...Victor:...
Me mantuve apartado, observando desde la esquina del pasillo. Quería ver con mis propios ojos lo que traían. Dos mujeres, una de cabello cstaño-rojizo, me recordó a alguien, más delgada, y la otra… la otra no era la rubia que esperaba.
Ambas fueron empujadas al salón principal. El lugar no ayudaba a calmar el ambiente: era como un viejo hotel venido a menos, todo rojo, dorado, sofocante. El ambiente estaba cargado. Y no solo por la tensión.
Entonces la vi bien.
La mujer que no estaba en los planes. Alta. Morena. De curvas fuertes y andar altivo. Elegante, incluso despeinada. Y un cabello ondulado que caía como si fuera la parte más libre de ella. No bajó la mirada al entrar. Observó a todos como si fuera ella quien decidía quién tenía derecho a vivir.
No sabía quién era, pero algo en mi interior se crispó.
—¿Quién es tu jefe? —preguntó la otra mujer.
Entonces uno de los hombres, Beneck, le cruzó la cara con el dorso de la mano. El golpe me sonó en el estómago. No supe por qué.
Y ella —la morena— no se contuvo. Le escupió en la cara. Beneck estalló.
—¿Qué carajos te pasa? —gritó, tomándola del cuello.
Ella lo miró directamente. Sin pestañear. Como si no tuviera miedo a morir.
—¡Suéltala, por favor! —rogó la otra mujer.
Entonces la reconocí. No por la voz, no por el rostro. Por cómo dijo “por favor”. Solo alguien que había tenido que rogar antes lo decía con ese tono. Mi sangre se congeló.
—Ya suéltala, Beneck —dije. Mi voz salió más dura de lo que pensaba.
El tipo la soltó. Ella cayó tosiendo, la otra mujer se agachó a ayudarla. Beneck aún refunfuñaba.
—Estas malditas ya me tienen harto.
—¿O será que has perdido el toque con las mujeres? —respondí con sorna, acercándome.
Entonces ella me miró. Elena.
Elena. Mi hermana.
El mundo se detuvo. El aire se volvió pesado. Ella estaba aquí. Viva. Y yo… yo había permitido esto.
Pedí a todos que salieran.
—¿Qué diablos haces aquí? —pregunté con voz rota.
—Vi… Víctor —susurró ella. Su rostro era un poema de shock y dolor.
—¿Elena, lo conoces? —preguntó la morena.
—Es… mi hermano —respondió ella. Yo no podía dejar de mirarla.
—¿No estaba muerto? —preguntó la otra.
—Eso creí —dijo Elena, aún paralizada.
El resto de las voces se volvieron un zumbido.
Yo no sabía que la mujer que habían atrapado era ella. Juro por todo que no lo sabía. Me pasaron descripciones vagas: una rubia, una castaña, embarazada, no me dijeron nombres. Solo que debía asegurarme de que no escaparan hasta que el contacto llegara.
El corazón me latía con fuerza. ¿Cómo había permitido esto?
—Genial, tal vez nos pueda explicar por qué estamos aquí —espetó la otra, con sarcasmo.
Me giré hacia ella.
—Cuidado con cómo me hablas —dije, más para recuperar el control que por otra cosa.
Ella me observó de arriba a abajo, sin miedo. Incluso con asco.
—¿Qué? ¿Qué me ves?
—No deberías estar aquí —le advertí.
—¡Oh! ¿En serio? Qué amable —me lanzó, con el veneno más elegante que había oído.
—Es la segunda vez que te lo digo. A la tercera no será así.
Se cruzó de brazos, orgullosa. Y no me contestó. Pero tampoco se rindió. Su silencio era un desafío.
—¿Dónde está la rubia? —pregunté.
—¿Cuál rubia? —dijo Elena.
—La que debía venir contigo —expliqué, tratando de sonar neutral. Mi mente aún intentaba procesar lo que acababa de descubrir.
—¿Tú sabías que iban a traerme aquí? —preguntó Elena, rota.
—Me encargaron retener a dos personas. No sabía que eras tú, lo juro. Me dijeron una rubia y una castaña o rojiza. Nada más. Tú… tú no deberías estar aquí.
La morena bufó.
—Genial. Tenían que traer a Reachel y ahora estoy yo atrapada.
No me gustó el tono con que lo dijo. Como si esto fuera un juego donde se sorteaba el castigo.
—¿Quién eres tú? —pregunté.
—No es tu maldita incumbencia —disparó. Sus ojos verdes brillaban como cuchillos.
Elena me miró, como esperando algo más. Una explicación. Una salida.
Pero yo no la tenía. Llevábamos mucho tiempo trabajando este golpe, mi libertad dependía de ello, cómo iba solo he charlo todo por la borda. Como podría traicionar a Paolo de este modo después de todo lo que hizo por mi.
—Olvídalo, Elena. Es un maldito cobarde —escupió la morena.
—Te lo advertí —dije, con los dientes apretados.
Me odié por eso. Pero no podía dejar que todos supieran cuánto me había afectado verla aquí.
Caminábamos por ese pasillo que parecía no tener fin, con sus paredes cargadas de rojo oscuro y dorados que le daban un aire antiguo y opresivo. Sentía las miradas de ellas clavadas en mí, pero también notaba algo diferente en la mujer morena que caminaba junto a Elena. Algo en ella me perturbaba, aunque no sabía qué.
Intentaba mantener la mente fría, concentrado en el objetivo: hablar con mi hermana, entender qué había pasado y mantener el control de la situación sin que mis hombres sospecharan nada. Pero dentro de mí, una inquietud crecía silenciosa.
Romina, la morena de ojos verdes, no apartaba la mirada, desafiante y tensa. Sentí que me evaluaba, y aunque no entendía por qué, su presencia me descolocaba más de lo que quería admitir.
No podía permitirme flaquear, pero tampoco podía ignorar ese extraño tirón que sentía hacia ella.
Cuando llegamos a la habitación, me aseguré de que no hubiera sorpresas. Tenía que protegerlas, incluso si no confiaban en mí, incluso si yo mismo dudaba de todo.
Mientras Elena se sentaba, mirándome con una mezcla de miedo y esperanza, mis ojos volvieron a buscar a Romina, intentando descifrar qué significaba ese choque inexplicable.
No sabía qué nos esperaba, pero algo me decía que esto apenas comenzaba.
Las regresaron a la habitación. Vi por las cámaras que no comieron. La morena no dejó de caminar de un lado a otro. Parecía una fiera enjaulada.
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El tipo estaba tirado en el suelo, jadeando y con el rostro desencajado por el miedo. Beneck no sabía quién era yo ni qué vínculo real tenía con esas mujeres, y eso le jugaría en contra.
—No sabía quién era —balbuceó, intentando justificarse—. Solo seguía órdenes.
Le agarré la mano con fuerza, levantándola frente a sus ojos.
—No importa a quién creas que golpeas —sentencié—. Nadie aquí debe tocar a esas mujeres.
Miré a los hombres que me acompañaban.
—Córtenle la mano. Quiero que aprenda lo que pasa cuando alguien levanta la mano contra ellas.
Beneck intentó suplicar, pero sus palabras se ahogaron en un grito cuando la mano fue cortada.
—Que esto sirva de advertencia —añadí, con frialdad—. Nadie vuelve a tocarlas sin pagar un precio muy alto.
Di un paso atrás, dejando que el silencio y el miedo llenaran la habitación, consciente de que ese era solo el comienzo.
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Más tarde, decidí intervenir.
Entré con dos hombres.
—Necesitamos hablar —dije.
—¿A dónde me llevan? — se resistió.
—Tranquila. Solo necesito hablar con mi hermana.
Uno de ellos quiso tocarla del brazo.
—¡Ey! No se les ocurra tocarla —ordené. Mi voz fue seca, fría.
No era por ella. ¿O sí?
La morena me miró confundida, pero no dijo nada. Se adelantó por el pasillo. Altiva. Imposible de ignorar.
Algo en mí sabía que esa mujer iba a ser un problema.
Y que ya lo estaba siendo.
—¿Y el otro sujeto? — sabía que mi hermana se refería a Beneck.
—Le están curando la mano que acabo de cortarle —dije.
—¿Qué? ¿Por qué? —me sorprendí.
—Fue el que te golpeó en el rostro, ¿no es así? —me señaló con la mano—. No alcancé a ver con qué mano te golpeó, por eso corté la mano con la que estaba ahorcando a tu amiga.
Me observo incrédula. Había algo en su mirada, como si el peso de lo que estábamos viviendo le estuviera consumiendo el alma. Aquel brillo en ella, aún estaba, pero no con la misma fuerza.
Me senté en una de las sillas de la habitación y tomé un trago del licor que había sobre la mesa, intentando calmar la tensión que me quemaba por dentro.
—Cuéntame, ¿cómo sabes que tu “querido” esposo Elliot en realidad se llama Franco? —dije con sarcasmo, cruzando una pierna.
—Lo supe al siguiente día de la boda —respondió.
Mientras ella me contaba la historia, mis ojos se oscurecieron con odio.
—¿Eso quiere decir que el hijo que esperas no es de él, sino de este otro sujeto que es Elliot en realidad?
—Sí, me enamoré de él y él me perdonó. Nunca sacó a la luz el falso matrimonio porque también se enamoró —confesó con voz temblorosa.
Resoplé con frustración. —Lo más seguro es que mi jefe me haya pedido raptarlas a petición de ese infeliz —dije, refiriéndome a Franco.
Maldita sea, cuando será el día que tenga de frente a ese par para matarlos.
—Temo por la vida de mi hijo —me dijo, apretando mis manos con fuerza.
Sentí el dolor en sus palabras. —El día que te casaste fue el día que todo cambió para mí —confesé, con la garganta seca.
Me dolía si quiera hacer alusión al infierno que pase.
—Lo lamento tanto, Víctor —dijo—, aunque traté de imaginar por lo que podías estar pasando, la verdad es que nunca sabré lo que realmente te pasó.
Quise desahogarme con ella, pero no pude, no podia simplemente aventarle esta carga.
—En verdad lamento no poder hacer nada por ti —le dije con frialdad—. Tú seguiste con tu vida sin importarte la mía. Ahora me toca a mí hacer lo que más me convenga.
No se si estaba dispuesto a renunciar a mi libertad, solo por ella. Por su hijo, por su familia, no lo sabía.
Vi cómo las lágrimas caían de sus ojos.
Yo, el hombre que la había protegido siempre ahora la estaba abandonando.
—Entiendo, no volveré a pedirte algo así —me dijo.
Me levanté y salí de la habitación.
...****************...
El amanecer apenas se asomaba cuando salí del pasillo con la mandíbula tensa. No había dormido. No después de saber que mi hermana estaba ahí… y que esa maldita mujer, Romina, también. Me había sacado de mis casillas con solo tres palabras. Jodida morena desafiante.
Y ahí venían. Caminando con ese andar de costumbre violenta. Franco. Bolat. Y detrás de ellos, como sombra sin voluntad, Elías Ferrara, “el arquitecto”. Pero no eran ellos los que me pusieron el estómago en un nudo. Era su destino.
No deje que me vieran o todo se iría por el caño.
La recámara donde estaban Elena y Romina.
Apreté los puños. Sentí cómo me ardía la garganta, como si cada paso de esos tres hacia la puerta fuera un puñetazo a la promesa que le hice a mi madre: cuidar a mi hermana. A mi familia.
Tragué el último sorbo de café. Frío. Amargo. Como esto. Como yo.
Me giré con brusquedad y tomé el camino contrario. Fui directo a la única puerta que podía cruzar sin romperle la cara a nadie. Toqué dos veces. Entré sin esperar respuesta.
Farid estaba dentro, limpiando una pistola. Alzó la vista y se tensó apenas al verme. Siempre estaba tenso. Desde que Paolo nos metió aquí, no habíamos tenido más que silencios estratégicos y palabras medidas.
—¿Qué carajo pasa? —preguntó sin rodeos al verme con la cara hecha piedra.
Cerré la puerta detrás de mí y solté el aire de golpe.
—Mi hermana está aquí —dije.
Él parpadeó. —¿Qué?
—Elena. La pelirroja. No tenía idea. No hasta que la vi. Y no solo eso. Está con otra mujer. Romina. Esa tampoco debía estar aquí.
Farid se levantó de golpe. —¿Estás diciendo que secuestraron a tu hermana?
Asentí.
—Franco y Bolat lo ordenaron, por eso tuvimos que mandar un maldito ejército hacerlo. Trajeron a Elena y otra chica que no debería estar aquí.
Farid se quedó en silencio unos segundos. Luego pateó la silla con furia.
—¡¡Esos malditos hijos de puta!! ¿Que piensas hacer? ¡¡No estarás pensando en traicionar a Paolo!! — Me reclamó.
Me quede callado.
— Por favor dime que no lo estás pensando ¡¡CARAJO!! — Me gritó.
—¡No se! —le grité, cerrando los ojos un instante—. ¡No puedo hacer nada sin que se venga abajo todo! Lo de Paolo, lo nuestro… ¡tú sabes lo que está en juego!
Farid me señaló con el dedo, temblando.
—Paolo nos salvó la vida, cabrón. Nos perdonó cuando nadie más lo habría hecho. Y tú… tú no puedes traicionarlo.
—¡Lo sé! —respondí con voz rota—. Lo sé mejor que tú. Pero no puedo dejarla. No puedo. Le prometí a mi madre que la cuidaría. Que nunca dejaría que nada le pasara.
Se hizo el silencio. Farid respiró hondo, tragándose su furia.
—Entonces estoy contigo —dijo al fin.
Me giré hacia él, sorprendido.
—¿Qué?
—No voy a dejar que lo hagas solo —añadió—. Pero tienes que pensar con la cabeza, Víctor. No puedes hacer que nos descubran. No puedo esperar a que nos ordenen abrir fuego contra ti. No voy a ser yo quien lo haga.
Lo miré. El nudo en mi pecho se apretó aún más. Pero asentí.
No era momento de fallar. Ni a mi hermana, ni a Paolo, ni a él.
—Entonces nos mantenemos firmes —dije.
—Hasta el final —respondió Farid, con los ojos igual de rotos que los míos.
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