habitacion 304

El reloj del vestíbulo marcaba las seis y media de la mañana cuando Ángela ajustó su uniforme frente al espejo del baño del personal.

Era su primera semana en el hotel Gran Real, y aunque ya había aprendido a moverse con rapidez entre los pasillos, ese día había algo distinto en el ambiente.

Un murmullo recorría el edificio: el equipo más grande de la capital llegaría para su concentración previa al clásico del domingo.

“Fuerza Azul”, pensó, sin poder evitar una pequeña sonrisa.

Había crecido viendo sus partidos, gritando goles y defendiendo sus colores, pero ya no era la misma chica entusiasta de antes.

El amor, la decepción y los años la habían convertido en alguien más prudente… más desconfiada.

Su jefe se le acercó en el pasillo con el ceño fruncido.

—Cardona, hoy usted se encargará del piso tres.

Y por favor, especial atención a la habitación trescientos cuatro —dijo con tono firme—.

Ahí se hospedará Silva.

David Silva.

El capitán.

El ídolo.

Sintió un nudo en el estómago, pero asintió sin decir nada. No era momento para demostrar nervios.

Cuando llegó al tercer piso, el aire olía a desinfectante y café recién hecho. Abrió la puerta con su llave maestra y comenzó su rutina: ventilar, ordenar, limpiar, dejar cada detalle impecable.

Estaba concentrada doblando las toallas cuando la puerta se abrió de pronto.

David apareció con su maleta al hombro, el celular en una mano y una expresión distraída. Se detuvo al verla.

—Perdón, no sabía que ya habían entrado —dijo él, con una voz grave, amable.

Ángela levantó la mirada y respondió con serenidad:

—No se preocupe, señor Silva, ya termino.

Por un instante, él la observó en silencio. No había en sus ojos ni admiración ni coqueteo, solo profesionalismo.

Y esa indiferencia —esa calma— fue lo que más le llamó la atención.

Estaba acostumbrado a sonrisas amplias, a miradas ansiosas, a mujeres que suspiraban solo al oír su nombre.

Pero ella… no.

Ella simplemente siguió acomodando la habitación, ajena al peso de su fama.

—Gracias —murmuró él, antes de salir.

Fue un encuentro breve, casi insignificante.

Pero al cerrar la puerta, Ángela sintió un leve temblor en las manos, uno que no quiso analizar.

Y David, mientras caminaba hacia el ascensor, pensó que hacía mucho tiempo no se cruzaba con alguien que no lo mirara como una estrella.

Esa mañana ninguno lo sabía, pero la historia de ambos acababa de comenzar.

 

Mientras tanto, en otra parte del hotel...

El ambiente en el Gran Real era distinto cuando Fuerza Azul estaba presente.

Las miradas del personal, los susurros de los huéspedes y hasta el ritmo de los pasillos giraban alrededor del equipo.

Era como si el hotel entero respirara fútbol.

En el gran salón principal, los jugadores se encontraban reunidos entre risas, bromas y el eco constante de los teléfonos móviles.

Eran jóvenes, talentosos y estaban en su mejor momento.

Venían de una racha impecable: ocho partidos ganados, cero derrotas y una ciudad entera soñando con la copa.

El capitán, David Silva, representaba más que un jugador: era el símbolo de la disciplina, la experiencia y la lealtad a los colores del club.

Aun así, había algo en su mirada que no coincidía con la euforia del resto. Una sombra, una distancia, como si su mente estuviera lejos de la algarabía.

El administrador del hotel observaba todo desde la distancia, con una sonrisa calculada.

Sabía que tener al Fuerza Azul hospedado allí no solo era prestigio, sino también dinero, visibilidad y poder.

Nada se negaba cuando el equipo estaba presente: comidas especiales, salones privados, exigencias de último momento... todo era atendido con premura.

Para el Gran Real, esos días eran los más agitados y los más rentables.

Y para Ángela, una prueba silenciosa de que el lujo y el brillo siempre tenían un precio, incluso cuando se trataba del amor propio.

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