...Romina:...
Ya había pasado casi media hora sin que la trajeran de vuelta.
La puerta se cerró de golpe detrás de ellos cuando se la llevaron. Dos tipos grandes, sin mediar palabra. Ni siquiera me miraron. Me empujaron para quitarme del medio. No pude hacer nada.
No supe más. No dijeron a dónde. No la trajeron de regreso.
En la mañana, solo entraron con una charola. Un plato. Solo para mí. Ni siquiera lo tocaron. Eso me encendió todas las alarmas.
Y antes de eso, el maldito del Violador de Bolat y malnacido de Franco, entraron. Por las palabras as que Franco le dijó a Elena, puedo imaginar un poco de lo que iban a hacerle.
Y cuando finalmente la puerta volvió a abrirse, sentí que la tensión me subía hasta la garganta.
Víctor entró primero. El mismo andar altivo. La misma cara impenetrable. Pero algo en sus ojos estaba diferente. Atrás de él, otro tipo más joven, moreno, ceño fruncido, los ojos moviéndose como si esperaran un disparo en cualquier momento.
—¿Dónde está Elena? —preguntó Víctor, sin rodeos.
Solté el aire con fuerza.
—No lo sé. Se la llevaron hace horas. Solo vinieron dos tipos, ni siquiera dijeron a dónde. Solo se la llevaron.
El otro sujeto me miró con el ceño aún más fruncido. Víctor se tensó. Caminó por la habitación, de un lado a otro, como un lobo encerrado. No me quitaba los ojos de encima.
—¿Y no viste nada más? ¿Nadie dijo nada? —insistió.
—Nada. Solo sé que esta mañana trajeron comida… para mí. Solo para mí. —Mi voz se quebró un poco sin querer, pero me obligué a mantenerla firme—. No dijeron su nombre. Ni siquiera la mencionaron.
El suejeto dio un paso adelante. Lo miró a él. Después a mí.
—¿Crees que la bajaron al nivel subterráneo? —preguntó, pero no fue a mí. Fue a Víctor.
Él no respondió de inmediato. Cerró los ojos un segundo, luego apretó la mandíbula.
—Si no está aquí, y no se la llevaron arriba… —murmuró, más para sí mismo—. Sí. Es probable.
—¡Ese lugar…! Ese lugar no es una clínica. Sabes perfectamente lo que hacen ahí abajo. ¡No puedes permitirlo!
Víctor lo fulminó con la mirada, pero el sujeto no se achicó. Lo encaró como si se le fuera la vida en ello.
—¿Tú crees que no lo sé Ferid? !Es mi hermana, joder! —escupió Víctor, golpeando la pared con el puño cerrado.
Yo me quedé en silencio. Todo dentro de mí era ruido.
—Entonces debemos hacer algo —le dijo Ferid entre dientes—.
El silencio se hizo más pesado.
Víctor no respondió. Pero su mirada fue suficiente.
Y eso lo cambiaba todo.
Los vi intercambiar miradas. Algo no dicho pasó entre ellos. Víctor no necesitó muchas palabras, pero su compañero —Ferid, creo que lo llamó antes— lo entendió de inmediato. Lo vi tensarse, tragar saliva con rabia, como si estuviera a punto de romper algo. O a alguien.
—Ve por el coche —ordenó Víctor, sin levantar la voz—. El negro. Motor encendido, salida norte. Te explico el resto en cinco.
Ferid soltó una maldición en voz baja y negó con la cabeza. No estaba de acuerdo, pero no lo contradijo. Solo lo miró como si le costara no hacerlo. Finalmente, salió de la habitación dejando la puerta entornada.
Me quedé observando a Víctor. Caminaba de un lado a otro, el ceño fruncido, los labios apretados, como si en su cabeza ya se estuviera ejecutando un plan que aún no había compartido conmigo. Me molestaba no saber, pero más me inquietaba ese gesto en su rostro: mezcla de culpa, furia y urgencia.
—¿Qué planeas? —pregunté sin rodeos.
Se detuvo. Me miró. Por un segundo, parecía dudoso, como si considerara no decírmelo. Pero al final se acercó, lento, y me habló bajo, solo para mí.
—Nos vamos de aquí.
—¿Cómo que “nos vamos”? —dije en automático—. ¿A dónde?
—A donde ya no estén bajo el control de esos malnacidos.
Me tensé. No por miedo. Por lo que sus palabras significaban. Huir. Traicionar. Romper con todo.
—¿Y Elena? ¿Sabes dónde está?
—Lo sospecho. —No me dio detalles, pero no necesitaba más. Había un brillo diferente en sus ojos. Determinación. Furia contenida.
—¿Y si nos descubren? ¿Si nos matan en el intento?
—Entonces será por intentarlo.
Me quedé en silencio un momento. Aquel hombre, que horas antes parecía un maldito sin alma, ahora estaba dispuesto a enfrentar a toda su maldita organización por sacarnos de aquí. Por salvar a su hermana. Por sacarme a mí.
Y algo en mi pecho, muy a mi pesar, se estremeció.
—¿Qué necesitas de mí? —pregunté, alzando la barbilla.
Él sonrió apenas. Una sonrisa de guerra.
—Que no me cuestiones. Y que corras cuando te lo diga.
Asentí.
—Hecho. Pero si muero por tu culpa, voy a venir a jalarte las patas.
—Tendrás que alcanzarme primero —dijo, y se giró hacia la puerta.
Y por primera vez desde que llegué a este infierno… sentí que tal vez, solo tal vez, teníamos una oportunidad.
...****************...
El olor a desinfectante era fuerte, casi irreal. Como si intentaran ocultar algo peor. Lo primero que vi al bajar las escaleras fue un pasillo frío, blanco, clínico… demasiado clínico para un maldito hotel. Como si el infierno tuviera quirófano.
—¿Qué es este lugar? —pregunté en voz baja, observando los armarios con batas, guantes, mascarillas.
Víctor no respondió. Solo me miró de reojo, sacó dos juegos de ropa quirúrgica de un casillero metálico y me lanzó uno.
—Póntelo. Encima de tu ropa. Todo. Bota, bata, cofia, mascarilla. Sin preguntas.
—¿Vamos a disfrazarnos de enfermeros ahora?
—Si quieres salir viva y sacar a mi hermana de aquí, sí.
No discutí. Me moví rápido. Me puse la bata quirúrgica sobre mi ropa, ajusté la cofia como pude y coloqué la mascarilla. Me sentía como en una pesadilla médica.
Mientras tanto, él ya estaba casi listo. Traje cubierto por completo, guantes puestos. Su rostro oculto bajo una mascarilla quirúrgica, pero los ojos igual de filosos.
Sacó un arma de la parte baja de su espalda, la revisó y la aseguró de nuevo contra su cuerpo, bajo la bata.
—¿Siempre te armas para una cirugía? —pregunté con sarcasmo.
—No planeo operar, Romina. Planeo sacar a Elena de aquí. Y si alguien se interpone, planeo hacerlo sangrar.
Tragué saliva. Lo decía en serio. Cada palabra. No era una figura del lenguaje.
—¿Sabes dónde puede estar?
—Hay tres habitaciones al fondo. La del centro está siempre cerrada. Si la tienen ahí, será en esa. —Me miró directo—. Tú vas delante. Camina como si pertenecieras aquí. No hagas contacto visual con nadie. Si alguien pregunta, improvisa. Si suena una alarma… corres.
—¿Y tú?
—Disparo.
Asentí. Ya no había vuelta atrás. Estaba a punto de caminar hacia el mismísimo centro de una pesadilla quirúrgica criminal… disfrazada de enfermera y con el tipo más peligroso que había conocido como escolta.
Una parte de mí temblaba. Pero no retrocedí.
Ni una maldita vez.
...****************...
Corríamos en silencio. Yo sentía el sudor frío bajarme por la espalda. Y entonces, la vimos.
Elena. Sedada. En una camilla. Un doctor a punto de hacerle… no quería imaginarlo.
—¡Dejen de hacer lo que están haciendo! —bramó Víctor, entrando como una tormenta.
Nadie reaccionó.
—¡Que dejen de hacer lo que están haciendo dije! —gritó de nuevo.
Yo fui directa a la camilla. Le arranqué el suero con manos temblorosas, le toqué la cabeza.
El doctor quiso interceptarnos. Víctor le disparó en la frente. Frío. Sin dudar.
—¿Alguien más se va atrever a oponerse? —preguntó, rabioso. Las enfermeras sólo negaron, con ojos desorbitados.
—Vas a estar bien —le susurré a Elena.
—¿Lista? Será un camino largo y difícil hasta la salida —me dijo Víctor.
—Lista —mentí. Porque no lo estaba. Pero igual lo haría.
Elena murmuró, apenas audible:
—No puedes dormirte ahora, te necesitamos despierta —le exigió él.
—Será difícil llevarla en la camilla, llamará más la atención —le dije.
—Trata de ponerla de pie —ordenó.
Lo intenté. Su cuerpo se me resbaló como trapo mojado.
—No puede levantarse.
—Ni modo, así la llevaremos —gruñó.
Los pasillos parecían más largos con cada paso. Cada sombra era una amenaza. Cada sonido, un disparo que aún no se había hecho.
Un enfermero nos interceptó.
—¿Quién es esta paciente?
—Se pospuso su cirugía —respondió Víctor con seguridad tensa.
—Allá atrás se escucharon unos ruidos raros ¿Qué fue?
—No tengo idea —fingió.
—Yo me llevaré al paciente —dijo el tipo, caminando hacia la camilla.
Víctor no dudó. Le golpeó la nuca con la culata del arma. El cuerpo cayó seco. Lo empujamos a un lado.
Y entonces, la alarma.
Lo que faltaba.
Ese maldito chillido que ponía los nervios a mil.
Comenzamos a correr.
Nos siguieron. Víctor disparaba con precisión militar. No erraba un solo tiro. Cambiaba el cargador sin perder ni un segundo.
Cuando las balas se acabaron, peleó. Cuerpo a cuerpo. Rápido. Imparable.
Pero uno lo agarró por la espalda. Lo asfixiaba. Yo no pensé. Tome un arma del suelo, apunte y dispare.
Milagrosamente el tiro dio justo donde quería.
Un disparo certero. El sujeto cayó.
No podía creerlo, había matado a un hombre.
—Estás loca, pudiste matarme —me gritó Víctor, aún jadeando.
—Pero no lo hice —repliqué, respirando con fuerza. Y era cierto.
El elevador se abrió.
—Gracias —susurró Elena, débil.
—¿Cómo saldremos de aquí? —pregunté.
—Tengo alguien afuera que nos está esperando —respondió él.
—Eso si alcanzamos a llegar.
—Cuando las puertas se abran no salgas del elevador hasta que yo te diga —dijo—. Iremos por la izquierda.
Pero apenas se abrieron las puertas y empezó el tiroteo… salí.
Me adelanté. Ya quería estar fuera.
—¿A dónde creen que van? —dijo un sujeto, bloqueando el paso.
Me tensé.
—Te dije que esperaras —me regañó Víctor. Cuando habia disparado y el cuerpo del tipo se desplomó en el suelo.
—Vi el camino libre y decidí adelantarme.
—Y ahora ves las consecuencias —dijo, señalando el cuerpo.
Rodé los ojos. Seguimos.
Salimos. Ferid ya nos esperaba. Afuera, cuerpos tirados. Víctor había previsto todo.
—¡Aj! Creí que no podrían salir de ahí —exclamó Ferid.
Víctor me pasó un arma.
—Ten, dispara a cualquiera que veas salir por esa puerta.
Mientras subían a Elena, me quedé apuntando. Vigilante. Temblando.
Unos tipos se acercaban, y yo disparé.
Esta arma era más potente, dio varios disparos a la vez y aunque le di a uno, me tiro al suelo, dándole a ventanas y de mas.
— Bien hecho. — Me dijó Víctor cuando vio que le di a los que estaban más cerca.
Ambos chicos después de subir a Elena, comenzaron a disparar.
Subí y después subieron ellos.
Elena murmuró:
—Romina, no podemos dejarla.
—Tranquila nena, aquí vengo contigo —le dije y me bajé el cubrebocas.
Ella me reconoció. Y luego lo vio a él.
—Si me ayudaste.
—Siempre serás mi hermanita —respondió con una sonrisa que no ocultaba el dolor.
—¡Ah, no quisiera interrumpir su momento, pero tenemos compañía! —avisó Ferid.
—Nos están siguiendo —dijo Víctor, mirando atrás—. No detengas el auto, no es una opción.
Marcó.
—No me siento bien —murmuró Elena.
—Está bien Elena, solo respira —le guié el ritmo, respirando con ella.
—Paolo, necesitamos ayuda, estamos siendo perseguidos —dijo Víctor al teléfono.
—¿Acaso los descubrieron?
—No, es sólo que tuve que hacer un escape de emergencia.
—Háblame claro Víctor. Nececitaba que estuvieras ahí.
—Estos infelices secuestraron a dos chicas y una de ellas es mi hermana. No podía dejarlas.
Silencio. Y luego:
—¿Las chicas se llaman Elena y Romina?
Nos miró. Respondió:
—Sí.
—Traten de llegar a la cabaña. Hay armas suficientes. Llegaremos pronto.
—Bien, de acuerdo.
—¿Tu hermana está bien?
—Sí. No puedo dar muchos detalles ahora.
Cortó.
Las balas comenzaron a llover.
—Están por alcanzarnos, abre la ventana —ordenó a Ferid. Víctor se asomó y disparó. Dio justo en el auto que venía más cerca. El impacto fue brutal.
—Eres un maldito con la mejor puntería que he visto —dijo Ferid.
Pero aún venían más.
Giramos hacia un camino de tierra. Violento. Polvoso. Difícil.
Cuando llegamos a la cabaña, bajamos a Elena. Entramos. Cerramos. Sellamos.
Víctor y Ferid comenzaron a sacar armas. Armas como si fueran herramientas de cocina. Naturales. Rutinarias.
Yo me quedé junto a Elena, pero sabía que, si volvían por nosotras… no iba a correr.
Iba a disparar.
Y esta vez, no iba a fallar.
Romina Corjan.
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