Llegamos al edificio de Elías, un complejo medio moderno con ventanales enormes que, si no limpias bien, terminan viéndose como espejos sucios. Estacioné en la entrada y suspiré. El viaje se me había hecho eterno. Entre el calor, el hambre, el McFlurry que se me derritió en la mano y el silencio incómodo con Oliver... necesitaba paz.
Me bajé, fui directo a la mata decorativa. Esa bendita planta tenía más secretos que mi diario de cuando tenía catorce. La moví un poco y... ahí estaba: la llave, oculta bajo una piedra falsa.
—Una de estas noches le entran ladrones y ni se entera —murmuré, mientras volvía al auto.
—¿Todo bien? —preguntó Oliver, todavía medio dormido.
—Sí. Ya tengo la llave. Vamos.
Entramos al edificio, subimos al tercer piso. El ascensor olía a desinfectante barato y aire encerrado. Cuando llegamos al apartamento, metí la llave, empujé la puerta y...
Santo cielo.
Por poco y se me olvida lo asqueroso que es Elías.
Casi me caigo de espaldas con la escena: platos sucios por todos lados, una pizza vieja en la encimera, latas de cerveza apiladas como si fueran decoración, ropa tirada en el sofá, y un olor a humedad que atacó mis fosas nasales como si hubiera entrado a una cueva abandonada.
—¿Él vive así? —preguntó Oliver, deteniéndose en seco.
—Sí... —respondí con una sonrisa forzada—. Pero no te preocupes, no tienes que quedarte mucho rato en esta pocilga. Solo hasta que te acomodes.
—Perfecto —dijo, lanzando su maleta en el sofá... bueno, en lo que quedaba visible del sofá.
—El cuarto de Elías está al fondo a la derecha. Tiene aire acondicionado. Úsalo sin pena.
—Gracias, Lía —respondió, caminando como un zombie. Literalmente no llevaba ni dos minutos en pie desde el aeropuerto.
En menos de cinco minutos, Oliver ya estaba roncando como oso en hibernación. No me molestó. Pobrecito. Se veía agotado.
Me quedé en medio de la sala, observando el caos. Una cucaracha se asomó por debajo de una caja de pizza.
—¡Ay, no! —grité, agarrando una chancleta y dándole el golpe de su vida—. Esto no puede estar pasando.
Respiré hondo, me até el cabello, me subí las mangas y activé mi modo: hada de la limpieza.
Primero, levanté toda la ropa sucia que había por el suelo. Había hasta un pantalón interior tirado cerca de la nevera. ¿Qué hace un bóxer al lado de un yogur vencido? No quiero saber. Lo eché todo a la cesta.
Luego, los platos. Tenían capas. CAPAS. Era como escarbar arqueología doméstica. Me puse guantes, prendí música (suave, no iba a despertar al dormilón), y me puse a lavar como si mi vida dependiera de ello.
Después vino la parte difícil: la nevera. Tiré todo lo que no tenía forma, color ni razón de existir. Una gelatina había mutado. Ya era una criatura nueva.
Barrí, traspié, cambié las fundas de los cojines, lavé el baño (¡el baño! ¡una guerra campal!), y terminé encendiendo una vela aromática porque el ambiente pedía socorro.
Cuando terminé, el apartamento parecía otro. No perfecto, pero sí habitable. Me senté en el sofá (ahora limpio) con una botella de agua, viendo el ventilador del techo girar lentamente.
—¿Y ahora quién me limpia a mí? —murmuré, rendida.
Me quedé mirando la puerta del cuarto. Desde allí salían ronquidos constantes. Oliver seguía durmiendo como si no existiera el mundo exterior.
—De nada —susurré para mí misma, orgullosa.
Sonreí. Después de todo, esto de ser la hermana que resuelve todo... no me disgustaba tanto.
[...]
No sabía cuánto tiempo había dormido, pero cuando abrí los ojos ya era de día. La luz del sol se colaba sin permiso por las cortinas de la sala, golpeándome directamente en la cara. Parpadeé un par de veces, desorientada. Tardé varios segundos en procesar dónde estaba.
—¿Qué rayos...? —murmuré con la voz ronca.
Miré a mi alrededor. Todo limpio, ordenado... ¡ah, claro! Me había quedado dormida en el sofá de Elías después de mi maratón de limpieza. Jamás, repito, jamás me había quedado tanto tiempo en su casa. Y mucho menos había amanecido aquí. Eso ya era terreno desconocido.
Me senté, estirándome como un gato, y justo cuando iba a recoger mis cosas para irme, escuché pasos. No pasos normales. Pasos acompañados de música a bajo volumen y algo que se podría describir como... ¿una pasarela?
Y ahí estaba.
Oliver.
Descalzo, con unos pantalones cortos grises que dejaban poco a la imaginación, sin camisa, con una taza de café en la mano y caminando por la casa como si fuera suya... o como si estuviera en una sesión de fotos para una marca de ropa interior.
El era todo que ver con ese cuerpazo.
Modelando. Sí. Literalmente modelando frente al microondas.
—¿Qué... estás haciendo? —le pregunté con los ojos entrecerrados, aún procesando si estaba soñando o viviendo un comercial de colonia masculina.
—Estoy decidiendo qué pantalones cortos usar para pedir dos desayunos —respondió, completamente serio—. Digo, si voy a pedir dos para llevar, tengo que estar presentable... por respeto al repartidor.
Solté una carcajada tan fuerte que casi me ahogo con mi propia saliva.
—¿Tú siempre eres así o el café te pone coqueto?
—Yo nací coqueto, mi cielo —dijo, dando una vuelta como si estuviera en la final de “Next Top Model”.
Lo observé de arriba abajo, sin disimulo. O sea, ¿perdón? ¿De dónde había salido este personaje? ¿Y por qué ayer se me había escapado lo guapo y encantador que era?
Ahh ya se , el estaba todo adormilado,con nauseas y dolor de cabeza.
—Yo no te había visto bien —dije, apoyando la barbilla en la mano, aún sentada en el sofá—. Hubieras comenzado por ahí ayer y la historia habría sido diferente.
Él me miró de reojo, con esa sonrisa descarada que parece peligrosa y adictiva al mismo tiempo.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo habría sido la historia?
—Probablemente con menos ignoradas... y más escaneos visuales.
—¿Estás diciendo que me subestimas?
—Estoy diciendo que anoche pensé que eras un mueble parlante con jet lag. Hoy veo que eres un mueble funcional y con personalidad.
Ambos nos quedamos mirándonos. Una pausa. Silencio cómplice. Y entonces, como si se activara un espejo, los dos soltamos la misma risa al mismo tiempo. Sarcástica. Relajada. Un poco dramática.
—No puede ser... —dije entre risas—. ¿Tú también eres así?
—¿Así cómo?
—Sarcasmo, comentarios innecesarios, humor negro, risa cuando no hay que reírse, coqueteo porque sí... ¿tengo que seguir?
—No, ya entendí. Te encontraste contigo misma en versión masculina.
—Exacto. Estoy asustada.
—Y yo emocionado.
Me levanté del sofá, estirándome de nuevo, esta vez con una sonrisa pegada en la cara. Me sentía... rara. Pero bien. No todos los días alguien se igualaba a mi nivel de sarcasmo y locura. Y menos con esos bíceps.
—Bueno, voy a vestirme y a irme. Ya hice suficiente por ti. Dejé este lugar más limpio que tu conciencia.
—¿Seguro que no te quieres quedar para desayunar? Pido algo para compartir... tú eliges si hablamos o solo nos miramos con tensión silenciosa.
Lo miré de nuevo, divertida.
—Eres peligroso, Oliver.
—¿y tu no?.
Rodé los ojos, riendo mientras caminaba hacia el baño para alistarme.
No lo iba a decir en voz alta, pero en mi cabeza solo podía pensar una cosa:
Esto se va a poner interesante.
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