Me siento en la orilla de la piscina todos es tan del lado hondo yo no, me gusta mi orilla además no se nadar no voy a ahogarme por gusto.
- Tus ojos son dos estrellas que iluminan el sendero oscuro- dice con voz poética Oliver mientras se sienta a mi lado.
- si con eso piensas conquistarme vas por mal camino- digo riendo.
- Hago el intentó de ganarme tu corazón y así me tratas- dice haciéndose el ofendido.
- considero que hay mejores métodos- el me sonríe risueño.
-Que tal, cuentame de ti no te volví a ver desde aquella mañana tan mal te cai- hace un puchero haciéndose el triste.
- Me caiste muy bien, es que no visitó mucho a mi hermano la verdad- me encogí de hombros.
- Pero no es a tu hermano que vas a visitar es a mi- me sonrie coqueto, la verdad es que tiene una sonrisa bastante conquistadora.
-Bueno en eso tienes razón.
- pero de verdad quiero sabes de ti, cuéntame.
Nos pusimos de hablar de todo y de nada y reímos mucho la verdad es que yo y oliver somos iguales tenemos el mismo sentido del humor y muchos gustos similares.
- Es que el arroz sabe mejor con ketchup.
- también el huevo- hace una cara como si lo estuviera saboreando.
Reímos y seguimos hablando .
Después de varios chistes malos, anécdotas tontas y opiniones intensamente polémicas sobre la comida (que si el arroz con ketchup, que si el cereal antes o después de la leche), hubo un pequeño silencio.
No fue incómodo, de esos en los que no sabes qué decir. Fue de esos silencios tranquilos, donde las miradas hacen más que las palabras.
Oliver me observaba, con una sonrisa pequeña, pero sus ojos estaban diferentes. Como si, de pronto, algo se le hubiera activado por dentro. Me miraba de esa manera en la que te sientes bonita sin estar arreglada. Y eso me descolocó un poco.
—¿Qué pasa? —le pregunté, mirándolo con curiosidad.
—Nada, solo... —hizo una pausa, rascándose la nuca—. Me estaba preguntando cómo alguien como tú puede ser tan ligera, tan divertida, y aún así tener esa profundidad en los ojos. Como si hubieras vivido muchas vidas.
Rodé los ojos, pero mi corazón latió un poco más rápido.
—Otra frase poética y te voy a tirar a la piscina.
—Estoy tentando mi suerte, lo sé. —Se rió—. Pero hablo en serio, Lia. Eres… una sorpresa.
Me mordí el labio, no sabía si reír, decir “gracias” o salir corriendo. Así que solo dije lo que salió.
—¿Tú sabes nadar?
—¿Ah?
—Sí, que si sabes nadar.
—Claro que sé.
—Perfecto. —Y sin pensarlo mucho, lo empujé directo al agua.
El chapoteo fue hermoso. Su cara de traicionado al emerger, aún mejor.
—¡Estás loca! —gritó mientras se quitaba el cabello mojado de la cara.
—Y tú eres demasiado cursi, necesitabas enfriarte.
Él nadó hasta el borde y me miró con una sonrisa torcida, esa que solo usan los que están tramando venganza.
—Estás en problemas, niña.
—No te atrevas —advertí, alejándome un poco, pero él ya estaba subiendo.
—Tú lo empezaste, Lia.
—Oliver, no—. Pero no terminé de decirlo cuando ya me había agarrado por la cintura y, en un giro rápido, me lanzó al agua.
Salí ahogada de risa, escupiendo agua y empujándolo.
—¡Estás muerto!
—Vale la pena morir así —respondió con una carcajada, tan cerca que nuestras risas se mezclaron, y nuestros rostros también.
Nos quedamos a escasos centímetros. Su frente casi tocando la mía. Mi respiración agitada, la suya también. Hubo un instante suspendido, donde no existía la piscina, ni la música, ni las risas del fondo. Solo él y yo.
Y aunque no pasó nada, lo supe: el juego estaba cambiando.
[...]
Después del baño improvisado en la piscina, nos secamos como pudimos con las toallas ajenas y nos metimos a la casa de la abuela Carmen. El olor a cloro y a sol pegado en la piel era inconfundible. La música seguía sonando afuera, pero ya la mayoría había dejado la piscina para sentarse a comer o a hablar en las mesas largas del jardín.
Me puse una sudadera grande de mi hermano, literal me llegaba a las rodillas, pero al menos estaba seca. Oliver también se había cambiado, llevaba una camiseta blanca y un short gris, su cabello aún goteando un poco le daba ese aire desordenado que, si fuera honesta, le quedaba demasiado bien.
—¿Sabías que íbamos a quedarnos a dormir? —le pregunté mientras me sentaba en el sofá de la sala. Él se sentó a mi lado, como si fuéramos piezas encajando sin pensarlo.
—En realidad, sí —respondió encogiéndose de hombros—. Pero ya ves… la cosa se extendió más de lo planeado, y no es buena idea conducir de noche, menos con medio grupo ebrio o con sueño.
—¿Y tú estás ebrio? —le dije mirándolo con una ceja alzada.
—Un poco ebrio de risa. —Sonrió—. Pero no, no he tomado casi nada.
—Qué responsable —dije irónica.
—Te sorprendería lo responsable que soy —respondió con una sonrisita peligrosa.
—¿Así de responsable como para contarme tu historia de vida?
—¿Y tú la tuya? —replicó rápido.
—Trato hecho —dije.
Y ahí, en ese sillón que olía a casa vieja, comenzamos a hablar.
De nuestras familias. De nuestras canciones favoritas. De las veces que hemos sentido que no encajamos. De las películas que nos hicieron llorar, de los libros que no terminamos, de lo que queremos hacer y de lo que no nos atrevemos a decir en voz alta. Fue de esas conversaciones que fluyen sin darte cuenta, que pasan del chiste al silencio cómodo, del sarcasmo a la sinceridad sin que nadie lo planee.
—Oye, ¿cuántos años tienes? —le pregunté mientras jugaba con el cordón de mi sudadera.
Oliver hizo una pausa. Lo vi tragar saliva antes de responder.
—Veinticuatro.
—Ah… —asentí sin más—. Pensé que tenías como veinte o veintiuno.
—¿Y tú? —preguntó.
—Diecisiete —respondí sin pensarlo—. Pero cumplo los dieciocho en diciembre.
Silencio.
Oliver me miró como si le acabara de decir que venía de otro planeta. Bajó la mirada por un segundo, se pasó la mano por la nuca. Algo en su cuerpo se tensó.
—¿Pasa algo? —pregunté al ver su cara.
—No, solo… no sé, es que pensé que eras mayor. Por cómo hablas, cómo piensas. No pareces de diecisiete.
—Eso ya me lo dijeron antes —dije sonriendo leve—. Igual, no pasa nada. Siempre me llevo mejor con personas más grandes que yo. Mi mejor amiga tiene veinticinco. No te preocupes, no me voy a volver loca por ti ni nada. Apenas te estoy conociendo, Oliver.
Él me miró de nuevo.
Y por un momento, pareció desarmarse por dentro. Como si no supiera si reírse, enojarse consigo mismo o simplemente suspirar.
—No deberías decir eso tan tranquila —dijo con voz más baja, como si hablara solo.
—¿El qué?
—Eso de que no va a pasar nada. Como si fuera tan fácil no querer algo contigo.
Me lo dijo sin mirarme directo, como si temiera mi reacción.
Y yo… yo simplemente me quedé callada. No porque estuviera incómoda, sino porque no entendía del todo lo que quería decir. Para mí, Oliver era divertido, agradable, alguien con quien me estaba llevando muy bien… pero no lo había pensado más allá.
—¿Quieres que me aleje un poco? —dijo de pronto, como si se estuviera anticipando a algo que yo no había dicho.
Negué con la cabeza de inmediato.
—No, Oliver. No estoy incómoda, ni molesta, ni nada. Solo… no estoy pensando en eso. Es todo tan reciente. Apenas nos conocemos.
Él asintió lento.
—Tienes razón —dijo—. A veces me dejo llevar.
Me apoyé en su hombro, tranquila, como si con eso le dijera “está bien”.
Y él no se movió. Solo se quedó ahí, conmigo. Respirando hondo.
No sabíamos qué éramos, ni qué estábamos construyendo. Pero por ahora, ese pequeño espacio en el sofá, en medio de una casa llena de gente dormida y risas apagadas, era más que suficiente.
[...]
La casa estaba en silencio.
Los únicos sonidos que se colaban eran los grillos afuera y el leve zumbido de algún viejo ventilador en el pasillo. Me había acostado hace horas, pero el sueño no llegaba. Daba vueltas en el colchón inflable que me tocó, y cada posición era peor que la anterior. Entre el calor, los pensamientos y la sensación rara en el pecho, decidí rendirme.
Me puse una sudadera y salí de la habitación en puntas de pie, como si no quisiera molestar al sueño de los demás. La casa de la abuela Carmen crujía con cada paso, como si ella misma también estuviera despierta.
Cuando entré en la cocina, lo vi.
Oliver.
Sentado en la mesita de madera, con un vaso de leche en la mano y una galleta mordida entre los dedos.
—¿No puedes dormir? —pregunté en voz baja.
Él levantó la vista y sonrió, suave.
—Me sentía observado. Resulta que era mi conciencia. —Hizo una pausa—. No, mentira. Tampoco podía dormir.
Me senté frente a él. Había una paz rara en la cocina a esa hora. Como si todo el mundo se hubiera detenido y solo existiéramos él y yo.
—¿Galleta? —me ofreció.
Tomé una sin decir nada. Masticamos en silencio.
—Es raro, ¿no? —dije al fin—. Cómo hay personas que pueden dormir con música, ruidos, calor… y hay otros, como nosotros, que no podemos ni con el silencio.
—No sé si es el silencio o todo lo que aparece cuando el ruido se apaga —respondió él.
Lo miré.
—Esa frase sonó como de alguien que ha pensado mucho últimamente.
—Sí. Últimamente pienso más de lo que debería —respondió, bajando la mirada.
Hubo un momento de calma. De esos incómodamente cómodos. Su presencia me resultaba natural, como si ya lo conociera de antes. Como si nuestro encuentro fuera una repetición de algo que ya habíamos vivido.
—¿Qué piensas? —le pregunté con voz suave.
—¿En general?
Asentí.
—Pienso que… cuando uno empieza a conocer a alguien, es como estar en una cuerda floja. Das pasos, midiendo si caerás. Y a veces, solo quieres correr… pero no puedes.
Me quedé en silencio.
—¿Tú piensas eso por alguien en particular? —me atreví a preguntar.
Él me miró.
—Sí —dijo—. Pero no se lo puedo decir.
Me clavó la mirada unos segundos. No había sonrisa esta vez. Solo una intensidad contenida, una tristeza ligera, como si llevara algo guardado en el pecho.
Yo no entendía por qué me dolía escuchar eso. No entendía por qué sentía que su respuesta me tocaba más de lo que debería.
—Yo tampoco puedo dormir —murmuré.
Él sonrió apenas.
—Ya me lo dijiste.
—No por eso. No duermo bien desde hace mucho. A veces me pasa que… tengo tantos pensamientos que me despierto cansada.
—¿Qué clase de pensamientos?
—Los que nadie ve. Los que escondo detrás de bromas y de mis gafas de sol enormes —respondí con una sonrisa tímida.
Él me miró con una ternura que no supe cómo manejar.
—No pareces tener diecisiete —susurró.
—Tú no pareces tener veinticuatro.
Y en ese cruce, otra vez, el silencio.
Pero no era incómodo. Era uno de esos silencios que dicen más que cualquier frase, uno de esos en los que uno siente cosas que no sabe nombrar.
—¿Sabes qué es lo más loco? —dije—. Que hay algo en ti que me hace sentir segura. Aunque apenas te conozco.
—Y tú me haces sentir que… que puedo reír sin culpa —respondió él.
Bajé la mirada. Algo dentro de mí se removió, como si algo quisiera nacer, pero yo no supiera si debía permitirlo.
—Mejor volvamos a dormir —dije, apenas en un hilo de voz.
Él se levantó, me tendió la mano para ayudarme. La tomé. Su mano era cálida.
Caminamos juntos por el pasillo. Cuando llegamos a donde cada uno debía irse a su cuarto, nos detuvimos un segundo.
—Buenas noches, Lia —dijo él.
—Buenas madrugadas, Oliver.
Y nos sonreímos como si fuéramos cómplices de algo que no estaba permitido, pero que nos hacía sentir vivos.
Nos fuimos a dormir.
Y, por primera vez en semanas, yo dormí bien.
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