Mi nombre es Lina Song.
Tengo 20 años.
Perdí a mi madre cuando tenía 16.
El cáncer nos arrebató todo: sus fuerzas, su sonrisa... y finalmente, su vida.
Nunca conocí a mi padre.
Mamá jamás hablaba de él, lo único que me dijo fue que era un hombre poderoso y que murió cuando yo nací.
Sin familia que me recibiera, terminé en un orfanato.
Allí pasé los peores años de mi vida.
Siempre fui el blanco de burlas y rechazo por mi sobrepeso.
Soy bajita, mido 1.55, tengo el cabello rubio, ojos azules y piel clara.
Pero, para ellos, nada de eso importaba.
Solo veían a la “chica gordita” y me hicieron sentir invisible… o peor aún, indeseable.
Cuando cumplí dieciocho, salí del orfanato.
Dejé los estudios y empecé a trabajar sin descanso.
Tenía que mantenerme sola.
Conseguí empleo como auxiliar de limpieza en una pequeña empresa, y más adelante, cuando subieron la renta del minúsculo departamento donde vivía, tomé un segundo empleo como mesera en una cafetería.
Fue ahí donde mi vida comenzó a cambiar.
Un día conocí a Daniela Ling, una joven hermosa, carismática y, para mi sorpresa, hija de uno de los empresarios más poderosos de la ciudad Z.
A pesar de nuestra diferencia de mundos, ella fue amable desde el primer momento.
Me trató con respeto, incluso con cariño. Y con el tiempo, se convirtió en mi mejor amiga.
Daniela me enseñó el valor de una verdadera amistad, algo que jamás conocí en el orfanato.
Me escuchó, me comprendió y, sobre todo, creyó en mí.
Me sorprendió saber que ella también se sentía sola; muchas chicas solo querían acercarse a ella por interés, por su apellido.
Un día se quedó hasta tarde haciendo tarea en la cafetería y, al notar que yo esperaba el autobús, se ofreció a llevarme a casa.
Al principio me negué, me daba vergüenza, pero insistió tanto que acepté.
En ese trayecto descubrimos que compartíamos gustos, sueños y heridas parecidas.
Desde entonces, nuestras salidas se hicieron frecuentes. Cafés, películas, tardes de charla.
Me abrió su corazón y me ofreció una oportunidad que jamás imaginé: una beca para estudiar en su universidad y mudarme con ella a un departamento que su padre le había comprado.
No podía creerlo. ¿Yo? ¿En la universidad? ¿Viviendo en una zona segura y bonita?
La beca cubría todos los gastos, con la única condición de mantener un promedio de 9.5.
No pensaba fallar.
Iba a convertirme en la mejor abogada de la ciudad.
Por mí.
Por mi madre.
Y por la niña que un día se sintió poca cosa frente al mundo.
Mi historia apenas comenzaba.
Los días pasaron y pronto llegó el día en que yo tenía que ir a la universidad.
La luz del atardecer se colaba por las enormes ventanas del nuevo departamento de Daniela, tiñendo las paredes blancas con tonos dorados.
Yo estaba sentada en la orilla del sofá mullido, con las manos entrelazadas en el regazo y la mirada fija en la alfombra beige.
Me sentía como una intrusa en una revista de diseño.
- ¿Quieres té? – pregunto Daniela desde la cocina, con una sonrisa brillante y el cabello recogido en una coleta alta.
- ¿Eh? Ah… sí, por favor – yo respondí, apenas alzando la voz.
Daniela desapareció un momento entre los muebles modernos de la cocina.
Yo aproveche para observar a mi alrededor una vez más.
No importaba cuantas veces lo intentara, todavía no podía creer que estaba ahí.
Un sillón blanco, amplio.
Una pantalla enorme colgada en la pared.
Un comedor para seis personas. Y esa cocina… reluciente, minimalista, como de catálogo.
Todo olía a nuevo, a limpio, a vida que no era la mía.
“Yo no pertenezco aquí” – pensé – “Este mundo no es mío”
Daniela regreso con dos tazas de porcelana y se sentó a mi lado, tan cómoda como si lleváramos años viviendo juntas.
Me entregó una taza, la tome con cuidado, como si fuera a romperla.
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