Soy el hijo de un confín rodeado por el mar, de una tierra ensombrecida por las nubes que, si en mi mente represento la superficie del planeta, con sus vastos océanos y sus continentes vírgenes, aparece sólo como una mota desdeñable en la inmensidad del todo, y que sin embargo, cuando la deposito en las balanzas de la mente, supera con creces el peso de países de mayor extensión y población más numerosa, pues cierto es que la mente humana ha sido la creadora de todo lo bueno y lo grande para el hombre, y que la naturaleza ha actuado sólo como un primer ministro. Inglaterra, alzada en medio del turbulento océano, muy al norte, visita ahora mis sueños adoptando la forma de un buque inmenso, bien comandado, que dominaba los vientos y navegaba orgulloso sobre las olas. En mis días infantiles, ella era mi universo todo. Cuando, en pie sobre las colinas de mi país natal, contemplaba las llanuras y los montes que se perdían en la distancia, salpicados de las moradas de mis paisanos, que con su esfuerzo habían hecho fértiles, el centro mismo de la tierra se hallaba, para mí, anclado en aquel lugar, y el resto no era más que una fábula que no me habría costado trabajo alguno olvidar en mi imaginación ni en mi entendimiento.
Mi suerte ha sido, desde un buen principio, ejemplo del poder que la mutabilidad ejerce sobre el variado tenor de la vida de un hombre. En mi caso, ello me viene dado casi por herencia. Mi padre era uno de esos hombres sobre quienes la naturaleza derrama con gran prodigalidad los dones del ingenio y la imaginación para dejar luego que esos vientos empujen la barca de la vida, sin poner de timonel a la razón, ni al juicio de piloto de la travesía. La oscuridad envolvía sus orígenes. Las circunstancias lo arrastraron pronto a una vida pública, y no tardó en gastar el patrimonio paterno en el mundo de modas y lujos del que formaba parte. Durante los años irreflexivos de su juventud, los más distinguidos frívolos de su tiempo lo adoraban, lo mismo que el joven monarca, que escapaba de las intrigas de palacio y de los arduos deberes de su oficio real y hallaba constante diversión y esparcimiento del alma en su don de gentes. Los impulsos de mi padre, que jamás controlaba, lo metían siempre en unos aprietos de los que no era capaz de salir recurriendo sólo a su ingenio. Y así, la acumulación de deudas de honor y peculio, que hubieran supuesto el derrumbamiento de cualquiera, las sobrellevaba él con gran ligereza e implacable hilaridad; entretanto, su compañía había llegado a resultar tan imprescindible en las mesas y reuniones de los ricos que sus desmanes se consideraban veniales, y él mismo los recibía como embriagadores elogios.
Esa clase de popularidad, como cualquier otra, resulta evanescente, y las dificultades de toda condición con que debía contender aumentaban en
alarmante proporción comparadas con los escasos medios a su alcance para eludirlas. En aquellas ocasiones el rey, que profesaba gran entusiasmo por él, acudía a su rescate, y amablemente lo ponía bajo su protección. Mi padre prometía enmendarse, pero su disposición sociable, la avidez con que buscaba su ración diaria de admiración y, sobre todo, el vicio del juego, que lo poseía por completo, convertían en pasajeras sus buenas intenciones y en vanas sus promesas. Con la agudeza y la rapidez propias de su temperamento, percibió que su poder, en el círculo de los más brillantes, comenzaba a declinar. El rey se casó.
Y la altiva princesa de Austria, que como reina de Inglaterra pasó a convertirse en faro de las modas, veía con malos ojos sus defectos y con desagrado el aprecio que el rey le profesaba. Mi padre percibía que su caída se avecinaba, pero lejos de aprovechar esa calma final anterior a la tormenta para salvarse, se dedicaba a ignorar un mal anticipado realizando aún mayores sacrificios a la deidad del placer, árbitro engañoso y cruel de su destino.
El rey, que era hombre de excelentes aptitudes, pero fácilmente gobernable, pasó a convertirse en abnegado discípulo de su consorte y se vio inducido por ella a juzgar con extrema desaprobación primero, y con desagrado después, la imprudencia y las locuras de mi padre. Cierto es que su presencia disipaba los nubarrones. Su cálida franqueza, sus brillantes ocurrencias y sus complicidades lo hacían irresistible. Y sólo cuando, distante él, nuevos relatos de sus errores llegaban a oídos reales, volvía a perder su influencia. Los hábiles manejos de la reina sirvieron para dilatar aquellas ausencias y acumular acusaciones. Finalmente el rey llegó a ver en él una fuente de perpetua zozobra, pues sabía que habría de pagar con tediosas homilías el placer breve de su frecuentación, y que a él seguirían llegando los relatos dolorosos de unos excesos cuya veracidad no era capaz de refutar. Así, el soberano decidió concederle un último voto de confianza; si le fallaba, perdería su favor para siempre.
La escena hubo de resultar de gran interés e intensamente apasionada. Un monarca poderoso, conocido por una bondad que hasta entonces le había llevado a mostrarse voluble, y después muy serio en sus admoniciones, alternando la súplica con la reprimenda, rogaba a su amigo que se ocupara de sus verdaderos intereses, que evitara resueltamente esas fascinaciones que, en realidad, desertaban de él con rapidez, y dedicara sus inmensos dones a cultivar algún campo digno, en el que él, su soberano, sería su apoyo, su sostén, su seguidor. Toda aquella bondad alcanzó a mi padre, y durante un momento ante él desfilaron sueños de ambición: pensó que sería bueno cambiar sus planes presentes por deberes más nobles. De modo que, con sinceridad y fervor, prometió lo que se le requería. Como prenda de aquel favor renovado, recibió de su señor real una suma de dinero para cancelar sus
apremiantes deudas y comenzar su nueva vida bajo buenos auspicios. Aquella misma noche, todavía henchido de gratitud y buenos propósitos, perdió el doble de aquella suma en la mesa de juego. En su afán por recuperar las primeras pérdidas, realizó apuestas a doble o nada, con lo que incurrió en una deuda de honor que de ningún modo podía asumir. Demasiado avergonzado para recurrir de nuevo al rey, se alejó de Londres, de sus falsas delicias y sus miserias duraderas y, con la pobreza por única compañía, se enterró en la soledad de los montes y los lagos de Cumbria. Su ingenio, sus bon mots, el recuerdo de sus atractivos personales, perduraron largo tiempo en las memorias y se transmitían de boca en boca. Si se preguntaba dónde se hallaba aquel paladín de la moda, aquel compañero de los nobles, aquel haz de luz superior que brillaba con esplendor ultraterreno en las reuniones de los alegres cortesanos, la respuesta era que se encontraba bajo un nubarrón, que era un hombre extraviado. Nadie creía que le correspondiera prestarle un servicio a cambio del placer que él les había proporcionado, ni que su largo reinado de ingenio y brillantez mereciera una pensión tras su retiro. El rey lamentó su ausencia; le encantaba repetir sus frases, relatar las aventuras que habían vivido juntos, ensalzar sus talentos. Pero ahí concluía su tributo.
Entretanto, olvidado, mi padre no conseguía olvidar. Lamentaba la pérdida de lo que necesitaba más que el aire o el alimento: la emoción de los placeres, la admiración de los nobles, la vida de lujo y refinamiento de los grandes. La consecuencia de todo ello fueron unas fiebres nerviosas, que le curó la hija de un granjero pobre, bajo cuyo techo se cobijaba. La muchacha era encantadora, amable y, sobre todo, buena con él. No ha de sorprender que un ídolo caído de alcurnia y belleza pudiera, aun en aquel estado, resultar elevado y maravilloso a ojos de la campesina. Su unión dio lugar a un matrimonio condenado desde el principio, del que yo soy el vástago.
A pesar de la ternura y la bondad de mi madre, su esposo no podía dejar de deplorar su propio estado de degradación. Nada acostumbrado al trabajo, ignoraba de qué modo podría contribuir al mantenimiento de su creciente familia. A veces pensaba en recurrir al rey, pero el orgullo y la vergüenza se lo impedían. Y, antes de que sus necesidades se hicieran tan imperiosas como para forzarlo a trabajar, murió. Durante un breve intervalo, antes de la catástrofe, pensó en el futuro y contempló con angustia la desolada situación en que dejaría a su esposa y a sus hijos. Su último esfuerzo consistió en una carta escrita al rey, conmovedora y elocuente, salpicada de los ocasionales destellos de aquel espíritu brillante inseparable de él. En ella ponía a su viuda y sus huérfanos a merced de su regio señor y expresaba la satisfacción de saber que, de ese modo, su prosperidad quedaría más garantizada tras su muerte de lo que había estado en vida suya. Confió la carta a un noble que, no lo dudaba, le haría el último y nada costoso favor de entregarla al monarca en mano.
Así, mi padre murió endeudado, y sus acreedores embargaron inmediatamente su escasa hacienda. Mi madre, arruinada y con la carga de dos hijos, aguardó respuesta semana tras semana, mes tras mes, con creciente impaciencia, pero ésta no llegó jamás. Carecía de toda experiencia más allá de la granja de su padre, y la mansión del dueño de la finca en que ésta se encontraba era lo más parecido al lujo que era capaz de concebir. En vida de mi padre se había familiarizado con los nombres de la realeza y de la corte. Pero aquellas cosas, perniciosas según su experiencia personal, le parecían, tras la pérdida de su esposo -que era quien les otorgaba sustancia y realidad-vagas y fantásticas. Si, bajo cualquier circunstancia, tal vez se hubiera armado del suficiente valor como para dirigirse a los aristócratas que éste mencionaba, el poco éxito obtenido por él en su intento le llevaba a desterrar la idea de su mente. Así, no veía escapatoria a la penuria. Su dedicación perpetua, seguida del pesar por la pérdida del ser maravilloso por el que seguía profesando ardiente admiración, así como el trabajo duro y una salud delicada por naturaleza, terminaron por liberarla de la triste repetición de necesidades y miserias.
La condición de sus hijos huérfanos era particularmente desolada. Su propio padre había emigrado desde otra zona del país y llevaba bastante tiempo muerto. Carecían de parientes que los llevaran de la mano; se habían convertido en seres descastados, paupérrimos y sin amigos, para quienes el sustento más parco era cuestión del favor de otros y a quienes se trataba simplemente como a hijos de campesinos, aunque más pobres que los más pobres, unos campesinos que, al morir, los habían dejado -herencia ingrata- a merced de la avara caridad de la tierra.
Yo, el mayor de los dos, tenía cinco años cuando murió mi madre. El recuerdo de las conversaciones de mis progenitores y el de las palabras que ella se esforzaba por inculcarme en la memoria en relación con los amigos de mi padre, con la pobre esperanza de que, algún día, llegara a sacar provecho de aquel conocimiento, flotaban como un sueño indefinido en mi mente. Me figuraba que yo era superior a mis protectores y compañeros, pero no sabía ni en qué modo ni por qué. La sensación de herida, asociada al nombre del rey y a la nobleza, perduraba en mí, pero de aquellos sentimientos no podía extraer conclusiones que me sirvieran de guía para mis acciones. El primer conocimiento verdadero de mí mismo fue, así, el de un huérfano indefenso entre los valles y páramos de Cumbria. Me hallaba al servicio de un granjero y, con un cayado en la mano y mi perro junto a mí, pastoreaba un rebaño de ovejas numeroso en las tierras altas de las inmediaciones. No he de cantar las excelencias de dicha vida, pues los sufrimientos que inflige superan con creces los placeres que proporciona. Existía, sí, una libertad en ella, la compañía de la naturaleza, y una soledad despreocupada. Pero esas cosas, por más románticas que fueran, se compadecían poco con el deseo de acción y el afán de ser
aceptado por los demás que son propios de la juventud. Ni el cuidado de mi rebaño ni el cambio de las estaciones bastaban para domesticar mi espíritu inquieto; mi vida al aire libre y el tiempo que pasaba desocupado fueron las tentaciones que no tardaron en llevarme al desarrollo de unos hábitos delictivos. Me asocié con otros que, como yo, también carecían de amistades y con ellos formé una banda de la que yo era cabecilla y capitán. Pastores todos, mientras los rebaños pacían diseminados por los prados, nosotros planeábamos y ejecutábamos numerosas fechorías, que nos granjeaban la ira y la sed de venganza de los paisanos. Yo era el jefe y protector de mis camaradas, y como destacaba sobre ellos, muchas de sus malas obras se me atribuían a mí. Pero si bien soportaba castigos y dolor por salir en su defensa con espíritu heroico, también exigía, a modo de recompensa, sus elogios y obediencia.
Con semejante escuela, fui adquiriendo un carácter rudo y firme. El hambre de admiración y mi poca capacidad para controlar los propios actos, que había heredado de mi padre, alimentadas por la adversidad, me hicieron atrevido y despreocupado. Era duro como los elementos, y poco instruido como las bestias a las que cuidaba. Con frecuencia me comparaba con ellas, y al hallar que mi principal superioridad se basaba en el poder, no tardé en convencerme de que era únicamente en poder en lo que yo era inferior a los mayores potentados de la tierra. Así, ignorante de la refinada filosofía y perseguido por una incómoda sensación de degradación producto de la verdadera situación social en que me hallaba, vagaba por las colinas de la civilizada Inglaterra tan indómito y salvaje como aquel fundador de Roma amamantado por una loba. Obedecía sólo a una ley, que era la del más fuerte, y mi mayor virtud era no someterme jamás.
Permítaseme, con todo, retractarme de la frase que acabo de enunciar sobre mí mismo. Mi madre, al morir, además de sus otras lecciones medio olvidadas y jamás puestas en práctica, me hizo prometerle con gran solemnidad que velaría fraternalmente por su otro retoño, y yo cumplía con ese deber lo mejor que podía, con todo el celo y el afecto del que mi naturaleza era capaz. Mi hermana era tres años menor que yo. Me ocupé de ella desde su nacimiento, y cuando nuestra diferencia de sexos, que nos llevó a recibir distintos empleos, nos separó en gran medida, ella siguió siendo objeto de mi amor y mis cuidados. Huérfanos en toda la extensión de la palabra, éramos los más pobres entre los pobres, los más despreciados entre los olvidados. Si mi osadía y arrojo me valían cierta aversión respetuosa, su juventud y su sexo, ya que no movían a la ternura, al hacerla débil eran la causa de sus incontables mortificaciones. Además, su carácter le impedía atenuar los efectos perniciosos de su baja extracción.
Se trataba de un ser singular y, como yo, había heredado mucha de la disposición peculiar de nuestro padre. Su rostro, todo expresión; sus ojos, sin
ser oscuros, resultaban impenetrables, por lo profundos. En su mirada inteligente parecían descubrirse todos los espacios, y uno sentía que el alma que la habitaba abarcaba todo un universo de pensamiento. De tez muy blanca, los cabellos dorados le caían por las sienes y la intensidad de su tono contrastaba con el mármol viviente sobre el que se posaban. Su tosco vestido de campesina, que parecería desentonar con los sentimientos refinados que su rostro expresaba, le sentaba sin embargo, y curiosamente, de lo más bien. Era como una de esas santas de Guido, con el cielo en el corazón y en la mirada, de manera que, al verla, sólo pensabas en el interior, y las ropas e incluso los rasgos se tornaban secundarios ante la inteligencia que irradiaba de su semblante.
Y, sin embargo, a pesar de todo su encanto y nobleza de sentimientos, mi pobre Perdita (pues tal era el fantasioso nombre que le había impuesto su padre moribundo) no era del todo santa en su disposición. Sus modales resultaban fríos y retraídos. De haber sido criada por quienes la hubieran contemplado con afecto, tal vez habría sido distinta, pero sin amor, abandonada, pagaba con desconfianza y silencio la bondad que no recibía. Se mostraba sumisa con aquellos que ejercían la autoridad sobre ella, pero una nube perpetua fruncía su ceño. Parecía esperar la enemistad de todo el que se le acercaba, y sus acciones se veían instigadas por el mismo sentimiento. Siempre que podía pasaba su tiempo en soledad. Llegaba a los lugares menos frecuentados, escalaba hasta peligrosas alturas, con tal de hallar en los espacios más recónditos la ausencia total de compañía de la que gustaba envolverse. Solía pasar horas enteras caminando por los senderos de los bosques. Trenzaba guirnaldas de flores y hiedras y contemplaba el temblor de las sombras y el mecerse de las hojas; a veces se sentaba junto a los arroyos y, con el pensamiento detenido, se dedicaba a arrojar pétalos o guijarros a las aguas y a ver cómo éstos se hundían y aquéllos flotaban. También fabricaba barquitos hechos de cortezas de árbol, o de hojas, con plumas por velas, y se dedicaba a observar su navegación entre los rápidos y los remansos de los riachuelos. Mientras lo hacía, su desbordante imaginación creaba mil y una combinaciones: soñaba «con terribles desgracias en el mar y en campaña», se perdía con delicia en aquellos caminos por ella inventados, para regresar a regañadientes al anodino detalle de la vida ordinaria.
La pobreza era la nube que ocultaba sus excelencias, y todo lo que era bueno en ella parecía a punto de perecer por falta del rocío benefactor del afecto. Ni siquiera gozaba de la misma ventaja que yo en el recuerdo de sus padres; se aferraba a mí, su hermano, como a su único amigo, pero esa unión le valía aún más el rechazo que le profesaban sus protectores, que magnificaban sus errores hasta convertirlos en crímenes. De haber sido educada en esa esfera de la vida a la que, por herencia, su delicada mente y su persona correspondían, habría sido objeto casi de adoración, pues sus virtudes
resultaban tan eminentes como sus defectos. Todo el genio que ennoblecía la sangre de su padre ilustraba la suya; una generosa marea corría por sus venas; el artificio, la envidia y la avaricia se hallaban en los antípodas de su naturaleza. Sus rasgos, cuando los alumbraban sentimientos benévolos, podrían haber pertenecido a una reina; sus ojos brillaban y, en aquellos momentos, su mirada desconocía todo temor.
Aunque por nuestra situación y disposiciones nos hallábamos casi del todo privados de las formas usuales de relación social, formábamos un fuerte contraste el uno respecto del otro. Yo siempre precisaba del estímulo de la compañía y el aplauso, mientras que Perdita se bastaba a sí misma. A pesar de mis malos hábitos, mi disposición era sociable, a diferencia de la suya, retraída. Mi vida transcurría entre realidades tangibles, la suya era un sueño. De mí podría decirse incluso que amaba a mis enemigos, pues al espolearme, ellos, en cierto modo, me proporcionaban felicidad. A Perdita, en cambio, casi le desagradaban sus amigos, pues interferían en sus estados de ánimo visionarios. Todos mis sentimientos, incluso los de exultación y triunfo, se tornaban en amargura si de ellos no participaban otros. Perdita huía hacia la soledad incluso estando alegre, y podía pasar un día y otro sin expresar sus emociones ni buscar sentimientos afines a los suyos en otras mentes. Y no sólo eso: era capaz de adorar el aspecto y la voz de alguna amiga y demorarse en ella con ternura, mientras su gesto expresaba la más fría de las reservas. En ella, una sensación se convertía en sentimiento, y jamás hablaba hasta que había mezclado sus percepciones de objetos externos con otros que eran creación de su mente. Era como un suelo fértil que se impregnaba de los aires y los rocíos del cielo y los devolvía a la luz transformados en frutos y flores. Pero, como el suelo, también se mostraba con frecuencia oscura y desolada, arada, sembrada una vez más con semillas invisibles.
Perdita vivía en una granja de césped bien cortado, que descendía hasta el lago de Ullswater. Un bosque de hayas trepaba colina arriba, tras la casa, y un arroyo murmurante corría manso, siguiendo la pendiente, sombreado por los álamos que flanqueaban sus orillas hasta el lago. Yo vivía con un campesino cuya casa se hallaba más arriba, entre los montes.
Tras ella se alzaba un risco en cuyas grietas, expuestas al viento del norte, la nieve perduraba todo el verano. Antes del alba conducía mi rebaño de ovejas hasta los pastos, y lo custodiaba durante todo el día. Se trataba de una vida muy dura, pues la lluvia y el frío abundaban más que los días soleados. Pero yo me enorgullecía de despreciar los elementos. Mi perro fiel se ocupaba del rebaño mientras yo me escapaba para reunirme con mis camaradas, con los que perpetraba mis fechorías. Al mediodía volvíamos a encontrarnos, y tras deshacernos de nuestros alimentos de campesinos, encendíamos una hoguera que manteníamos viva para asar en ella las piezas de ganado que robábamos en las propiedades vecinas. Después contábamos historias de huidas por los pelos, de
combates con perros, de emboscadas y fugas, mientras, como los gitanos, compartíamos la cazuela. La búsqueda de algún cordero perdido, o los medios por los que eludíamos o pretendíamos eludir los castigos, ocupaban las horas de la tarde. Al caer la noche mi rebaño regresaba a su corral y yo me dirigía a casa de mi hermana.
Eran raras las ocasiones en que ciertamente escapábamos sanos y salvos, como suele decirse. Nuestro exquisito manjar solía costarnos golpes y cárcel. En una ocasión, con trece años, me enviaron un mes a la prisión del condado. Si moralmente salí de ella tal como había entrado, mi sentimiento de odio hacia mis opresores se multiplicó por diez. Ni el pan ni el agua aplacaron mi sangre, y la soledad de mi encierro no llegó a inspirarme buenos pensamientos. Me sentía colérico, impaciente, triste. Mis únicas horas de felicidad eran las que dedicaba a urdir planes de venganza, que perfeccionaba durante mi soledad forzosa, de modo que durante toda la estación siguiente - me liberaron a principios de septiembre- no dejé nunca de obtener grandes cantidades de exquisitos alimentos para mí y para mis camaradas. Aquel fue un invierno glorioso. La fría escarcha y las intensas nevadas aturdían el ganado y mantenían a los ganaderos junto a sus hogares. Robábamos más piezas de las que podíamos comer, y hasta mi perro fiel se puso más lustroso a fuerza de devorar nuestras sobras.
De ese modo fueron transcurriendo los años. Y los años no hacían sino añadir a mi existencia un amor renovado por la libertad, así como un profundo desprecio por todo lo que no fuera tan silvestre y tan rudo como yo. A los dieciséis años mi aspecto era el de un hombre hecho y derecho. Alto y atlético, me había acostumbrado a ejercer la fuerza y a resistir los embates de los elementos. El sol había curtido mi piel y andaba con paso firme, consciente de mi poder. Ningún hombre me inspiraba temor, pero tampoco sentía amor por ninguno. En épocas posteriores, al volver la vista atrás contemplaría con asombro lo que entonces era, lo indigno que hubiera llegado a ser de haber perseverado en mi vida delictiva. Mi existencia era la de un animal y mi mente se hallaba en peligro de degenerar hasta convertirse en lo que conforma la naturaleza de los brutos. Hasta ese momento, mis hábitos salvajes no me habían causado daños irreparables, mis fuerzas físicas habían crecido y florecido bajo su influencia y mi mente, sometida a la misma disciplina, se hallaba curtida por las virtudes más duras. Con todo, la independencia de que hacía gala me instigaba a diario a cometer actos de tiranía, y mi libertad se convertía en libertinaje. Me hallaba en los límites del hombre. Las pasiones, fuertes como los árboles de un bosque, ya habían echado raíces en mí y estaban a punto de ensombrecer, con su desbordante crecimiento, la senda de mi vida.
Ansiaba dedicarme a empresas que fueran más allá de mis hazañas
infantiles y me formaba sueños enfermizos de acciones futuras. Evitaba a mis antiguos camaradas y no tardé en perder su amistad. Todos llegaron a la edad en que debían cumplir con los destinos que la vida les deparaba. Yo, un desheredado, sin nadie que me sirviera de guía o tirara de mí, me hallaba estancado. Los viejos empezaron a señalarme como mal ejemplo, los jóvenes a verme como a un ser distinto a ellos. Yo los odiaba a todos, y en la última y peor de mis degradaciones, empecé a odiarme a mí mismo. Me aferraba a mis hábitos feroces, aunque al tiempo los despreciaba a medias. Proseguía mi guerra contra la civilización y a la vez albergaba el deseo de pertenecer a ella.
Regresaba una y otra vez al recuerdo de todo lo que mi madre me había contado sobre la existencia pasada de mi padre. Contemplaba las pocas reliquias que conservaba de él, y que hablaban de un refinamiento mucho mayor del que podía hallarse en aquellas granjas de montaña. Pero nada de todo ello me servía de guía para conducirme a otra forma de vida más agradable. Mi padre se había relacionado con los nobles, pero lo único que yo sabía de aquella relación era el olvido que le había seguido. Sólo asociaba el nombre del rey -al que mi padre, agonizante, había elevado sus últimas súplicas, bárbaramente desoídas por él- a las ideas de crueldad e injusticia, así como al resentimiento que éstas me causaban. Yo había nacido para ser algo más grande de lo que era, y más grande habría de ser. Pero la grandeza, al menos para mi percepción distorsionada, no tenía por qué identificarse con la bondad, y mis ideas más descabelladas no se detenían ante consideraciones morales de ninguna clase cuando se agolpaban en mis delirios de distinción. Así, yo me hallaba en lo alto de un pináculo, sobre un mar de maldad que se extendía a mis pies, a punto de precipitarme y sumergirme en él, de abalanzarme como un torrente sobre todos los obstáculos que me impedían alcanzar el objeto de mis deseos, cuando la influencia de un desconocido vino a posarse en la corriente de mi fortuna, alterando su indómito rumbo, transformándolo en algo que, por contraste, era como el fluir apacible de un riachuelo que describiera meandros sobre un prado.
Yo vivía alejado de los tráfagos de los hombres, y el rumor de las guerras y los cambios políticos llegaba a nuestras moradas montañesas convertido en débil sonido. Inglaterra había sido escenario de importantes batallas durante mi primera infancia. En el año 2073, el último de sus reyes, el anciano amigo de mi padre, había abdicado en respuesta a la serena fuerza de las protestas expresadas por sus súbditos, y se había constituido una república. Al monarca destronado y a su familia se les aseguró la propiedad de grandes haciendas;
recibió el título de conde de Windsor, y el castillo del mismo nombre, perteneciente desde antiguo a la realeza, con sus extensas tierras, siguió formando parte del patrimonio que conservó. Murió poco después, dejando hijo e hija.
La que fue reina, princesa de la casa de Austria, llevaba mucho tiempo persuadiendo a su esposo para que se opusiera a los designios de los tiempos. Se trataba de una mujer desdeñosa y valiente, apegada al poder y que sentía un desprecio amargo por el hombre que se había dejado desposeer de su reino. Sólo por el bien de sus hijos consintió en convertirse, desprovista de su rango real, en miembro de la república inglesa. Tras enviudar, dedicó todos sus esfuerzos a la educación de su hijo Adrian, segundo conde de Windsor, para que éste llevara a la práctica sus ambiciosos fines; la leche con que lo amamantó le transmitió ya el único propósito para el que fue educado: reconquistar la corona perdida. Adrian había cumplido ya los quince años. Vivía dedicado al estudio y demostraba unos conocimientos y un talento que excedían los propios de sus años. Se decía que ya había empezado a oponerse a las ideas de su madre y que compartía principios republicanos. Pero por más que así fuera, la altiva condesa no confiaba a nadie los secretos de su educación. Adrian se criaba en soledad, apartado de la compañía que es natural en los hombres de su edad y de su rango. Pero entonces alguna circunstancia desconocida indujo a su madre a apartarlo de su tutela directa; y hasta nuestros oídos llegó que se disponía a visitar Cumbria. Abundaban las historias en las que se daba cuenta de la conducta de la condesa de Windsor en relación con su hijo. Probablemente ninguna de ellas fuera cierta, pero con el paso de los días parecía claro que el noble vástago del último monarca inglés viviría entre nosotros.
En Ullswater se alzaba una mansión rodeada de terreno que pertenecía a su familia. Uno de sus anexos lo formaba un gran parque, diseñado con exquisito gusto y bien provisto de animales de caza. Yo había perpetrado con frecuencia en aquellos pagos mis actos de depredación; el estado de abandono del lugar facilitaba mis incursiones. Cuando se decidió que el conde de Windsor visitara Cumbria, acudieron obreros dispuestos a adecentar la casa y sus aledaños antes de su llegada. Devolvieron a los aposentos su esplendor original y, una vez reparados los desperfectos, el parque comenzó a ser objeto de cuidados anómalos.
Aquella noticia me turbó en grado sumo, despertando todos mis recuerdos durmientes, mis sentimientos de ultraje, que se hallaban en suspenso, y que, al avivarse, dieron origen a otros de venganza. No era capaz de hacerme cargo de mis ocupaciones; olvidé todos mis planes y estratagemas.
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