El sonido del reloj marcando las diez de la mañana resonaba con suavidad en la oficina de Martín Casasola. Los ventanales dejaban entrar una luz tenue, filtrada por las nubes grises de ese jueves invernal. La estancia olía a café recién hecho, aunque el aroma no lograba disipar la tensión que lo rodeaba desde hacía semanas. A pesar de los esfuerzos de sus colegas y amigos por devolverle algo de ánimo, Martín seguía sumido en una tristeza profunda, como si el alma se le hubiera desvanecido con la traición que le arrebató no solo a su prometida, sino también a su mejor amigo.
La puerta de la oficina se abrió con suavidad, interrumpiendo su ensimismamiento. Era su madre, Alina Casasola, una mujer elegante de porte firme, pero con una dulzura en la mirada que solo se reservaba para sus hijos. Tenía el rostro preocupado y los ojos llenos de una tristeza que reflejaba la de su hijo.
—Martín… —susurró ella, cerrando la puerta detrás de sí.
Él levantó la vista, sorprendido al verla.
—Mamá, ¿qué haces aquí?
Alina no respondió con palabras. Caminó directamente hacia él y lo abrazó con fuerza. Martín se quedó quieto unos segundos, pero luego correspondió el abrazo, cerrando los ojos con fuerza, como si en ese gesto pudiera contener el dolor que lo carcomía.
—Te he dado espacio —dijo ella con voz temblorosa—. Pensé que quizás necesitabas tiempo, que tal vez podrías encontrar consuelo solo… pero ya no puedo seguir viendo cómo te consumes.
Martín suspiró, apoyando la frente en el hombro de su madre.
—No ha sido fácil, mamá. No sabes lo que duele… verlos juntos… saber que todo fue una mentira. No solo perdí a Tina, también perdí a Esteban… Era como un hermano para mí.
Alina acarició su cabello con ternura.
—Lo sé, hijo. Lo sé… pero no puedes quedarte aquí encerrado para siempre. Tienes que seguir adelante, por ti.
Martín se separó de ella, mirándola con los ojos vidriosos.
—He estado pensando en dejar la empresa por un tiempo.
Alina lo miró en silencio, asimilando sus palabras. Antes de que pudiera responder, la puerta volvió a abrirse. Esta vez fue Augusto Casasola, su padre, un hombre de carácter fuerte, presencia imponente y voz firme. Llevaba un traje gris claro, perfectamente planchado, y una mirada que rara vez dejaba ver sus emociones. Pero al ver a su hijo con esa expresión, su semblante se suavizó.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con un tono más suave de lo habitual.
—Martín dice que quiere dejar la empresa por un tiempo —respondió Alina, mirándolo con atención.
Augusto se acercó, se sentó frente a su hijo y lo observó unos segundos.
—¿Estás seguro de eso, hijo?
—Sí —respondió Martín sin dudar—. No estoy en condiciones de tomar decisiones importantes. Siento que ya no tengo el corazón ni la cabeza para esto. Necesito alejarme… recomponerme.
Augusto asintió lentamente. Luego apoyó las manos sobre el escritorio.
—Está bien. Si eso es lo que necesitas, tienes mi apoyo. Pero quiero saber: ¿a dónde piensas ir?
Martín dudó por un momento. Luego su rostro mostró un destello de claridad, como si una idea hubiera cruzado su mente justo en ese momento.
—Estaba recordando la hacienda de la abuela. La que me dejó en San Javier. Es un lugar apartado, tranquilo… nadie me buscará allí.
Alina sonrió con cierta nostalgia.
—Ese lugar es hermoso. Tu abuela lo amaba… Tal vez te ayude a sanar. Respirar aire puro, trabajar la tierra… y por qué no, conocer a alguien que te ame de verdad.
Martín rió sin humor.
—No creo que eso pase. No pienso volver a enamorarme, mamá. No después de lo que viví. No quiero volver a sufrir así.
Alina lo miró con ternura, pero también con cierta tristeza.
—El amor no siempre duele, Martín. Solo has conocido una cara de él. Tal vez allá encuentres otra.
Martín no respondió. Miró por la ventana, observando cómo las ramas desnudas de los árboles se mecían por el viento. Había algo en ese paisaje gris que le parecía reconfortante. Tal vez porque se parecía a cómo se sentía por dentro.
—Mañana mismo me iré —dijo de pronto.
Augusto asintió.
—Te ayudaré con todo lo que necesites. Tomas el tiempo que haga falta, pero prométeme que no te vas a rendir.
Martín se levantó y abrazó a su padre.
—Gracias… gracias por entenderme.
Esa noche, Martín preparó su equipaje con calma. No llevó muchas cosas, solo lo necesario. Puso un cuaderno en blanco en su maleta. Tal vez escribir le ayudaría. También guardó una vieja foto de su abuela en la hacienda, sonriendo entre árboles frutales y animales sueltos.
El viaje al campo duró unas seis horas en coche. Cuando llegó, el aire era diferente. Más limpio, más puro. Los sonidos de la ciudad habían sido reemplazados por el canto de los pájaros, el susurro del viento entre los árboles y el crujir de las hojas bajo sus pies.
La hacienda estaba tal como la recordaba. Un caserón antiguo, con paredes encaladas, techos de tejas rojas y ventanas de madera. El lugar estaba algo descuidado, pero se mantenía firme, como si la presencia de su abuela aún lo protegiera.
—Hola, abuela —dijo en voz baja, al poner un pie en la galería—. Aquí estoy…
Entró, dejando que la brisa recorriera los pasillos. Respiró hondo. La paz del lugar comenzó a calar en él.
Martín estaba en cuclillas frente al retrato en blanco y negro de su abuela. La acariciaba con la mirada, como si con eso pudiera reconstruir los años perdidos. Su voz apenas era un murmullo, casi una súplica.
—No sé qué estoy buscando, abuela… pero algo me trajo hasta aquí. Solo quiero olvidar, quiero sanar esta herida…
De pronto, un golpe seco contra el suelo lo hizo girar. Una mujer apareció en la puerta, con una escoba en alto, los ojos encendidos como brasas.
—¡Ladrón! —gritó, apuntándolo con la escoba—. ¡Salga de aquí ahora mismo antes de que lo saque a escobazos!
Martín se levantó con calma, con la frialdad dibujada en cada gesto. Sus ojos grises se clavaron en ella como cuchillas mientras se cruzaba de brazos.
—¿Y usted quién es para correrme?
—Eso no importa —respondió la mujer, firme, con la escoba aún levantada—. Usted no tiene nada que hacer aquí. Esta casa no es suya.
—Podría decir lo mismo de usted —replicó Martín, dando un paso hacia ella—. Yo tengo mis razones para estar aquí.
—Y yo también tengo las mías —espetó ella—. Me llamo Dalia, y estoy cuidando esta propiedad por orden de la familia. Usted es un intruso.
Martín apretó la mandíbula, la tensión escalando en su pecho.
—Si estás cuidando la casa, entonces sabes quién vivió aquí. Esa mujer de la foto era mi abuela.
Dalia entrecerró los ojos, dudando apenas un segundo.
—No me interesa su historia. Le pido, por última vez, que se vaya.
—Y yo te pido lo mismo. Si no tienes nada que ver con mi familia, entonces eres tú quien debe irse.
El silencio cayó como un trueno. Ambos se sostenían la mirada, tercos, como dos paredes a punto de chocar.
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Comments
María Menoscal
Pobre Martín quedo destrozado con la traición de dos personas la cual el quería... que sin vergüenza esa personas 😡 😒 🙄
2025-04-29
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María Menoscal
Mmm sera ella la chica quien le va ayudar curar sus heridas ... oh quien es jajajaja 🤣 🙈 🙊
2025-04-29
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🅝︎🅐︎🅝︎🅒︎🅨︎🅕︎🅞︎🅡︎🅛︎🅘︎
Ve a la tranquilidad del campo.a soltar todo
2025-04-29
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