Hola, me llamo Ada Varga, tengo 18 años. Mi familia era muy feliz; vivíamos en una hermosa casa con mi madre y mi padre. Todo era perfecto hasta que mi padre murió en un accidente de auto en el que íbamos los tres a celebrar mi cumpleaños número diez. Se suponía que debía ser un día feliz, pero resultó ser todo lo contrario. De un momento a otro, todo cambió.
Desperté en una cama de hospital después de dos meses en coma, sin recuerdos del accidente y con una madre que me odiaba. Desde ese día, nada volvió a ser igual. Sin embargo, algo (o alguien) inesperado me devolvió la felicidad.
Hoy me levanté temprano para ir a correr, como lo hago cada día. Me dirigí hacia mi armario y me puse lo primero que encontré. Mientras bajaba las escaleras, escuché a mi madre hablando con Adolfo, su esposo.
—Estoy muy feliz, no puedo creer que vamos a ser padres. Te amo, Sofía —dijo Adolfo, con lágrimas en los ojos.
—Amor, este bebé es un regalo de Dios. Te amo. Gracias por devolverme la felicidad —respondió mi madre con una enorme sonrisa y un hermoso brillo en los ojos.
—Sí, amor, pero ¿qué vamos a hacer con Ada, tu otra hija? —añadió Adolfo, con una expresión de fastidio y una voz cargada de desprecio.
—No te preocupes. Ese engendro se va a ir de esta casa. Solo espera un poco más; ya casi se va, y no tendremos que volver a verla —respondió mi madre con una voz llena de odio y una mirada fría.
Esas palabras aplastaron mi corazón. Deseaba que me amara, que esa sonrisa que regaló hace unos segundos y ese brillo en sus ojos fueran para mí. No es que sea egoísta, solo desearía que me dedicara esa sonrisa.
Tomé una gran bocanada de aire y bajé las escaleras. Cuando llegué al final, Adolfo se volteó y me miró.
—Hola, madre. Hola, Adolfo. ¿Cómo están? —saludé, esperando que mi madre se volteara y me regalara una sonrisa.
—Ah, hola, Ada. Bien —respondió Adolfo con una sonrisa hipócrita y una voz aparentemente gentil.
Sofía se giró, me miró, y lo único que vi fue odio en sus ojos. Esa mirada me la lanza todos los días desde aquel incidente que me arrebató lo que más amaba. Me reproché por ser tan ilusa, por seguir esperando su amor cuando solo me daba dolor. Mi corazón lloraba tanto que no soporté seguir mirándola. Salí corriendo hacia el parque para hacer ejercicio y tratar de olvidarme de este dolor.
Estuve dos horas haciendo ejercicio, hasta que miré la hora y me di cuenta de que faltaba poco para que empezaran las clases. Me dirigí a casa, esperando que mi madre y su esposo ya se hubieran ido a trabajar, para poder tener un momento de tranquilidad.
Al llegar, fui directamente al baño. Me di una ducha rápida, me puse el uniforme y me acerqué al tocador. Frente al espejo, vi a una chica con una mirada triste, una chica rota y llena de dolor, un poco fea incluso. No sé por qué, pero siempre que me miro en un espejo me siento horrible. Desearía poder tener algo de felicidad. Solté un pequeño suspiro, me recogí el cabello en una cola de caballo y me puse mis gafas para ocultar mis ojos rojos de tanto llorar.
Tomé mi mochila y mis audífonos, los conecté y comencé a escuchar música que me levantara el ánimo. Salí de casa y abordé el autobús que me llevaría a mi destino. Un destino que, aunque sé que no me gustará, tendré que enfrentar.
Te extraño papá
Dos horas después…
Estoy escuchando la clase de economía que nos da la profesora Alma. Ella es una hermosa persona y muy buena maestra. La conozco desde hace dos años y es un gran apoyo para mí. Cuando se enteró de lo que sucede en mi casa, me apoyó y me inspiró para seguir adelante y tener un futuro. Ella es como una segunda madre para mí. Alma nunca tuvo hijos, ya que es estéril. Su esposo la engañó y luego se separaron. Desde ese día, se centró en sus alumnos, y fue en ese duro momento cuando nos conocimos.
La clase termina, y me quedo esperando a que se desocupe para poder acercarme a hablarle. Unos minutos después, me levanto de mi asiento y me dirijo hacia el escritorio de Alma, cuando ella me habla.
—Ada, ¿cómo vas con los exámenes? —me preguntó Alma con una sonrisa.
—Muy bien, estoy estudiando muy duro para poder conseguir esa beca —le respondo. Ella me da un abrazo y me regala un beso en los cachetes, y luego se marcha. Ese amor es uno de los regalos más maravillosos que me dio la vida.
Salgo del salón y me dirijo hacia un árbol que está en la parte trasera del colegio. Cuando llego, me siento en la raíz del árbol, saco mi libreta y empiezo a escribir.
"La vida me quitó lo que más amaba y lo reemplazó con dolor, y eso no es justo. Siento como si mi mundo estuviera estancado y no sé cómo seguir. Tengo muy buenas personas a mi alrededor, aunque no sean familiares, me dan su apoyo. Pero desearía poder recordar qué sucedió en ese accidente y reemplazar ese hueco oscuro en mi mente con luz que me dé paz."
Luego de escribir, me quedo un rato tratando de descansar y, cuando miro mi reloj, veo que faltan diez minutos para que empiece la siguiente clase, esa clase que toca con mi mejor amiga, Amelia.
Amelia es una chica alta, con cabello castaño y una figura perfecta. Es un poco tímida, pero muy alegre y extrovertida, todo lo contrario a mí, que soy introvertida.
Me dirijo hacia el salón de clase. Cuando llego, echo un vistazo al salón y ahí la encuentro sentada, escuchando música con sus audífonos. Me acerco hacia ella y se los quito. Ella se voltea para discutir, pero cuando me ve, me lanza un puño y dice:
—¿Qué te pasa? ¿No puedes ver a una princesa en su mundo? —me dice con una voz llena de felicidad y una sonrisa perfecta.
—Vaya, princesita, la princesa que regala espacio para sentarme —le digo en tono de burla. Las dos nos reímos y tomo mi asiento al lado de ella.
—Y bien, ¿cómo vas con Mateo? —le pregunto sobre su relación. Mateo es su novio, llevan un año juntos y se ven muy felices.
—Estamos bien, solo que no me gusta verlo mucho con chicas. Aunque sé que él no les presta atención, eso me incomoda —me dice con una voz molesta y una cara que no tiene ganas de hablar.
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