Capitulo 5:

Todo ese proceso lo viví de la mano de mi hermano.

Nunca me soltó, ni siquiera cuando yo me derrumbaba entre sollozos o cuando me negaba a hablar.

A nuestros padres les ocultamos la verdad; fue decisión mía.

No quería que mamá cayera enferma del corazón, ni que papá se sintiera culpable por no haber estado allí para protegerme.

Rogué a Samuel que lo guardáramos en silencio, y aunque a él le carcomía la rabia, me obedeció.

Lo más doloroso no fue solo lo que me hicieron, sino comprobar que la justicia no existe para todos.

La ley es un lujo reservado para los pobres ingenuos… y para los que tienen suficiente dinero como para torcerla a su antojo.

Pablo y sus dos amigos pertenecían a familias con fortunas imposibles de enfrentar.

Abogados, influencias, contactos en todas partes.

El caso, que para mí era mi vida destrozada, para ellos se convirtió en un “malentendido” que se “resolvió” con una indemnización.

Al principio me negué a aceptar el dinero.

Sentía que me ensuciaba aún más, que era como ponerle precio a lo que me habían robado.

Pero Samuel me convenció:

—Si no habrá justicia, que por lo menos les cueste caro —

me dijo con los ojos llenos de ira contenida.

Lo odié en ese momento por tener razón.

Con ese dinero pagué toda mi carrera.

Mis padres creen que conseguí una beca completa.

Y como mi rendimiento académico siempre ha sido impecable, nunca dudaron de mi versión.

Lo irónico es que hasta se sienten orgullosos de algo que nació de mi desgracia.

Una parte de mí se siente culpable por permitir ese engaño, otra parte simplemente no tiene fuerzas para desmentirlo.

Han pasado dos años.

Dos años cargando un peso que no se aligera, aunque finja sonrisas o esconda mis pesadillas bajo la almohada.

Tan profundo fue el trauma que me transformó por completo:

la chica extrovertida que era murió esa noche.

En su lugar nació alguien callada, desconfiada, rota en pedazos que intento pegar día a día.

Soy introvertida, solitaria.

Si un chico se me acerca, aunque solo sea para preguntar la hora, siento un escalofrío en la piel y lo aparto de inmediato.

Sé que suena absurdo, pero quienes han pasado por un trauma similar lo entienden:

es una batalla silenciosa, invisible, que te va consumiendo de a poco y que rara vez alguien nota.

La única razón por la que sigo de pie es Samuel.

Él se convirtió en mi sombra, mi guardián, el único hombre

—junto con papá—

al que tolero a mi lado.

Me ha visto llorar sin reproches, me ha sostenido en los días en que no quería levantarme, y ha cargado con la rabia que yo no sé cómo sacar de mí.

Y aun así…

cada vez que lo miro, me siento culpable.

Porque aunque él nunca me lo diga, sé que también quedó marcado por aquella noche.

Corrí al baño a vomitar.

El ácido subía desgarrando mi garganta, mis manos temblaban aferradas al borde frío del lavamanos.

Sentía un asco indescriptible, no solo por el recuerdo, sino porque leer ese mensaje había sido como si Pablo volviera a tocarme, como si su sombra volviera a arrastrarme de nuevo a aquella noche maldita.

Después de botar prácticamente todo mi desayuno, me lavé la cara y me cepillé los dientes con furia, como si pudiera borrar el mal sabor, la suciedad que me impregnaba hasta en los huesos.

Regresé a mi laptop.

Mi corazón aún golpeaba con violencia dentro de mi pecho, como si quisiera escapar.

Volví a abrir el correo y allí estaba:

ese texto corto, repugnante, con la insolencia de quien nunca se consideró culpable.

Le tomé una foto y se la envié a Samuel.

Yo le había hecho varias promesas después de lo sucedido, y la más importante era que no iba a ocultarle nada que me causara angustia.

Sabía que él se lo tomaría en serio, quizá demasiado, pero era mi única red de seguridad.

Pasaron apenas veinte minutos y lo escuché llegar.

Cerró de golpe la puerta principal, subió las escaleras con pasos firmes, acelerados, y luego golpeó la mía.

—Adelante —

dije con un hilo de voz.

Samuel entró sin demora, cerró tras de sí y giró el seguro.

Sus ojos estaban tensos, oscuros.

Venía aún con el sudor del gimnasio, pero ni siquiera se detuvo a cambiarse:

había volado hasta aquí en cuanto vio la foto.

—A ver… muéstrame lo que te envió ese infeliz —

dijo con un tono seco, cargado de impaciencia.

Se me hizo un nudo en la garganta.

Le señalé la laptop sobre mi escritorio.

—Solo ábrela, el correo está abierto.

Él la tomó con manos firmes y leyó en silencio.

Pude ver cómo su mandíbula se tensaba, cómo sus dedos se crispaban sobre la tapa metálica.

Apenas terminó de leer, cerró la laptop con brusquedad.

—No te preocupes —

dijo con voz grave, casi un gruñido—.

Yo me encargo de este tipo.

Debería haberme sentido aliviada, protegida…

pero no.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Esa furia en los ojos de Samuel me llenó de nervios en lugar de tranquilidad.

Conocía esa mirada:

era la misma de aquella noche en que sus puños regresaron manchados de sangre.

Y temí que su deseo de protegerme lo arrastrara a un lugar sin retorno.

Me quedé en silencio, apretando mis manos sobre las piernas.

Porque aunque odiaba a Pablo con cada fibra de mi ser, lo que más me aterraba en ese momento no era él, sino lo que mi hermano podía llegar a hacer en su nombre.

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