunto sin poder evitar mi curiosidad y cogiendo mi sándwich. La curiosidad abrió mi apetito. Ya pagaré luego por mi comida, como debe ser.

Deja la bandeja al lado, como si de pronto perdiera el apetito.

–Me trajo aquí –susurra y sonríe triste –. Fue la primera vez que comimos juntos. Me dijo que podía almorzar siempre aquí. Y todas las veces me tenía mi bandeja lista con deliciosa comida.

¿Qué demonios?

Becky

–¡¿Fueron amantes?¡ –pregunta sorprendido y asqueado el chico nuevo.

Me rio tan fuerte que tengo que sostener mi estómago.

–¿Estás loco? El señor Cooper podría haber sido mi abuelo.

–Eso no impide a las mujeres meterse con hombres adinerados. Lo he visto.

Pongo los ojos en blanco.

–Pobrecillo –digo golpeando suavemente su mejilla. Se inclina hacia atrás, como si mi mano tuviese corriente o algo–. Has conocido a las mujeres incorrectas, guapo.

–No me digas guapo –sisea. Vuelvo a golpear suavemente su mejilla, parece un niño cuando se enoja–. Podrías no tocarme –suelta.

Me encojo de hombros y lo suelto. Que sensible y amargado es el chico nuevo. Encajará muy bien en este lugar.

Me pongo de pie y camino por el borde, mirando hacia abajo, disfrutando de la adrenalina que siento al imaginar que pueda tropezar y volar.

–¿Podrías no hacer eso? –pide molesto–. Entonces, ¿tú y el señor Cooper…?

–Para todos los efectos fue el abuelo que nunca tuve. Siempre me hablaba de su amada Torie y sus hijos y nietos.

El nuevo suspira, aliviado.

­–¿Por qué entraste a trabajar aquí? –pregunto curiosa.

Masculla algo, pero no alcanzo a oírlo con todo el ruido de la ciudad.

–¿Qué dijiste?

–Toda mi vida he soñado con trabajar en este lugar.

Me rio de su chiste.

–No estoy bromeando –advierte.

Quisiera reírme, pero hacerlo en compañía de alguien que no le encuentra gracia a nada, no es divertido.

Sigo caminando por el borde, mirando hacia el cielo esta vez, mirando a las pocas aves que se ven en la urbe, deseando poder volar como lo hacen ellas, e irme muy lejos de aquí.

Suspiro.

–Siéntate –ordena.

–No te obedeceré, chico nuevo.

–¡Siéntate!

Sonrío. –Guapo, no te ofendas, no está en mi ADN obedecer, menos a gente como tú.

–¿Qué quieres decir con gente como yo?

Sigo paseándome estirando mis brazos hacia los lados, como una avioneta a punto de despegar.

–Gente que no sabe disfrutar la vida. Debes tener cuánto, ¿25, 28 años?

–29 –responde.

–Sí, pues parece que tuvieras setenta y no en el buen sentido. El señor Cooper sabía disfrutar más que tú.

Sus ojos se vuelven más fríos si eso es posible.

–No me conoces. No hables de mí como si lo hicieras.

–Tú preguntaste, guapo.

Se pone de pie, furioso. –¡Te dije que no me llames así!

Me giro hacia él cuando un sonido muy fuerte me sobresalta, y pierdo el equilibrio en el borde del abismo. Escucho al nuevo soltar una maldición, y luego siento un tirón.

Pasa unos segundos, y luego, cuando me atrevo a abrir los ojos, me encuentro en el suelo del balcón, sobre el chico nuevo.

Sonrío.

–Si querías besarme, sólo tenías que pedirlo –digo guiñando un ojo.

…..

Miro de hurtadilla al nuevo quién no ha cambiado su expresión molesta desde el incidente en el balcón. Ni siquiera me dejó agradecerle. Pobre chico, debe ser horrible vivir así, con ese genio.

La hora en la pantalla del computador me dice que es hora de volar de aquí.

Tomo mis cosas y apago el computador.

–¿Se puede saber a dónde vas tan temprano?

Sonrío. –Veo que alguien decidió volver a hablarme. Me largo de aquí, guapo.

–Faltan 6 minutos aún. Además, ¿has escuchado hablar de horas extras?

Suelto una risotada, que hace que su ceño perpetuo se pronuncie más aún.

–Creo que alguna vez lo escuché –digo soltando un suspiro cansado. Si este chico supiera que tengo otros dos trabajos y debo correr para llegar a uno de ellos, se caería de espaldas–.Nos vemos hasta el lunes, nuevo.

–¿No trabajas los sábados?

–Nop –digo acomodando mis auriculares. Cuando paso por su lado le doy un golpe suave en la cima de su cabeza–. Lo hiciste bien hoy, nuevo. Sigue así.

Corro hacia la salida antes de que me obligue a quedarme los 6 minutos que me faltan. Necesito esos seis minutos para llegar al autobús.

Choco mi puño con el señor Benito, el guardia del edificio.

–En cinco minutos más registro tu salida, Becky.

–¡Gracias! –grito al salir por las puertas dobles.

Corro a la parada cuando veo el autobús doblar la esquina. Por suerte el chofer se detiene cuando me ve correr y agitar los brazos.

Subo jadeando.

–Pensé que esta vez no lo lograrías –me dice el chofer con una sonrisa–. Corres rápido, pequeña.

Sonrío mientras pago. –Gracias.

Camino hacia el final del autobús y subo la música de mis auriculares. He perdido el autobús una docena de veces y he tenido que esperar 40 minutos por el otro, y esas veces no pude ducharme ni comer antes de entrar en mi siguiente trabajo.

Cuando llego al departamento que arriendo, me saco la ropa dejándola tirada por todos lados. Quiero una ducha urgentemente, el calor aquí es sofocante. La calefacción está mala desde hace tres meses y el

dueño todas las semanas me dice que ya enviará a alguien. La parte positiva es que tengo sesiones de sauna gratis.

Un golpeteo en la ventana me hace sonreír.

Busco bajo el lavaplatos una lata de atún y la abro. Me acerco a la ventana y al abrirla me recibe Botines, un gato callejero completamente negro, a excepción por sus 4 patas, que las tiene blancas.

–Aquí está señor Botines, disculpe la demora.

Acaricio su cabeza y cierro la ventana para correr a la ducha. Una vez que termino busco mi uniforme. Los lunes, miércoles y viernes trabajo de mesera en un restaurante italiano que queda a unas ocho cuadras de aquí. La dueña es una anciana encantadora y las propinas son excelentes.

Ignoro los arañazos de Botines y me coloco los zapatos saltando en un pie y luego saltando con el otro. Voy tarde.

–No, amigo, ya lo hablamos. No estaré acá mucho tiempo, no tienes que encariñarte conmigo. Ve a molestar a otros. –Acaricio su cabeza a la vez que quito la lata vacía de atún–. Nos vemos, mañana.

Afuera del edificio boto la lata en el basurero gigante que hay antes de doblar la esquina. No quiero que el departamento huela a comida de gato.

Corro lo más rápido que puedo, y sólo me detengo antes de entrar al restaurante para recuperar el aliento.

–Hola, querida. Vania ya se va, hay seis mesas a la espera.

–Sí, señora Conti, de inmediato.

Sonrío para hacerle frente a 6 horas más de trabajo.

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