Capitulo 2:"El refugio de las palabras"

El tiempo pasó, y yo crecí como una sombra dentro de aquella casa donde jamás me sentí parte de nada.

Mi madre biológica apenas me dirigía la palabra. Sus ojos, que tanto se parecían a los míos, eran espejos fríos que me recordaban cada día que yo no era digna de su amor. Su silencio pesaba más que los insultos de mis hermanos, porque en él se escondía la confirmación de lo que siempre temí: para ella, yo no existía.

La rutina en la escuela no era distinta.

Los pasillos repletos de risas nunca me pertenecieron.

Mientras mis hermanos eran populares, admirados por sus compañeros y profesores, yo era la mancha que nadie quería ver.

—¿Qué hace aquí? —decían las chicas al verme entrar en el aula, cubriéndose la boca para reír.

—Debería volver al basurero de donde salió —añadía otra, fingiendo compasión en su voz.

Me sentaba en el último pupitre, intentando hacerme invisible. Bajaba la cabeza, fingía escribir en mis cuadernos, y rezaba en silencio para que las horas pasaran pronto. Pero la crueldad siempre encontraba la manera de alcanzarme: papeles arrugados que caían sobre mi mesa, libros que desaparecían de mi mochila, risas sofocadas cada vez que intentaba participar en clase.

Un día, mientras almorzaba sola en un rincón del patio, uno de mis hermanos se acercó acompañado de sus amigos. Me arrancaron el pan de las manos y lo lanzaron al suelo.

—Mira, la basura come basura —dijo él, y las carcajadas explotaron alrededor.

Quise recoger mi comida, pero uno de los chicos la aplastó con el pie antes de que pudiera tocarla. Mis manos temblaban, mis labios se mordían para no llorar frente a ellos. Aprendí pronto que mostrar lágrimas era darles una victoria.

Así se fue moldeando mi corazón: herida tras herida, desprecio tras desprecio.

Pero en medio de todo ese dolor encontré algo que se convirtió en mi salvación: los libros.

La primera vez que tuve uno en mis manos fue por accidente. Había quedado castigada después de clases, limpiando la biblioteca del colegio. Entre los estantes polvorientos, mis dedos se detuvieron en una novela de fantasía con una portada descolorida: un castillo envuelto en llamas, un caballero de ojos tristes y un dragón surcando el cielo.

Esa noche, escondida bajo las mantas, abrí sus páginas y me sumergí en un mundo donde los débiles podían convertirse en héroes, donde los despreciados hallaban su lugar, donde la magia era real.

Leí hasta que mis ojos se cerraron por el cansancio, y al día siguiente volví a buscar más.

Pronto, cada libro se convirtió en una puerta secreta que me alejaba de mi cruel realidad.

Mientras mis hermanos me humillaban, yo pensaba en princesas que vencían su destino.

Mientras mi madre me ignoraba, yo me imaginaba siendo una hechicera con un poder oculto que nadie podía aplastar.

Los pasillos grises del colegio se transformaban, en mi mente, en pasadizos encantados.

Era irónico.

Cuanto más sufría en mi vida, más fuerte era mi necesidad de sumergirme en aquellas historias.

Las palabras me abrazaban de un modo que nadie más lo hacía.

Y, en secreto, comencé a soñar con algo imposible: despertar un día y descubrir que ya no pertenecía a este mundo de edificios fríos y corazones vacíos.

Ese deseo se repetía en mis noches de insomnio, como un hechizo silencioso:

"Si este mundo no me quiere… entonces quiero renacer en otro, donde al fin alguien me ame."

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