Street
Hola, mi nombre es Ana Black, tengo 17 años y voy en el último año de la secundaria. Soy amante de la lectura y no me gusta salir a fiestas, porque para mí no es divertido andar tomando. Mido 1.60 y me considero de cuerpo normal. Vivo con mi papá, Roberto, un hombre serio de 42 años, un poco regordete. La relación con él no es muy cercana; no suele mostrarme afecto y a veces siento que no le importo. Creo que eso comenzó desde que mi mamá falleció al darme a luz, y cada vez que me ve solo recuerda ese momento. Yo le he dicho que no fue mi culpa, pero parece que no cambia nada.
Vivimos en Bella Vista, un pueblo tranquilo de clase media. La gente aquí es amable, aunque algunos ni siquiera notan tu existencia, ja, ja, ja.
Esta mañana me levanté como siempre, lista para ir al colegio. Como voy en el último año, mi rutina es bastante fija: fui al baño, me hice mi cuidado de piel después de bañarme y elegí qué ponerme. Hoy decidí usar unos jeans azules elásticos, un buzo negro sencillo y mis Vans favoritas. Esta vez dejé suelto mi pelo castaño, que me llega hasta la mitad de la espalda.
Bajé las escaleras y me dirigí a la cocina a desayunar. Ahí estaba mi papá, leyendo el diario con su café al lado, con ese semblante serio de siempre.
—Buenos días, papá —le saludé.
Él ni siquiera me miró, siguió con su diario. Repetí:
—Buenos días.
—Ya te escuché la primera vez —respondió sin levantar la vista—. ¿No ves que estoy ocupado? Termina tu desayuno y retírate, que llegas tarde.
—Perdón, solo intentaba tener una charla normal de padre e hija, pero olvido que soy un estorbo para vos. Así que me iré —dije, levantándome para dejar mis platos en la pileta.
Cuando me disponía a salir, escuché que me hablaba:
—Ana, no olvides comprar las cosas para cocinar, que está escaseando —dijo sin mirarme.
—¿Y por qué no vas vos? —pregunté.
—Los hombres no cocinan. Como no tienes mamá, te toca a vos. Además, cumplirás 18 el próximo año y tienes que aprender a cocinar decentemente. Luego te las arreglas sola con los gastos.
—Ah, ¿entonces estás contando los días para que sea mayor y echarme a la calle? —le dije y me fui, sin importarme lo que dijera.
Llegando al colegio Martínez, me encontré con mi amiga Camila. Ella es alegre, sociable, extrovertida y le encanta salir a fiestas, algo que a mí no me gusta, pero la adoro.
—Hola, perris —me saludó, como siempre.
—Hola, Cami. Hoy será un día largo.
—Sí, ya sé. A primera hora tenemos historia, y ese profesor que habla tanto me va a hacer dormir.
—No es tan aburrido, solo explica cosas importantes de la historia para que la conozcamos —respondí, sonriendo.
—No exageres, te juro que me voy a dormir —dijo riéndose—. Bueno, vamos adentro.
Entramos al salón y vimos que quedaban dos asientos separados. En uno estaba un chico guapo de cabello castaño, y en el otro una chica estilo otaku que parecía querer matar con la mirada. Camila me miró y dijo:
—Bien, perris, ¿dónde te sentarás? Allí está mi amigo Alan, o esa chica.
—Ya que es tu amigo, siéntate con él, y yo con la chica —respondí.
—Mejor siéntate con él para que se hablen y dejen sus diferencias —rió.
—No son diferencias, solo que lo veo como un engreído.
—No sé, solo siéntate con él, te veo después —dijo riendo.
Nos sentamos, y mientras acomodaba mis cosas, el chico habló.
—Hola, linda, ¿cómo estás? —dijo con sonrisa arrogante.
—Hola, bien, ¿y tú?
—Bien, aunque me fastidia levantarme temprano y soportar historia. Pero bueno, tienes suerte de sentarte conmigo.
—Me senté porque mi amiga quiso, así que mantente callado o me regañarán por tu culpa.
—Tranquila, enana, sé que estás encantada de que te hable.
—Ni en tus sueños, engreído. Ahora cállate.
—Ya me callo, solo para hacer que te mueras de ganas de que te vuelva a hablar, enana.
—No soy enana, solo creciste mucho.
—No solo en estatura, crecí en todo.
—No me importa qué otra cosa. Idiota, cállate —le dije y terminaron las horas de clase.
Al salir, nos encontramos con Camila.
—¿Qué onda, perris? Veo que hablaron mucho hoy.
—Él hablaba, yo solo quería callarlo.
—Callarlo con un beso, ¿verdad?
—No, jamás pasaría eso. Es un idiota.
—Tranquila, no es idiota, es divertido —rió.
—Divertido sería si le cosieran la boca, no para de hablar —me reí.
—Bueno, eres callada, así que no creo que hayas hablado mucho —se despidió y nos fuimos a nuestras casas.
Al llegar a la mía, me puse a leer en mi cuarto. No sé cuánto tiempo leí, pero terminé quedándome dormida. Sentí que me llamaban.
—Hija, supongo que ya hiciste las compras —dijo mi papá.
—Umm, no, llegué del colegio y me dormí.
—Qué irresponsable. Ahora levántate y ve por los víveres para que podamos comer.
—Si tanto quieres, ve tú y cocina.
—No seas insolente y ve.
Me levanté de mala gana y fui. Cuando terminé, me puse la pijama, bajé a cenar y me dispuse a ir a mi cuarto, cuando él dijo:
—No olvides sacar la basura. Parece que tengo que decirte todo.
—No sabía que soy Cenicienta, papá. Sáquela tú, yo voy a dormir.
—No seas insolente, sé buena hija y hazlo, es tu deber. Eres la mujer de la casa y debes aportar algo.
—Dios, papá, tienes que dejar esos pensamientos machistas —dije, agarrando la basura para evitar seguir escuchándolo.
—No soy machista, solo digo lo que te corresponde por ser mujer. Además, eres una niña.
—Lo que digas —respondí y saqué la basura.
Terminé, me lavé las manos y me acosté. Por fin, dejé que la lectura me llevara.
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