Capítulo 4

-Quiero competir en la carrera estadual-, le dije a Matthias Bill. Él era el dueño de la escudería Rayo azul. Lo encontré esa mañana en su autódromo, a la salida de la ciudad, donde entrenaban sus pilotos. Tenía seis carros y dos de ellos participarían en la prueba más importante del estado. Bill era un tipo desgarbado, gastado por los años, de mala cara y feo modales. Escupía cuando hablaba y tenía mal aliento porque no se lavaba la boca. Toda su vida la había dedicado a los autos. Su padre había sido campeón nacional y su abuelo era animador en los rallys y era una figura venerada en el deporte de los fierros. Todo lo que ganaba como comerciante de autopartes lo invirtió en su autódromo y en sus carros y consiguió auspicios y se asoció a importantes sectores automotrices, ganando muchísimas carreras. Ahora era súper millonario.

  A Bill le dio risa lo que le dije. Me miró de pies a cabeza y se entretuvo largo rato mirando mis ojitos. -¿Quién truenos eres, jovencita?-, me preguntó riéndose de mis pelos largos, mis manitas pequeñas mis ojitos chiquitos y mi cuerpo escultural, coloreando sus mejillas y haciendo brillar sus ojos.

   -Marcela Smith, he competido en kartismo, he ganado algunas carreras, he sido tercera en Fórmula Tres, me han hecho reportajes en los portales del internet-, le conté, dándole los recortes de los diarios con mis triunfos. Yo pensaba que él lo sabía y me conocía, al menos en foto. Mi nombre estaba impreso en algunos periódicos, y mis victorias en el kartódromo aunque no eran muchas,  estaban colgadas en las webs de videos  Matthias intentó escarbar algo en su cabeza pero le fue imposible. No me reconocía, en realidad no le interesaba.

  -Manejar un kart no es lo mismo que un carro de Fórmula Uno-, estaba Bill, sin embargo, de buen humor y se mostraba entre irónico e incrédulo. Eso me molestó mucho.

  -Ya le he dicho que he competido en Fórmula Tres, tengo experiencia en las pistas, quizás no soy famosa ni una gran campeona pero he competido profesionalmente-, inflé mi pecho con orgullo.

   -¿Y has ganado?-, no dejaba Bill, sin embargo su sonrisa sarcástica, haciéndome mofa.

   -Fui una vez tercera, ya le dije-, junté los dientes. Él quería hacerme perder los papeles.

   -Ah, sí, tercera, en fórmula tres, ajá, sí me dijiste-, se desilusionó Bill, limpió sus manos en su overol y se dispuso a marchar dejándome con la palabra en la boca. Eso me enfureció aún más. -Es usted un malcriado, al menos despídase o dígame no-, le reclamé indignada, dando un gran bufido.

   -Vente mañana a las seis en punto, quiero verte-, fue lo que me dijo él, marchándose caminando con dificultad, igual si fuera un velero a la deriva,.

  Quedé boquiabierta con la sangre subiéndome a chorros al cráneo, mi corazón empezó a tamborilear eufórico metido en mi pecho y después de calibrar bien lo que me había dicho el tal Bill, me puse a brincar como una loca, sin importarle la mirada sorprendida de los mecánicos que colmaban los talleres de autódromo de Bill reparando y poniendo en buenas condiciones a los bólidos de la escudería Rayo azul.

  Al día siguiente llegué puntual al autódromo, llevando mi casco, mi overol y mis guantes.  Dejé mi carro en el parqueo y fui a la pista de carrera. El día recién despertaba, hacía frío, todo estaba oscuro y ya había un intenso hormigueo de los mecánicos llevando ruedas, herramientas, movilizando bidones y cargando motores. Bill estaba en un palco cerca a la pista, fumando una pipa. Me vio y me hizo un gesto con las manos pidiendo que me acercara. Lo quise saludar dándole los buenos días pero no me dejó. -Sube al bólido siete, anda-, me ordenó. -¿Perdón?-, quedé desconcertada. Matthias se incomodó.  -Maneja el bólido siete, el verde ese, quiero verte-, me hizo un gesto con sus manos para que fuera. -¿Doy una vuelta?-, estaba nerviosa. -Lo que puedas, hijita, sube y maneja, nada más-, se incomodó.

   Un tipo estaba llenando de  combustible el bólido siete Me puse el overol, el casco, los guantes. -Bill dice que lo maneje-, trastabillaba yo con mis nervios.

   -¿El siete? ¿Estas segura?-, se alzó atónito el  sujeto.

   -Es lo que me dijo Bill-, le reiteré.

   -Pero el siete es un toro bravo, un rinoceronte, no podrás manejarlo-, estaba el tipo  atónito y perplejo.

  El sujeto, de inmediato llamó a otros fulanos y entre todos ellos sacaron a rastros el carro y lo pusieron en la pista de carrera, luego el mismo fulano ayudó a sentarme frente al timón, me ató bien las correas y me reemplazó el casco. -Este tiene un micrófono, cualquier problema que tengas me lo dices, soy Robert-, me dijo el mecánico. Él estaba demasiado desconcertado y atónito. Otro hombre se rascó los pelos. -No podrá dar la curva-, le advirtió a Robert.

   -Son órdenes del jefe-, masculló el tal Robert. Parecía ser el jefe de ellos. Él mismo encendió el motor. -No vayas muy de prisa, frena un poco en la curva, la recta anda normal, mira siempre los controles, no aceleres para nada-, me  recomendó. Yo asentía con la cabeza.

  Entonces pisé el acelerador y salí destellante por la pista. Yo ya había conducido, muchas veces bólidos de Formula Tres  y me eran habituales los padales, el timón, las curvas y las rectas, sin embargo, como me advirtió Robert el siete era un bisonte indomable, desobediente y terco. De repente se desbordó por la pista de carrera y pretendió hacer eses, saliéndose a la vereda, tuve que esforzarme al máximo para controlarlo y girar hacia los lados y evitar que el carro derrape o vuelque. Las llantas chirriaron y del escape salió un humo intenso, muy tupido y asfixiante.- Robert descolgó la quijada y el otro tipo siguió rascándose la cabeza igual si buscara petróleo en su cráneo. -Te lo dije, esa chica no podrá con las curvas-, estaba con su rostro hecho una pasa. Bill en cambio mordía su pipa y no perdía detalle de lo que yo hacía.

    Tuve que dar el giro en forma precipitada y enderezar el timón, una vez que recuperé la pista y enfilar a más velocidad para evitar que el carro derrape. El siete era un auto de velocidad plena, un monoplaza hecho para romper la barrera del sonido pero su propio peso, bastante endeble y ligero, mal calibrado, lo tiraba a los costados en las curvas. Para evitar eso, entonces,  bajaba la velocidad, como me recomendó Robert y no lo forzaba, dejando que el bólido haga lo suyo: devorar las pistas.

   Cuando retomé la recta, Robert y los otros fulanos empezaron a dar hurras y vítores, a saltar como canguros. -¡¡¡Eso, preciosa, eso!!!-, los escuchaba chillar por los parlantes del casco.

  Di hasta cinco vueltas al circuito sin derrapar ningún instante. Entusiasmada y satisfecha me detuve en los pits. Robert corrió a ayudarme. -¡¡¡Domaste al siete!!! ¡¡¡Eres toda una campeona!!!-, me dijo haciendo brillar sus ojos. Yo me reía eufórica y festiva, balanceándome a los lados. Todos miraron entonces a Bill. Él tan solo alzó el pulgar. Fue suficiente. ¡¡¡Había aprobado mi prueba de fuego!!!

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