Capitulo 4

Lo primero que sentí fue el silencio.

No estaba el bullicio de la ciudad, ni los cláxones, ni los pasos apresurados en las aceras. Tampoco el frío del asfalto ni el dolor desgarrador de la sangre corriendo por mi cabeza.

En su lugar, mi cuerpo descansaba sobre una superficie blanda, cálida, que parecía envolverme como si nunca hubiera existido el sufrimiento.

Abrí los ojos lentamente.

Un techo alto se desplegaba sobre mí, pintado con frescos de ángeles y constelaciones. El dorado de las molduras relucía bajo la tenue luz de un candelabro de cristal, colgado como un pequeño sol en el centro. La brisa nocturna movía unas cortinas carmesí tan pesadas que parecían tragarse el aire mismo, y el perfume de incienso y rosas secas flotaba en la habitación, embriagante y extraño.

Me incorporé de golpe, jadeando. El recuerdo del accidente atravesó mi mente como un relámpago: los gritos lejanos, los pasos apresurados, la sensación de mi vida escapando gota a gota. Mis manos se crisparon… y entonces lo noté.

Mis dedos eran más pequeños. Mis brazos, más delgados. Mis piernas, cortas y frágiles como ramas jóvenes.

El corazón me dio un vuelco.

Me aparté las sábanas de seda y me puse de pie. Apenas alcancé el borde del colchón, mis pies desnudos se hundieron en una alfombra mullida, bordada con hilos de oro. Avancé tambaleante, torpe como una niña que recién aprendía a caminar.

Un espejo alto, con marco de madera tallada y adornos dorados, me esperaba en la esquina de la habitación. Me acerqué con el aliento entrecortado, hasta que la imagen frente a mí me obligó a detenerme.

Allí estaba ella.

Una niña pequeña, de no más de ocho años, me observaba desde el otro lado.

El cabello oscuro caía en ondas hasta su cintura, brillando como un río bajo la luz que entraba por los ventanales. Sus ojos verdes, grandes y luminosos, parecían esconder siglos de melancolía. Tenía un rostro delicado, casi frágil, con mejillas suaves y labios finos, y en su mirada había algo extraño… un cansancio impropio de alguien tan joven.

—No… —susurré, tocando el espejo con la punta de los dedos—. No puede ser…

La niña imitó mi gesto. Sus manos eran diminutas, suaves, sin las cicatrices de trabajos mal pagados ni los callos que yo conocía. Toqué mis mejillas y sentí la piel tersa, cálida, intacta. Y entonces lo acepté: ese reflejo era mío.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Conocía esa cara. La había visto antes, en las páginas de la novela que tantas veces leí en secreto en mi anterior vida. La hija olvidada del marqués, despreciada, condenada a un destino cruel.

El recuerdo de aquellas páginas me golpeó con fuerza.

Ella era rechazada por su padre, usada como moneda de cambio, abandonada hasta el final.

Y ahora, esa niña… era yo.

La puerta de la habitación se abrió con un chirrido. Dos sirvientas entraron con paso firme. Una de ellas llevaba una bandeja con agua y toallas finas; la otra, un vestido celeste bordado con encajes.

Se inclinaron apenas, con una cortesía rígida, casi fingida.

—La hija del marqués ya ha despertado —anunció una de ellas, sin mirarme directamente a los ojos.

La otra dejó escapar una sonrisa apenas perceptible, mezcla de curiosidad y lástima.

Sentí un nudo en el estómago.

Ese trato ambiguo, la manera en que evitaban pronunciar mi nombre, era exactamente como en la novela: un recordatorio de que yo era poco más que un estorbo.

Mi respiración se volvió pesada. Miré otra vez al espejo, a esos ojos verdes que parecían conocer mi dolor. Y en lo profundo de mí, una chispa ardió con fuerza.

"Esta vez no."

  Había muerto sin amor, invisible, en un mundo que nunca me quiso. Pero aquí, aunque la historia ya estuviera escrita, yo tenía algo que esa niña jamás tuvo: mis recuerdos.

Sabía lo que iba a ocurrir, conocía los nombres, los engaños, las traiciones.

Apreté los puños con decisión.

"Si este mundo intenta aplastarme como el anterior, reescribiré cada página con mis propias manos."

A través de la ventana, el cielo nocturno me observaba. Dos lunas brillaban, suspendidas sobre un mar de estrellas. Dos testigos eternos de mi renacer.

Y bajo su luz plateada, la niña del espejo sonrió por primera vez.

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