Capítulo 3

  Todos los chicos del barrio tenían bicicletas y se la pasaban dando vueltas por el parque, compitiendo entre ellos, riéndose, haciendo malabares, toda suerte de evoluciones y corriendo a gran velocidad por las pistas, desafiando a los carros, riendo y pasándola bien. A mí no me gustaban. Yo quería manejar un bólido de carrera y emular a los grandes pilotos que veía en la televisión. Las chicas se burlaban de mí cuando les hablaba de ir a toda velocidad por las pistas, pulverizando la barrera del sonido. -Tú nunca podrás ser una campeona-, me decían riéndose de mis sueños e ilusiones.

  Los muchachos del barrio hacían competencias de ciclismo todos los domingos en el parque. Apostaban la inscripción para correr. La chica o el chico que ganaba se llevaba una buena suma porque solían apuntarse entre treinta y cuarenta pedaleros. La pasaban de maravillas, compitiendo pero a mí no me llamaba la atención, como les digo. Prefería quedarme en casa, viendo en la televisión las carreras de autos abrazada a mi padre.

    Estaba tan obsesionada con el automovilismo que dibujaba con mucho cuidado, sin descuidar detalle alguno, usando lápices y colores,  carritos de carrera en mis cuadernos del colegio. En los recreos leía en mi móvil sobre los resultados de los grandes premio y me la pasaba viendo, embobada, los videos de las competencias mientras mis compañeros hablaban de las carreras de bicicleta y se desafiaban unos a otros.

   -Antes de manejar un bólido, primero debes aprender a manejar bicicleta. Es como los bebés. Primero gatean y después caminan-, me dijo el profesor de matemáticas cuando me sorprendió  dibujando con mucho cuidado un carro de carrera.

   -Yo quiero ser piloto-, le confesé azorada. La bicicleta no me llamaba la atención porque no rugía ni lanzaba fuego por un tubo de escape ni chirriaba las llantas.

   -Pero es un primer paso, señorita Smith, dominar la velocidad requiere ir de a pocos, es igual que las matemáticas. Primero aprendes a sumar, luego a multiplicar y finalmente a resolver fórmulas-, me dijo, dejándome boquiabierta.

  Papá tenía una bicicleta antigua arrumada en la cochera, enmohecida incluso y sin cadenas. Mi padre me daba bastantes propinas cuando sacaba buenas notas y yo siempre obtenía excelentes calificaciones, así es que contaba con un dinerito suficiente para arreglar la bicicleta de papá. Lo llevé donde un mecánico. -Uy, preciosa, ¿dónde sacaste eso? ¿de un museo?-, estalló el mecánico en risas.

   -Es de mi padre-, estaba yo azorada.

   -Te lo voy a modernizar, ponerle cambios, hacerlo más aerodinámico, pero te va a costar-, me dijo sin dejar de reírse.

   Una semana después y luego de darme muchos coscorrones queriendo aprender a manejar la bicicleta, por fin logré dominarla e iba y venía por el parque, disfrutando del aire acariciando mis mejillas, pedaleando con mucho estilo, bien sujeta a los manubrios y sacándole provecho a los cambios que le había puesto el mecánico.

   Estuve casi un mes entrenando y entrenando, dominado la bici hasta que me convertí en una experta.

   Entonces, ese domingo participé en la carrera de bicicletas. Todos los muchachos voltearon a verme sorprendidos y anonadadas, admirados de mi bicicleta, viéndome con mi casco, coderas y rodillas, dispuesta a ganar. -Somos mejores que tú, Marcela. mejor vuelve a tu casa, vas a quedar última-, me dijo uno de ellos y los otros rieron a todo pulmón. Yo no le hice caso, al contrario alcé mi naricita, pagué mi inscripción y me puse en la línea de partida, lista para dar pelea por el jugoso premio.

   Un chico obeso era el juez y era también la caja de las apuestas. Él recolectaba los pagos para participar y se lo daba al que resultara primero, también daba la partida y certificaba, en la llegada, al ganador. Después que vio que todos estábamos en línea, listos para partir, se subió con mucha dificultad a un muro y agitando su pañuelo blanco con el que se sonaba los moquitos, gritó a todo pulmón, ¡¡¡¡yaaaaaa!!!!,  iniciándose la gran carrera en el parque.

   En efecto los otros chicos eran duchos y pedaleaban perfectos, pero yo había entrenado bastante, sufrí un millón de raspaduras en codos y rodillas, me golpeé otras tantas veces que me volví un as del deporte de  la dos ruedas. Rápidamente los fui superando y me puse en primer lugar.

   El chico ese que me dijo que me volviera ala casa y que no iba a ganar, viéndome adelante del pelotón, me empujó y me tumbó. Caí aparatosamente, y me volví a  golpear lastimándome los codos. Todos los otros chicos rieron y siguieron de largo. Ninguno se detuvo a ayudarme

   En condiciones normales me hubiera puesto a llorar, pero tenía tanto coraje de que me hayan empujado, que me levanté de prisa y volví a subir a la bicicleta y reanudé la carrera, ésta vez más impetuosa que antes, pedaleando con mucha fuerza, corriendo con tanta ira, que no solo recuperé las distancias, sino que pasé de largo a los otros chicos,  incluso al que me empujó, y convertida en un rayo, los dejé atrás, muy atrás, y gané la carrera con una ventaja considerable.

   Me puse a saltar contenta y a bailar que ni cuenta me daba que tenía las rodillas ensangrentadas y los codos raspados, Pero yo no tenia dolor, solo quería bailar y bailar, muy sexy y sensual, a despecho de mis cortos diez añitos, moviendo las caderas, lazando mis pelos al aire, haciendo eles con mis manos, mientras los otros chicos refunfuñaban, vociferaban y estaban furiosos por haberles ganado, con tanta ventaja y recuperándome después de haberme caído tan aparatosamente.

  -¿Viste, Marcela? primero se gatea, luego se camina-, escuché de pronto, la voz del profesor de matemática. Él había visto la carrera. Me volví con mi carita de duchada de sudor y pintada de fiesta por mi gran triunfo. El  maestro pasó la magna por mi frente. -Estoy seguro, Marcela, que, con ese temple que tienes, serás la campeona del mundo de Fórmula Uno-, me dijo riéndose.

   Esa experiencia en el parque marcó definitivamente mi vida.

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