William apagó la pantalla y dejó caer el mando con fuerza sobre la mesa. Había visto todo. Tensó la mandíbula mientras apretaba los puños. ¿Así que su pequeña quería verlo?
Claro que lo vería.
Gruñó, echando la cabeza hacia atrás en su sillón de cuero. Luchaba contra el impulso de levantarse, cruzar esa puerta y tomarla… sin restricciones, sin pausas. Como había deseado hacerlo durante los últimos cuatro años. Día tras día.
Tal vez para el mundo fuera un enfermo. Tal vez lo era. Por desear a una criatura como ella: pura, intacta, tan ajena a la podredumbre de la que él formaba parte. Una perla blanca, brillante… y tentadora.
Un monstruo. Eso era. Uno que no podía dejar de imaginar lo que sería mancharla. De tenerla. De hacerla suya hasta que no quedara rastro de inocencia.
Y aun así… su instinto más primitivo exigía protegerla. Alejarla del peligro. Incluso de sí mismo, si era necesario.
La primera vez que la vio, fue a través de la mira de su rifle. Su maldita perdición. Bastó un pequeño aumento para verla de cerca, aunque estuviera a una distancia segura. Cerca… pero inalcanzable.
Frente a él, estaba una criatura demasiado frágil para ese mundo. Su piel, blanca como leche recién vertida, parecía no haber tocado nunca el sol. El cabello negro, largo y liso, caía sobre sus hombros como una sombra suave, enmarcando un rostro pequeño de líneas delicadas. Y los ojos… un par de gemas verde esmeralda, amplios, incapaces de mentir. Había algo en ella que desentonaba con el escenario: dulzura, inocencia, y una belleza callada que no buscaba llamar la atención, pero lo hacía sin esfuerzo.
Y lo supo. No necesitó más que una fracción de segundo a través del visor para entenderlo. Ella no pertenecía allí. No era solo diferente: era una grieta luminosa en medio del barro. Un error de universo. Demasiado blanca, demasiado limpia, demasiado intacta. Como un ángel que había caído en la zona equivocada del infierno. Y algo en él —algo que odiaba reconocer— se tensó al verla.
No fue deseo. No fue ternura. Fue una obsesión fría, silenciosa, irracional. La clase de obsesión que se mete bajo la piel sin pedir permiso. Esa día debía matarla, pero no apretó el gatillo. Porque ella no tenía idea del lugar en el que estaba. Caminaba como si el mundo aún tuviera salvación.
Era pura. Demasiado pura. Y él… demasiado oscuro. La simple visión de ella lo irritó. Lo descolocó. Porque cada centímetro de su cuerpo parecía gritar que no pertenecía al mundo que él controlaba. Y aun así, no pudo dejar de mirarla.
Y desde entonces, no dejó de hacerlo.
Sólo debía apretar el gatillo dos centímetros. Solo eso. Y la tendría muerta, desangrándose a los pies de su padre. Habría sido el comienzo perfecto para la venganza que tanto tiempo había planeado.
James, su hermano, insistía por el auricular. «Hazlo ya», repetía. El momento era perfecto. La ejecución limpia. Justa.
Y sin embargo… no disparó.
Se quedó ahí. Mirándola. Observando cómo le sonreía al mismo hombre que él más odiaba. Tendría que haberla despreciado también. Debería haber apretado el gatillo.
Pero no lo hizo.
Fue su punto débil.
Su obsesión.
Era suya.
Solo suya.
La puerta del despacho se abrió. James entró, su presencia cargada de rabia. No necesitaba hablar; su ira era evidente.
—¿La has traído? —preguntó William con la mirada fija en él.
—Sí. La he traído.
James se pasó una mano por el cabello, desordenando su peinado impecable. Luego caminó hacia la mesa, se desabrochó el primer botón de la camisa y se sirvió un whisky. Lo bebió de un solo trago, sin decir nada más.
Luego de unos segundos, siguió hablando.
—William, ¿qué dijimos? Quedamos en que la traerías solo cuando todo terminara. Cuando nuestro plan estuviera cerrado, entonces podrías traerla. Sabes que su presencia aquí es un cebo. No tardarán ni tres días en darnos caza. Y si eso pasa, arriesgarás a toda la familia. Solo por tu maldita obsesión con esa niña.
—No es obsesión —respondió, cortante.
James lo miró con incredulidad.
—¿Y qué es entonces? Estuviste cuatro años tras ella, investigando cada movimiento, cada detalle. Por ella hemos estado estancados, atrapados en una pausa absurda.
Se levantó, exhalando con desdén.
—¿Y por qué crees que la he traído?
—Haz los honores —dijo James con ironía, acercándose.
—Alejándola de él, nadie podrá interferir en lo que viene —aseguró William.
—Hermano, es la hija de Frederick Jackson, el bastardo que nos destruyó. ¿De verdad crees que después de lo que harás ella se rendirá ante ti? La sangre no perdona. Ella querrá venganza. Y tú la metes aquí, en nuestra casa. ¿Quieres vivir con esa bomba de tiempo?
William resopló, la ira contenida como un animal enjaulado. Tomó el mando y encendió la pantalla. Los sollozos de Bella llenaron el cuarto. Se veía diminuta, encogida, y su lado más oscuro deseaba hacerla llorar, pero por razones muy distintas.
—¿Crees que ella nos hará daño? —preguntó con voz helada, apagando la pantalla—. No es como su padre.
James suspiró, cansado.
—¿Qué vas a hacer con ella? ¿Encadenarla? ¿Usarla? ¿Cuál es tu maldito plan?
William apretó la mandíbula, sin necesidad de palabras. El amor era un veneno para los débiles, una mentira que él nunca creería. Era un asesino, un frío y calculador depredador que no se arrodillaba ante nada ni nadie.
«Por ella no apreté el gatillo», le recordó su mente, esa maldita verdad que quemaba. Que ella fuera su punto débil era un tormento. Tener algo que perder era la peor de las debilidades.
La tomaría, la poseería, hasta saciar ese deseo enfermizo. Solo entonces podría convencerse de que nada más existe para él.
—Será mía.
—¿Te casarás con ella?
—No.
—Las reglas son claras. Si no te casas con ella, cualquiera puede matarla.
William se pasó la mano por el cabello con impaciencia.
Maldita sea.
—El tío, mamá y Ximena llegan en unos días. No aceptarán esto. Y no dudo que quieran hacerla desaparecer. Ya sabes cómo es mamá. No tendrá piedad. No es como yo.
—Esa mujer no tiene cabida en este entierro —dijo con desprecio, tomando su saco y dirigiéndose a la puerta.
—Hermano —lo llamó James—. ¿La vas a dejar encerrada en esa habitación? Pensé que no tardarías en ir, junto a ella.
—Tengo asuntos que atender. El trabajo no se hace solo. ¿Quieres encargarte tú de todo?
—No, claro que no.
William le dio un golpe leve con el saco, una mueca dura que pretendía ser una sonrisa. James respondió con una sonrisa forzada.
—Relájate. Después de una semana fuera, lo primero que haces es venir a pelear conmigo. Tu mujer y tu hijo te esperan. Déjame con lo mío. Todo estará bajo control.
James se calmó, sus rasgos suavizándose un poco. Estar con los suyos era lo único que le daba algo de paz. Vivir en la mira, en la sombra, acechados por la muerte... solo sobrevivían por astucia. Nada más.
Caminando por el pasillo, se cruzó con Arianna.
—Cuñado, necesito decirte algo...
Lo interrumpió sin mirarla.
—Lo sé. Quiere verme.
Ella frunció el ceño, sorprendida un instante, luego negó.
—¿Nos vigilabas? ¿Y ahora qué harás?
—Trabajo primero. Tendrá que esperar.
—¿La dejarás ahí todo el día? Se romperá. No entiendes lo que es estar atrapada tanto tiempo.
—No está en un sótano ni en una celda. Está en una habitación con lo mínimo que necesita, puede descansar —respondió, seco.
—Es una niña, William. Asustada. Tienes que ser menos rígido. Creí que cambiarías al tenerla aquí.
—¿Cambiar? ¿Por ella? —entrecerró los ojos, la voz gélida—. No.
—Sí, enamorarte, sentir algo real. Estuve con ella un rato. Es pura, no conoce la maldad. Tú necesitas eso, alguien que te recuerde que existe la bondad.
—No la traje para que me dé lecciones de humanidad, Arianna. No necesito ni psicólogos ni salvadores.
—No dije eso —dijo ella, exasperada—. Sabes lo que quiero decir.
—Y yo sé que no funciona conmigo.
—¿Ni siquiera vas a verla?
—Déjalo, cariño —intervino James desde detrás—. Está ocupado.
Arianna miró por encima del hombro y vio a James. Corrió hacia él, lo abrazó con urgencia.
—¿Cuándo llegaste? —besó su mejilla, aferrándose a él como si fuera su ancla.
—Ahora. Estaba con...
—Conmigo —completó William, suspirando con desdén—. Y me voy antes de que me dé un infarto con tanta cursilería.
—Claro... —respondió Arianna con ironía—. Te veré dentro de poco.
Al entrar al parking subterráneo, William se detuvo. A unos metros, las voces rompían la quietud como un zumbido molesto. Ryan; su primo, discutía. Por otra parte, su socio Sebastian lo escuchaba con esa sonrisa burlona que solo él podía mantener intacta mientras alguien estallaba delante de su cara.
William no aceleró el paso. Avanzó con calma, con ese andar que nunca hacía ruido, pero lo llenaba todo. Frío. Letal. Como la presencia de un depredador que no necesita mostrarse para que el resto sienta la amenaza colgando sobre el cuello.
Ryan lo vio aproximarse, pero no calló. La ira le hervía en los ojos. Sebastián, recostado sobre el capó de un coche negro, seguía con los brazos cruzados y una expresión de diversión maliciosa.
–No esperaba encontrarte aquí, Ryan –dijo William, sin emociones, sin prisa.
–Vine a dar el parte. Hice el trabajo –respondió Ryan, alzando la barbilla.
William detuvo su paso. Su expresión no cambió. Ni una ceja se movió. La mirada, sin luz, se fijó en él.
–¿Qué trabajo?
Ryan tragó saliva. Dudó un segundo, pero se irguió como si de verdad creyera que estaba a su altura.
–El contacto de Praga. Me encargué de él.
Sebastián soltó un pequeño silbido, divertido.
–Uy... eso no estaba en el menú del día –murmuró como si hablara de un plato de restaurante–. ¿Te lo mandó el chef o improvisaste el platillo?
William no dijo nada. Ni se giró hacia él. Ni hacia Ryan. Solo respiró, una vez, lento.
Luego... cambió. No fue un movimiento visible. Fue una tensión en el aire. Como si el frío se condensara en torno a él. Como si la sombra en su rostro se volviera más densa.
Cuando habló, lo hizo con una voz que parecía surgir del fondo de una cripta.
–¿Lo mataste?
–Sí. Se acabó el juego. Era una pieza de riesgo. Lo neutralicé.
Silencio.
William dio un paso. Solo uno.
Pero fue como si toda la estructura del estacionamiento se inclinara hacia él.
–Ese contacto nos conectaba con el cierre de la operación más larga de esta década. Solo tú, en tu estupidez infinita, podrías pensar que eliminarlo sin contexto nos haría ganar terreno. Lo vigilábamos. No lo tocábamos.
–Quería demostrar que estoy a la altura –espetó Ryan–. Siempre fui tu sombra. Hasta para mi padre. Siempre tú. Tú, tú, tú…
–Y por eso hiciste algo que nadie te pidió. –William ladeó ligeramente el rostro, como si contemplara a un insecto que consideraba aplastar. Ni odio, ni desprecio. Solo desdén absoluto–. Tu ambición huele a desesperación. Y eso, en nuestro mundo, te convierte en un muerto andante.
Sebastián se estiró como un gato, relajado.
–A mí me pasa cuando mezclo whisky con ego –intervino con un gesto pensativo–. Acaba mal para el hígado, y para la dignidad.
Ryan giró hacia él, irritado.
–¿Tú te callas algún día?
–Cuando me disparan, sí. Pero aún no me das motivos. Aunque vas en buen camino.
–¿Sabes qué? –Ryan volvió a mirar a William, el rostro rojo, la voz rota por la furia contenida–. Si me sacas de esto… te vas a arrepentir.
Silencio.
El ambiente se volvió más pesado que el cemento.
William se acercó. Ya no caminaba. Cazaba.
Cuando estuvo a apenas un palmo de Ryan, inclinó la cabeza muy levemente, observando su rostro como si buscara la línea exacta donde hundir una hoja.
–¿Eso fue una amenaza?
Ryan palideció. Retrocedió un poco.
–No. Yo solo...
–Cállate.
La palabra cayó como una losa. William no gritaba. Nunca lo hacía. No necesitaba volumen. Tenía algo mucho más letal: presencia.
—Si respiras cerca de mi red… si susurras un nombre que no deberías… si tan solo piensas en mover un dedo hacia algo que me pertenece…
Se inclinó apenas, como si compartiera un secreto oscuro.
—No solo desaparecerás. Te voy a arrancar de la faz de esta tierra de forma tan brutal que ni el infierno sabrá dónde poner tus restos. No quedarán cenizas. No habrá trozos reconocibles. Solo sangre empapando el suelo, y el recuerdo eterno del error que fue provocarme.
Sebastián silbó otra vez, bajito, como quien admira una obra de arte.
–Poético, como siempre.
William se fue. Sin mirar atrás. Como una sentencia dictada.
–Vámonos –ordenó.
Sebastián se encogió de hombros, lanzándole una última mirada a Ryan antes de seguir a su socio. Ryan se quedó allí. Quieto. Como si cualquier movimiento pudiera hacerlo estallar en pedazos.
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Comments
Lina Montoya Blanquicett
interesante !!! me enganche vamos a ver hasta que punto este hombre oscuro,callado, y mal genio llega
2025-08-26
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Rôciô RM
Esas palabras hasta las senti en mi oido jajaja /Sob//Joyful//Joyful/
2025-08-28
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Lina Montoya Blanquicett
ya me entró la intriga...
2025-08-26
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