—¿Qué… qué me estás haciendo? —
pregunté con la voz entrecortada, apenas un hilo que salió de mi garganta rota.
El silencio duró apenas un segundo antes de que escuchara la risa ahogada de Pablo, ese sonido que alguna vez me pareció encantador y que ahora sonaba como un veneno.
—Yo no te he hecho nada… ambos lo hicimos.
—Su voz era grave, impostada, llena de una seguridad que me heló la sangre—.
Y vaya que fue genial. ¿Sí o no, muchachos?
Un coro repugnante de voces respondió al unísono desde la penumbra.
—Sí.
El mundo se me vino abajo.
El corazón se me desgarró en mil pedazos.
Las lágrimas comenzaron a brotar con furia, incontenibles, ardiendo en mi piel.
—¿Por qué me hicieron esto? —
les reclamé, temblando, con la voz cargada de desesperación.
La respuesta fue una daga clavada sin compasión.
—Tú lo estabas disfrutando. —
Pablo sonrió con desprecio—.
Ahora no vengas con tu teatro de santa.
Hace un momento parecías una perra en celo.
Esas palabras me destrozaron.
Mi garganta quiso gritar, pero ya no quedaba aire.
Era como si la humillación me hubiera arrancado hasta la voz.
No respondí nada.
No había fuerzas, no había palabras capaces de contener el dolor.
Con un esfuerzo sobrehumano busqué a tientas mi bolso, encontré mi celular y encendí la pantalla.
La luz fría del dispositivo iluminó el suelo, suficiente para dar con mi ropa esparcida.
Me vestí con manos torpes, apresuradas, cada botón cerrado con un nudo en la garganta.
Me puse de pie tambaleándome y caminé hacia la salida.
Pablo intentó detenerme, estiró el brazo para sujetarme, pero el odio me dio un instante de valor:
una patada en su entrepierna lo dobló en dos, dejándolo jadeando.
Empujé la puerta y salí.
El aire de la noche me golpeó en la cara, helado, cortante, como si quisiera arrancarme de encima la asfixia del encierro.
Saqué el celular y revisé la hora:
11:30 de la noche.
Con dedos temblorosos escribí un mensaje corto, casi ilegible, a mi hermano.
Solo dos minutos después vi las luces del auto acercarse y detenerse justo frente a mí.
Me desplomé en el andén, con la ropa desaliñada, el cabello revuelto y la mirada perdida.
Mi hermano se bajó de inmediato, corriendo hacia mí.
Se arrodilló a mi altura, tomó mi cara entre sus manos y me obligó a mirarlo.
Sus ojos estaban llenos de preocupación, de miedo, de preguntas que no se atrevía a formular.
—¿Qué pasó? —
susurró con la voz quebrada.
Yo abrí la boca, pero no salió sonido alguno.
Solo lágrimas, rodando, implacables, cayendo en silencio como la única respuesta posible.
—¿Qué te ha pasado? —
la voz de Samuel temblaba entre preocupación y furia contenida mientras me levantaba el rostro con ambas manos.
Intenté abrir la boca, pero no salió sonido alguno.
Solo un sollozo ahogado que se convirtió en lágrimas imparables.
Vi cómo sus ojos bajaron instintivamente a mi ropa y entonces lo notó:
el pantalón manchado de sangre.
El brillo de sus pupilas se transformó en fuego.
—Me vas a decir qué pasó —
exigió con voz grave, casi irreconocible.
Apenas respiraba, las palabras se me escapaban como cuchillos desgarrando la garganta.
Le conté, atropellada, rota, lo que recordaba.
Pero no me dejó terminar.
Su rostro se endureció y, de pronto, se giró en dirección a la casa.
—¡No, Samuel! —
grité con lo poco que me quedaba de voz, estirando mi mano hacia él, pero no tenía fuerzas ni para ponerme en pie.
Lo vi avanzar como una tormenta, abrirse paso entre los curiosos que no entendían nada.
Desde la acera solo escuchaba el estruendo de gritos, golpes, cristales rompiéndose.
La música de la fiesta se detuvo de golpe, como si todos supieran que algo irreversible estaba ocurriendo dentro.
El silencio me heló la piel… hasta que lo vi volver.
Salió cubierto de sudor, la respiración entrecortada, los puños enrojecidos, casi desgarrados.
Pero estaba entero.
Entero y furioso.
—¡Samuel, qué hiciste! —
mi voz era apenas un hilo—.
Nos podemos meter en un problema.
Él se agachó frente a mí, tomándome de los hombros con una suavidad que contrastaba con la violencia que acababa de desatar.
—Lo habría matado si era necesario —
susurró con una calma peligrosa—.
Pero ahora lo único que importa eres tú. Vamos al hospital. Te van a revisar.
No tuve fuerzas para discutir.
Apenas asentí.
El camino fue un borrón:
luces que se mezclaban en la ventana, mi respiración pesada, las manos de mi hermano aferradas al volante como si lo fuera a romper.
No hablaba, solo conducía con furia.
Al llegar a urgencias, todo fue movimiento rápido:
batas blancas, preguntas atropelladas, la camilla que me alejaba de él.
Sentí un miedo distinto, uno que no venía de Pablo ni de sus amigos, sino de la crudeza de lo que estaba viviendo.
—Está en shock —
escuché a alguien decir.
Luego vinieron los exámenes, las preguntas que se repetían, las luces demasiado brillantes.
Y finalmente, los uniformes azules.
La policía.
Me senté en una silla, temblando, mientras relataba entre pausas y lágrimas lo sucedido.
Cada palabra era una daga, cada detalle un recordatorio de lo que me habían robado.
Aun así, lo dije todo.
Tenía que hacerlo.
Cuando terminé, vi a Samuel al otro lado de la sala.
Estaba de pie, con los puños vendados, observándome.
Sus ojos seguían ardiendo, pero detrás de esa furia había algo más:
culpa, impotencia, y sobre todo, amor fraternal.
Él no necesitaba hablar.
Yo tampoco.
Sabíamos que esa noche nos había cambiado para siempre.
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