La Sombra De Ashfall

La Sombra De Ashfall

Capítulo 1

El sol de Ashfall se derramaba sobre los campos dorados, tiñendo el horizonte de ámbar y promesas. Para Cecil Kaeldron, cada rayo era un eco de su corazón, radiante y lleno de una esperanza que se sentía tan vasta como el propio cielo. A sus diecinueve años, la vida era una sinfonía de días alegres, risas compartidas y la dulce anticipación de un futuro tejido con hilos de amor.

Hija de los Duques Roric Kaeldron y Briar, Cecil había crecido en el seno de una de las familias más influyentes de Ashfall, su ducado sirviendo como el baluarte occidental del reino. Los Kaeldron eran conocidos por su lealtad inquebrantable a la corona y por la belleza inusual de sus jardines, donde las flores más raras florecían incluso en los inviernos más crudos. Cecil misma era una extensión de esa belleza, con una gracia natural y una bondad innata que la hacían querida por todos, aunque a veces, su confianza en los demás la volvía algo ingenua.

Su mundo giraba en torno a dos ejes: su familia y Lysander Vyktoris, el joven rey de Ashfall. Desde niños, sus destinos parecían entrelazados. Compartieron juegos en los patios del palacio, secretos susurrados bajo los viejos robles y sueños forjados bajo la luz de las estrellas. El amor floreció entre ellos con la naturalidad del agua buscando su cauce, profundo y sincero. Sus padres, al igual que el consejo real, habían aprobado su compromiso, viendo en esa unión no solo el amor verdadero, sino también una estabilidad política que aseguraría la prosperidad del reino. Ashfall, aunque pacífico, era consciente de la sombra que proyectaba su vecino del norte: el imponente reino de Ironpeak, conocido por sus recursos bélicos y su ambición.

Un día en particular se grabó a fuego en la memoria de Cecil: la mañana en que Lysander partió hacia Ironpeak. Una delegación había llegado con noticias alarmantes: Ironpeak, bajo la mirada de su rey expansionista, estaba acumulando tropas en la frontera. La amenaza era inminente, y la única esperanza para Ashfall residía en la diplomacia. Lysander, con el peso del reino sobre sus jóvenes hombros, había prometido a Cecil que regresaría, que harían lo que fuera necesario para proteger a su pueblo. Él le juró que nada cambiaría entre ellos. Ella se aferró a esas palabras como a un salvavidas en un mar de incertidumbre.

-No te vayas, Lysander - murmuró Cecil, su voz apenas un susurro ahogado por el nudo en su garganta. Sus dedos trazaron suavemente la línea de su mandíbula, sintiendo el calor de su piel.

-Sabes que debo ir, mi Cecil. El futuro de Ashfall... de nuestro pueblo, de nuestro futuro, depende de ello - Lysander tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella. Su mirada era una mezcla de determinación férrea y una vulnerabilidad que rara vez mostraba -. Haré todo lo que esté en mi poder para asegurar nuestra paz, para que podamos construir el reino que soñamos.

-Lo sé. Siempre lo has hecho, pero el miedo...

Él la atrajo hacia sí, abrazándola con una fuerza que la hizo sentir a la vez protegida y frágil. Su barbilla descansaba sobre su cabeza, y ella podía sentir el latido de su corazón contra su mejilla.

- No hay nada que temer, amor mío. Nada cambiará entre nosotros, pase lo que pase - se separó un poco, solo lo suficiente para mirarla a los ojos, con una intensidad que le robó el aliento -. Escúchame bien, Cecil Kaeldron. Mi corazón te pertenece y siempre lo hará. Eres mi luz, mi reina, mi único amor. Juro por los cielos y por la tierra de Ashfall que, aunque el mundo se ponga patas arriba, mi amor por ti es eterno e inquebrantable. No importa la distancia, ni los obstáculos, ni las pruebas que puedan venir. Tú eres mi destino.

Las palabras de Lysander eran un bálsamo para su alma, una verdad tan profunda que resonó en cada fibra de su ser. Un atisbo de esperanza, puro y dulce, floreció en su pecho. Ella levantó una mano y acarició su mejilla, la promesa reflejándose en sus propios ojos.

-Y yo, Lysander Vyktoris - respondió Cecil, su voz clara y firme a pesar de la emoción que la embargaba -, te juro que mi corazón es tuyo y solo tuyo. Esperaré por ti, mi rey, mi amor. No importa cuánto tiempo pase o qué sombras intenten separarnos. Te esperaré y sé que regresarás a mí.

Se inclinó, y sus labios se encontraron en un beso que selló su promesa, un juramento silencioso bajo la atenta mirada de la luna. Era un pacto de amor eterno, forjado en la víspera de la incertidumbre, una promesa que ambos creyeron, con todo su ser, que el tiempo y la adversidad jamás podrían romper.

Las semanas que siguieron fueron una agonía. Cartas esporádicas llegaban, vagas y llenas de preocupación. La tensión en Ashfall era palpable. Los rumores de la fuerza militar de Ironpeak, de sus legiones de guerreros de acero y sus fortalezas inexpugnables, corrían por las calles. El temor a la aniquilación se hacía más fuerte cada día. Los Duques Kaeldron, Roric y Briar, intentaron tranquilizar a su hija, pero la preocupación en sus ojos era un espejo de la propia angustia de Cecil.

Y entonces llegó la noticia: Lysander regresaba. La alegría barrió Ashfall como una ola, disipando el miedo, al menos por un momento. Cecil se vistió con su vestido más hermoso, el corazón desbordante de felicidad. El día del regreso de su amado, su prometido, su rey, había llegado. Se unió a la multitud en las calles principales de la capital, cada fibra de su ser ansiosa por verlo, por sentir sus brazos de nuevo.

Los gritos de la gente se intensificaron a medida que el carruaje real aparecía a la vista, tirado por caballos cubiertos de galas. Las banderas de Ashfall ondeaban orgullosas, y el sol brillaba sobre el escudo real. Cecil extendió una mano, sus labios listos para pronunciar su nombre, sus ojos fijos en la figura que descendía.

Pero el aliento se le atascó en la garganta. No estaba solo, una mujer alta y rubia, ataviada con las ricas vestiduras de Ironpeak, bajó del carruaje de la mano de Lysander. La corona de su reino brillaba en su frente, Orlaith. Los murmullos de la multitud, antes de júbilo, se transformaron en un zumbido de confusión, luego en un silencio aturdido. El rostro de Lysander, al encontrarse con el de Cecil, era un lienzo de tormento y resignación. Él era su rey, y había regresado, pero no como el hombre que se había ido.

En ese instante, el mundo de Cecil se resquebrajó, la promesa de amor, la esperanza de su futuro, todo se hizo pedazos bajo el peso de una verdad innegable. Lysander había regresado, pero lo había hecho como un hombre casado. Y ella, Cecil Kaeldron, solo podía observar cómo la sombra de un destino cruel comenzaba a caer sobre Ashfall, y sobre su propio corazón.

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