...Victor:...
El hospital olía a desinfectante y ansiedad contenida. El tipo de ambiente donde nadie habla demasiado alto, pero todos sienten que algo puede romperse en cualquier momento. Caminábamos por el pasillo mientras las luces frías nos bañaban de sombras. Elena estaba débil, pero entera. Romina apenas se mantenía consciente, resistiéndose a caer.
Y yo… yo solo seguía adelante. Como si todo mi cuerpo aún esperara otra emboscada.
Pero entonces lo vi.
Al fondo del pasillo. Una figura encorvada en una silla de ruedas. El tiempo le había ganado terreno en el rostro, pero sus ojos seguían siendo los mismos. Fuertes. Inconfundibles.
Mi padre.
Me detuve en seco. Seis meses sin saber de mí. Seis malditos meses en los que lo único que supieron de mí fue… un dedo.
Y ahí estaba. Con vida. Viéndome como si no creyera lo que estaba mirando.
—Víctor… —susurró. Su voz era baja, herida. Como si pronunciar mi nombre doliera más que aliviar.
Me acerqué sin decir nada. Cada paso era un golpe directo al pecho. Lo vi temblar al levantar la mano. No supe si era por la emoción o por la enfermedad. Tal vez ambas.
—Pensé que… —titubeó— pensé que realmente te habían matado.
No contesté. ¿Qué podía decirle? Que estuve a punto de convertirme en un cadáver más. Que enviaron mi dedo como advertencia. Que el resto del cuerpo nunca llegaría.
Sus ojos bajaron entonces, como si no pudiera evitarlo. Y lo notó.
Mi mano derecha.
El dedo que faltaba.
No dijo nada. Solo apretó los labios con una mezcla de rabia, impotencia y ese tipo de dolor que no necesita palabras.
Yo tampoco hablé. Dejé que lo viera. Que entendiera todo sin que se lo explicara.
Me arrodillé frente a él, como cuando era niño y me regañaba por romper algo. Pero esta vez no había regaños. Solo un silencio que pesaba demasiado.
—Perdón, papá.
Su mano, temblorosa, se apoyó en mi mejilla. La piel de sus dedos era más delgada, pero seguía reconociendo su fuerza. Su amor intacto, aunque yo mismo hubiera dudado de merecerlo.
—No me pidas perdón por sobrevivir, hijo.
El nudo en mi garganta era como un disparo sin salida.
—No podía contactarlos. Si lo hacía… ustedes estarían muertos también.
—Lo sé —asintió, con los ojos vidriosos—. Lo que hicieron contigo… yo… yo no sé cómo sigues de pie.
—Porque aún tengo cosas por las que luchar. —Mi voz salió más firme de lo que esperaba.
Él soltó una pequeña risa ahogada. Me observó como si viera por fin al hombre en el que me convertí.
—Siempre pensé que eras fuerte, Víctor. Pero ahora lo veo con claridad. Lo eres más de lo que jamás imaginé.
Me puse de pie. Lo miré una última vez, intentando tragarme todo lo que quería decirle. No era el momento. No aquí.
—Volveré luego. Tengo que estar pendiente de Romina y Elena.
Asintió, aunque no disimuló el dolor de verme marchar otra vez.
—Te esperaré. Esta vez, no voy a dejar de hacerlo.
Le di una palmada en el hombro, la más cercana que pude permitir a un abrazo. Y caminé de regreso al caos de mi presente, con el alma partida… pero por primera vez, con un trozo que volvía a su lugar.
...****************...
No sé en qué maldito momento se volvió imposible dejar de pensar en ella.
Romina.
Desde el instante en que abrió los ojos en esa cama del hospital con más carácter que muchos hombres que he mandado callar con una sola mirada. Desde entonces.
No se desmoronó. No lloró. Ni una puta queja.
Tenía marcas en el cuello, heridas en los brazos, una contusión en la cabeza, y aún así lo primero que hizo fue preguntar por Elena. Por mi hermana. Como si su propio dolor no contara. Como si ella no acabara de tirarse sobre una bala para evitar que la mataran.
Me enteré por Paolo.
“Se interpuso”, dijo él, sin adornos. Que el disparo iba para Elena, pero que ella, sin pensarlo, se había lanzado a desviar el arma. Que Franco la empujó contra una roca con tanta fuerza que creyeron que no se levantaba. Y aún así, cuando despertó… estaba lista para seguir peleando.
Una maldita pesadilla de mujer.
Una parte de mí quiso decirle algo. ¿Qué? No lo sé. ¿Gracias? Suena demasiado débil. ¿Bien hecho? Muy escaso. ¿Estás loca? Tal vez lo más preciso.
Pero no dije nada. Solo entré, la vi acostada, pálida pero con esa mirada que todavía te desafía a perder el control, y le hice un comentario cualquiera. Sarcasmo. Mi escudo. Porque si no lo uso, empiezo a pensar en sus ojos verdes y en lo que sentí cuando la vi tirada en el suelo.
Y eso, no me lo puedo permitir.
Después vino la cabaña. El encierro. Las noches en vela. El sonido de su voz al discutir todo. Esa maldita seguridad suya. Cómo cuestionaba todo lo que decía, como si no le importara un carajo quién soy. Como si me estuviera midiendo cada vez que me hablaba. Y a veces… como si le gustara lo que veía.
Yo no soy estúpido.
Sé reconocer la tensión cuando está. Y entre nosotros, se siente como pólvora seca.
Pero también sé fingir que no me afecta. Sé cómo apagar el fuego en la mirada. Porque si no lo hago, Romina se vuelve un problema más. Uno que no puedo darme el lujo de tener. No ahora.
Me siento orgulloso.
No de ella. Eso sería demasiado simple.
Orgulloso de haberla visto en su peor momento… y saber que ni siquiera así se quebró. Que lo que otros subestimarían por su cara bonita o su forma de caminar, yo ya lo vi. Lo que esconde detrás.
Fuerza. Lealtad. Rabia.
Y si algo he aprendido en este mundo, es que las personas así son peligrosas.
Pero maldita sea… cuánto me gusta ese tipo de peligro.
...****************...
Desde que entré a esa casa, supe que no debía quedarme demasiado tiempo. El aire olía a algo que no conocía bien: familia, paz… pertenencia. Y a eso no tengo derecho.
Había una rica comida. Nada ostentoso, pero bastaba. Era para nosotros, para los que salimos vivos. Paolo incluso estaba ahí. Yo me quedé cerca de la ventana, con la vista siempre en la puerta. Hábitos adquiridos.
Romina se sentó justo frente a mí. Cómo no. Tenía esa mirada encendida, lista para pelearme si respiraba mal. Y lo peor… es que me gustaba.
Entre risas ajenas, ella empezó a hablar de lo que habíamos vivido. No tardé en meterme.
—La hubiesen visto, casi me mata —dije, señalándola con un gesto que no ocultaba mi burla.
—Bueno, si te disparaba a ti, al menos esperaba que la bala atravesara a ambos —respondió, tan rápido y filosa como siempre. Todos se rieron.
Yo también… un poco. Porque sí, casi me dispara. Y todavía la encontraba fascinante.
—Fue muy difícil sacar a mi hermana de ahí contigo. No hacías caso —le dije, sin filtro. Recordé cada momento de tensión y desobediencia suya, como si estuviéramos jugando a sobrevivir con reglas distintas.
—Fui la mejor compañera que pudiste tener —respondió entrecerrando los ojos. Orgullosa. Insoportable. Brillante.
—Sobre todo cuando te dije que no salieras del elevador sin que yo te dijera. ¿Pero qué fue lo primero que hiciste?
—Bueno, pero todo salió bien, ¿no? —se defendió con esa sonrisa peligrosa, que no sabía si quería besar o borrar.
Antes de que se me notara demasiado, Elena nos interrumpió:
—Bueno ya, los dos fueron fantásticos. De no ser por ustedes yo no estaría aquí y mi bebé tampoco.
Romina sonrió con satisfacción. Yo… volteé los ojos. No porque no me importara. Todo lo contrario. Pero nadie tenía que saber cuánto me dolía pensar que pude haber perdido a mi hermana. O a Romina.
—Yo estoy muy feliz, porque después de mucho tiempo estoy con mis dos hijos —dijo nuestro padre, y lo miré.
Se veía más fuerte. Más entero que la primera vez que lo vi en el hospital. Tal vez por fin tenía algo de lo que siempre quiso. Tal vez yo.
Tomó la mano de Elena y ella le sonrió. Eso me apretó el pecho. Porque yo sabía que no iba a poder quedarme mucho más. Aún no estaba fuera de ese mundo. Y si me quedaba… los arrastraría conmigo.
—Nosotros también tenemos una noticia que darles —dijo Reachel, rompiendo la quietud.
—¿Ya les diremos? —preguntó Santos.
—Sí, ya estamos todos aquí reunidos —le susurró ella. Se alcanzó a oír.
—¿Decirnos qué? —preguntó Elliot.
Santos tragó saliva, nervioso.
—Bueno pues… Estoy embarazada —dijo Reachel con una sonrisa radiante.
Todos nos quedamos en silencio. Yo también.
—¡Felicidades! —dijo Romina de inmediato, sincera.
Los demás se levantaron, abrazaron, sonrieron. Yo brindé, claro. Pero algo en mi interior seguía ausente. Porque si todo iba bien… yo no iba a estar ahí para ver crecer a mi sobrino.
—Hija, será un gran reto estudiar, la presidencia y ser mamá —comentó su madre.
—Lo sé, mamá —respondió Reachel, segura.
—Reachel puede con eso y más, lo sé —intervino Romina otra vez.
Yo rodé los ojos. No por lo que dijo. Sino por lo que no quería admitir que sentía cuando hablaba.
—Gracias, Romina, pero sí será una gran carga. Por lo que he decidido cederle un tiempo la presidencia a mi esposo —agregó Reachel, sorprendiendo a todos—. Solo el tiempo que dure estudiando arquitectura. Y en la vicepresidencia pienso proponer a Romina ante la junta de socios.
Romina se quedó pasmada.
—Después de nosotros, es la socia más involucrada en la empresa. Así que por este tiempo me gustaría que fuera de esta manera.
—Sí, acepto —respondió Romina de inmediato.
Y entonces alzamos las copas.
Yo me uní, claro. Pero en mi mente ya estaba empacando. Porque lo mío no era eso. No era el brindis, ni la calma. Lo mío era la ausencia. Por ahora.
Y Romina… Romina era justo lo que no debía desear.
Pero ahí estaba. En el lugar que se sentía como hogar.
Y yo, con las maletas invisibles listas, sabiendo que tenía que marcharme otra vez.
...****************...
Me detuve en la puerta, con el abrigo colgado del brazo y los hombros tensos. Elena estaba sentada junto a papá, hablándole mientras sostenía su mano. La luz del atardecer les daba un aire casi irreal, como si fueran parte de un recuerdo que aún no había vivido.
Ella me vio primero.
—¿Te vas ya? —preguntó sin moverse, pero con los ojos bien clavados en mí.
Asentí.
Ella se levantó enseguida, caminó hacia mí sin decir nada más, y me envolvió en un abrazo fuerte, como lo había hecho muchas veces desde que éramos niños. Como cuando la vida no dolía. Como cuando el silencio era más elocuente que cualquier palabra.
Y yo la abracé también. Sin resistirme. Sin contenerme.
—¿Es algo peligroso? —murmuró contra mi pecho.
—Sí.
—¿Cuándo vuelves?
—No lo sé.
Elena alzó la mirada hacia mí. Había preocupación, pero también aceptación. Sabía que me iba aunque no quería. Sabía que, si estaba decidido, no había vuelta atrás.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
—No hay otra opción.
Se le humedecieron los ojos. La abracé otra vez, con más fuerza, como si el contacto pudiera decirle lo que no era capaz de prometerle.
—Solo… vuelve —susurró—. No me dejes con otro hueco que no pueda llenar.
Me separé de ella con suavidad y me volví hacia papá. Sus ojos estaban fijos en mí, firmes, viejos, pero aún con esa chispa de acero que siempre tuvo. Me incliné para abrazarlo también. Su cuerpo temblaba, pero me sostuvo con ambas manos.
—No me digas adiós, porque no pienso permitirlo —dijo, firme.
—Entonces digamos… hasta luego.
Él asintió, sin sonreír.
Me giré para salir. No dije más. No hacía falta. Ellos sabían que algo en mí ya estaba en otro sitio. Y yo… ya no podía mirar atrás.
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 45 Episodes
Comments