CAPITULO 3

VALERIA.

El olor metálico todavía se aferra a mis dedos, incluso tras tres lavadas. El aroma a hierro, a sangre, a muerte… se esconde en las comisuras de mis uñas aunque haya usado guantes. Es una mentira decir que me molesta. Es más bien un recordatorio. Un murmullo lejano de lo que alguna vez fui, de lo que me construyó.

Me recuesto en el sofá sin quitarme aún la chaqueta. El peso del día me aplasta el pecho, pero no es el trabajo lo que me cansa. Es esta vida… esta vida contenida, fingida. Esta rutina que me impuse con la esperanza de que Eros tuviera algo parecido a una infancia normal.

Cierro los ojos y por un instante deseo, con una nostalgia afilada, volver. Volver a las noches en las que limpiaba el mundo de escoria como Joel. Donde la sangre no era algo que estudiara en la mesa de autopsias, sino algo que merecía ser derramada. Me hacía sentir útil. Poderosa. Justa.

El golpe seco del morral contra el suelo interrumpe ese pensamiento. Mis ojos se abren. Eros entra como una tormenta, sin decir casi nada, solo un "hola, mamá" seco, cortante, lanzado al aire como quien escupe una piedra.

Sube las escaleras con pasos rabiosos. No necesito preguntarle qué ocurre. Su energía es un incendio. Me levanto en silencio, lo sigo con la mirada entrenada de quien ha aprendido a leer los cuerpos antes que las palabras.

—Maldito Marconni —escucho desde su habitación, seguido del estruendo de algo estrellándose contra la pared o el suelo.

No lo dudo. Abro la puerta sin pedir permiso. Son muy pocas las cosas que logran sacar a Eros de su eje, y sé con certeza que esta… esta es una de ellas.

—¿Qué pasó? —pregunto con la voz baja, pero firme, deteniéndome junto a la puerta.

Eros está de espaldas, los puños apretados a ambos lados del escritorio. El objeto que arrojó yace en el suelo: una réplica anatómica rota, con las extremidades plásticas desmembradas. Su respiración es pesada, como si estuviera conteniéndose para no estallar.

—Ese imbécil… ese maldito imbécil me humilló delante de todos —masculla sin mirarme, con la mandíbula tensándose. Luego se gira, con los ojos encendidos—. ¿Tú sabes lo que es eso, mamá? ¿Que alguien te mire como si fueras poca cosa? Como si fueras un niño estúpido que no sabe nada. ¡¿Tú sabes lo que se siente?!

Lo dejo hablar. Necesita escupir la rabia. Lo conozco.

—Ese tal Adrian Marconni, el nuevo profesor —continúa, con desdén—. Se aparece de la nada, con su cara de piedra y su puta cicatriz de villano barato, y cree que puede venir a juzgarme. A mí. ¡A mí! Como si yo no hubiera sido siempre el mejor. Como si no supiera lo que hago. Como si no me hubiera roto la cabeza estudiando esta mierda… —patea una silla—. ¡Y encima esa estúpida nueva me corrige! ¿Quién se cree que es?

Su voz se quiebra levemente al final. No de dolor. De impotencia. De herida al ego, que en Eros no es vanidad, sino identidad. Destacar es lo único que lo ha hecho sentir digno. Su forma de compensar lo que nunca tuvo: un padre que lo viera, un entorno que lo reconociera.

Camino hacia él. No le digo que se calme. No le pido que mida sus palabras. No cuando veo en sus ojos al niño que alguna vez lloró sin entender por qué las cosas dolían tanto.

—Eros… —susurro, posando una mano en su nuca, atrayéndolo hacia mí. No se resiste. Apoya la frente en mi hombro y se queda ahí, duro, como si permitirse ese consuelo fuera perder.

Pero yo sé.

Sé cuánto pesa para él no brillar.

Y algo dentro de mí se enciende. Algo antiguo. Algo que dormía desde hace años. Ese instinto que solía impulsarme a destruir a quienes se atrevieran a hacerme daño… o dañar lo mío.

Adrián Marconni.

No sé quién diablos eres, pero te metiste con la única persona que no debiste tocar.

Le doy un beso a Eros. Uno firme, en la frente. No necesita palabras. No ahora. Es mi manera de recordarle que no está solo. Que mientras yo exista, nadie podrá romperlo. Ni siquiera ese maldito Marconni.

Salgo sin decir nada más. No tengo que explicarme. Él sabe cómo funciono. Él sabe que si algo me enciende, me muevo. Que si algo le duele, a mí me arde el doble.

Tomo las llaves. El celular. Nada más. Eso es todo lo que necesito.

Conduzco sin música, sin distracciones. Cada semáforo, cada curva, cada sombra pasando por el parabrisas… todo se siente como parte de un plan que ya estaba escrito. Mi cuerpo se mueve solo. Lo conozco de memoria. La dirección. El trayecto. El propósito.

Llego al edificio de la policía. Paso los controles como cualquier otro día. Nadie me detiene, nadie me pregunta. A estas alturas, todos saben que si vengo a estas horas, es por algo que no puede esperar. Me dirijo directamente a mi oficina forense, cierro la puerta con llave y apago las cámaras desde el panel oculto que instalé hace años, cuando entendí que mi trabajo y mis decisiones rara vez pueden convivir con la legalidad.

Abro el compartimento detrás de la estantería, ese que nunca existió en los planos. Allí está: el CPU donde guardo la réplica limpia del programa de Santori. Nunca lo conecto a la red. Nunca lo uso a la ligera.

Hoy es una excepción.

Conecto todo. El monitor parpadea. Tecleo la contraseña. Aquella que ni siquiera Zack conocia. La interfaz se despliega. Vieja, sí, pero más efectiva que cualquier sistema moderno. Santori no solo era un psicópata, también era un genio del mal, una de las tantas razones por las que lo amaba... O lo amo aun.

El sistema carga. Accedo al núcleo. Lo dejé limpio, sin rastros, sin enlaces, sin entradas automáticas a redes activas. No me gusta dejar puertas abiertas. Soy cuidadosa. Siempre lo fui.

Escribo su nombre.

Adrián Marconni.

Enter.

La base de datos escupe lo básico primero. Dirección. Cargo actual. Universidad. Títulos. Postgrados. Hasta una conferencia en Lisboa y una entrevista en una revista digital que nadie lee.

Perfecto.

Pero eso solo cubre cinco años hacia atrás.

Cinco.

Cinco malditos años.

Antes de eso… nada.

Ni infancia. Ni ciudad de origen. Ni historial de familia. Ni una multa por mal estacionamiento. Nada.

Como si hubiera nacido a los cuarenta.

O como si alguien hubiera borrado al hombre que existía antes de convertirse en Adrián Marconni.

Me reclino en la silla. Entrelazo los dedos. La pantalla ilumina mi rostro, y en mi cabeza la pregunta crece como un tumor:

¿Quién eres en realidad?

Porque lo sé.

Lo huelo.

La gente como él… es como yo. Sabemos camuflarnos. Sabemos qué borrar y cómo. Qué dejar a la vista y qué esconder en el lodo. Pero siempre hay algo. Un error. Una grieta. Una pequeña costura mal cerrada.

Y yo la voy a encontrar.

Porque nadie hace pedazos a Eros sin que yo lo haga pedazos primero.

Tomo lo único que me resulta útil.

La dirección de ese hombre.

Nada más.

El resto del archivo no vale una mierda. Basura cuidadosamente tejida para cubrir huellas, adornar una fachada, distraer a los que solo husmean. Pero yo no husmeo. Yo desarmo. Yo destripo verdades como cuerpos sobre una mesa fría.

Y ahora, estoy decidida.

Cierro el programa. Desconecto todo como si nunca hubiese estado allí. Borro el acceso al sistema. Limpio. Intacto. Como si nada hubiese ocurrido.

Salgo de la oficina sin mirar atrás. No necesito planear demasiado. La sangre todavía me arde en los dedos. No la de una víctima, sino la mía. Mi furia. Mi instinto. Esa sed enferma de justicia personal que solo se activa cuando me tocan lo que es mío.

Porque alguien se atrevió a romper a Eros.

Y eso… eso tiene un precio.

Me subo al auto. El motor ruge, pero lo que en verdad retumba es mi pecho. Mis manos firmes. Mis ojos clavados en la dirección que memoricé.

Solo tengo una cosa en mente: descubrir qué mierda oculta ese profesor hijo de puta que humilló a mi hijo.

Porque si hay algo en este mundo que no tolero…

Es que toquen lo único que me importa.

Y Adrián Marconni…

Acaba de cruzar una línea que no debió rozar jamás.

VALERIA (Vieja sabrosa 🤭)

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Comments

Nancy RoMo

Nancy RoMo

podria ser un reencuentro, estoy emocionada 🥹, me estoy haciendo ilusiones 🥹

2025-06-03

1

Mar

Mar

jajajaja te pasas

2025-06-04

1

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