Capítulo 3 – El sonido de la risa

Han pasado varios meses desde que abrí los ojos por primera vez en este mundo, y aunque todavía no sé hablar, ya entendí algo importante: este lugar... este hogar... está lleno de amor.

Cada mañana me despierto con la luz del sol colándose por las cortinas y el olor dulce que viene desde la cocina. A veces es pan recién horneado. A veces es chocolate caliente. Pero lo que nunca falta, nunca, es el sonido de la risa.

Las risas de mis hermanos, fuertes, diferentes, algunas graves y otras agudas, pero todas cálidas. Como si esa casa estuviera hecha no de ladrillos, sino de sonidos felices.

Hoy es uno de esos días donde todo parece brillar más. Desde temprano, escucho pasos corriendo por el pasillo y voces que se llaman unos a otros entre juegos y bromas. Mi madre entra a mi cuarto con esa sonrisa que ya reconozco incluso antes de verla. Me carga y me habla mientras me cambia el pañal, como si yo entendiera cada palabra.

—Hoy será un gran día, mi princesa. Tus hermanos están emocionados. Dicen que te están preparando una sorpresa. Pero no puedo decirte más, es un secreto —me guiña un ojo como si yo pudiera guardar confidencias.

Me viste con un vestido blanco con detalles rosados y un lazo suave en la cabeza. Dice que parezco una muñequita. Yo solo sé que me siento cómoda en sus brazos, segura. Y cuando me lleva a la sala, ahí están ellos... los cinco.

—¡Alice! —grita Valentín, el más pequeño, y corre a abrazarme como si no me hubiera visto en días, aunque fue hace unos minutos.

Los trillizos están organizando una especie de pista con almohadas y mantas en el suelo.

—Hicimos un circuito para que Alice pueda gatear —dice Axel con orgullo, aunque yo todavía apenas me arrastro como una oruguita torpe.

Alan sostiene una manta como si fuera una capa y me la quiere poner como si fuera una heroína.

—La niña sombra —bromea—. Nuestra guardiana secreta.

Alex, como siempre callado, solo sonríe y me acaricia la cabeza con cuidado, como si temiera romperme. Y Benjamín, que generalmente se esconde con sus libros, hoy está ahí, enseñándome dibujos que hizo en una libreta: yo en el centro de una familia rodeada de corazones.

Papá aparece desde la cocina, cubierto con un delantal que dice “Chef por accidente”.

—¡Hora de las galletas! —grita.

Y entonces todos corren. Incluso mamá, con esa risa suya que es más bonita que cualquier canción.

La cocina se convierte en una escena de película. Harina por todas partes, masa en las manos, cucharas que se pierden, risas que llenan cada rincón. Papá pone música en una radio vieja. Una canción antigua, alegre, de esas que hacen mover los pies sin pensarlo.

Mientras me tienen en la sillita alta, mi madre me da a probar un pedacito de masa.

—Solo un poquito —me dice—. Eres muy chiquita, pero hay sabores que vale la pena conocer desde temprano.

Los hermanos pelean por ver quién hace la mejor forma. Alan hace un dinosaurio con galleta, Axel intenta una guitarra, y Benjamín escribe mi nombre en letras torcidas que igual me encantan. Valentín hace un corazón. No muy perfecto... pero él dice que es el más especial de todos.

Papá mete la bandeja al horno mientras mamá me tiene en brazos. Se sientan en el sofá mientras los chicos siguen bailando y cantando. Ella apoya su cabeza en su hombro, y él la abraza.

—¿Te imaginas cuando crezca? —le pregunta ella.

—Sí. Y también me imagino teniendo que espantar pretendientes con un bate —bromea él.

—Tendrá carácter —dice ella con una sonrisa segura—. Lo veo en sus ojos. Aunque sea una bebé, ya se nota.

No lo dicen fuerte, pero sé que hablan de mí. Como si su mundo girara en torno a mi existencia. Como si algo se hubiera completado al llegar.

Las galletas huelen a cielo. Dulces, tibias, perfectas.

Los chicos se sientan en el suelo, con las manos llenas de migas y chocolate. Me dan pedacitos pequeños, y Axel insiste en poner una en mi boquita como si fuera un ritual importante.

Y en medio de esa escena, mientras la música suena de fondo, mientras el sol cae suave por la ventana y los colores parecen más vivos... me doy cuenta de algo.

Este lugar, esta casa, no es solo un lugar donde vivir. Es un santuario.

Un mundo donde soy adorada sin condiciones.

Una burbuja de felicidad que, aunque aún no lo sé, será muy diferente de lo que el futuro me depara.

Pero por ahora... solo hay amor.

Y risas.

Y galletas tibias.

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