Capitulo 3

Zaira, semi recostada en el sofá de cuero negro, apenas levantó la cabeza al escuchar la puerta cerrarse con un leve chirrido amortiguado por las gruesas alfombras. El zumbido bajo del aire acondicionado mezclaba el perfume de la habitación: whisky añejo, tabaco caro y una fragancia de maderas profundas.

Sus párpados pesaban, pero pudo distinguir la silueta de un hombre que avanzaba hacia ella con paso firme y seguro, como si el mundo entero le perteneciera.

El aire se tensó, denso, cargado de electricidad. Un escalofrío le recorrió la espalda, erizándole la piel.

Primero llegó su olor: una mezcla salvaje de cedro, vetiver, cuero curtido... algo primitivo y masculino que la golpeó en el estómago como un puñetazo suave. Zaira aspiró sin querer, sintiendo ese aroma clavarse en su memoria.

Leonardo Santos.

Alto, imponente, con su traje oscuro abrazando la fuerza de su cuerpo todavía atlético pese a los años. Su cabello negro azabache tenía vetas plateadas que brillaban bajo la tenue iluminación, como si el tiempo lo hubiera acariciado con respeto.

La barba bien recortada enmarcaba su mandíbula dura. Pero lo que realmente la atrapó fue su mirada: unos ojos gris metálico, fríos como el acero, que parecían ver más allá de su ropa, más allá de su piel... hasta su alma misma.

Zaira parpadeó, el corazón empezando a tamborilear contra sus costillas.

—¿Quién...? —balbuceó, con la voz quebrada, intentando incorporarse en vano.

Leonardo no respondió. Solo dejó que la distancia entre ellos se evaporara.

Sus zapatos italianos sonaban amortiguados sobre la alfombra. Cada paso era como el golpe de un tambor de guerra.

Cuando estuvo frente a ella, Zaira sintió su sombra caer sobre su cuerpo. Instintivamente, quiso levantarse y retroceder, pero su cuerpo, tibio y aturdido por el alcohol, se negó a obedecer.

La observó como un cazador estudia a su presa.

Y luego, sin previo aviso, sus manos grandes y firmes se cerraron sobre su cintura, alzándola con una facilidad humillante. Zaira soltó un grito ahogado, sus piernas tambaleándose.

—¡Suéltame! —gimió, su voz un susurro desesperado.

Leonardo ladeó la cabeza, observándola con una mezcla de diversión cruel y deseo oscuro. La comisura de su boca se curvó en una sonrisa apenas perceptible.

—No te hagas la difícil, muñeca —ronroneó, su voz áspera acariciándole la piel como terciopelo rasposo—. Mírame... Tus ojos están suplicando que te devore.

Antes de que pudiera replicar, su boca cayó sobre la de ella.

El primer beso no fue un roce. Fue un asalto.

La besó con la violencia de un hombre hambriento, robándole el aliento, saboreando su resistencia con una paciencia perversa.

Su lengua invadió su boca, explorándola sin pedir permiso. El sabor amargo del whisky en su aliento se mezcló con la dulzura temblorosa de la joven, creando un veneno que Zaira absorbía a cada latido.

Ella golpeó su pecho débilmente, sus puños perdiéndose contra la dureza de su torso. Pudo sentir cada músculo bajo la tela de su camisa, cada latido potente de su corazón.

Leonardo gruñó contra su boca, un sonido gutural que la estremeció hasta la médula.

Sus manos se deslizaron por su espalda, palpándola, reclamándola, marcándola como suya en un lenguaje que su cuerpo entendía mejor que su mente.

Zaira gimió, una nota baja y rota, cuando él le sujetó la nuca, jalándola hacia él. Sus labios se abrieron en una súplica muda y Leonardo lo aprovechó, profundizando el beso hasta hacerla olvidar su propio nombre.

Las luces tenues lanzaban destellos dorados sobre la escena.

El mármol frío de las paredes parecía susurrar secretos prohibidos.

El terciopelo azul de las cortinas absorbía cada gemido, cada jadeo ahogado.

Leonardo se separó lo justo para mirarla.

Sus pupilas estaban dilatadas, casi negras, y su respiración pesada levantaba y bajaba su pecho poderoso.

Una de sus manos recorrió la línea de su mandíbula, bajó por su cuello expuesto, siguiendo el pulso frenético que latía bajo su piel.

—Esta noche... serás todo lo que necesito, me gusta que te hagas la difícil —murmuró, su voz un susurro pecaminoso.

Zaira tragó saliva, atrapada en esa mirada como un ciervo ante un lobo.

Sintió cómo su falda era lentamente empujada hacia arriba por manos expertas. El roce de los dedos de Leonardo en sus muslos desnudos arrancó un jadeo que se le escapó de los labios.

La piel se le erizaba allí donde la tocaba, como si cada caricia encendiera una chispa que la consumía por dentro.

—Estás temblando —se burló él, deslizando su boca por su cuello—. Me gusta.

Ella cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el labio para no sollozar. Pero cuando sus labios encontraron la curva sensible de su clavícula, Zaira arqueó la espalda contra su cuerpo, buscando más de esa locura, más de esa aniquilación dulce.

Leonardo sin soltarla. Se sentó primero en el sofa y la arrastró para sentarla a horcajadas sobre él, como si fuera un trofeo.

Sus manos se apoderaron de su rostro, acariciándolo con una ternura engañosa antes de aplastarla contra su boca de nuevo, devorándola.

El calor de su erección latente bajo sus pantalones presionaba contra la entrepierna de Zaira, arrancándole un gemido de pura necesidad.

Ella apoyó las manos en sus hombros, las uñas clavándose levemente en su piel. Su mente gritaba que se detuviera, que esto estaba mal, que debía huir...

Pero su cuerpo ya se había rendido.

La camisa de Leonardo pronto voló abierta, revelando un pecho de músculos definidos, cubierto por tatuajes que pedían ser acariciados.

Zaira, temblorosa, pasó los dedos por su piel caliente.

Leonardo soltó un gruñido de aprobación y deslizó las tiras de su vestido hacia abajo, exponiendo sus pechos.

La boca de él se cerró sobre uno de sus pezones en un movimiento hambriento, haciéndola gemir alto.

Succionó, mordió suavemente, mientras su otra mano bajaba lenta, pero inexorable hacia la humedad que empapaba su ropa interior.

—Mírate... —susurró Leonardo, alzando la mirada hacia ella, sus labios húmedos—. Estás hecha para ser adorada. Para ser poseída.

Zaira sollozó, sin saber si era de vergüenza o de éxtasis.

Su mano hábil apartó la tela, encontrando su centro palpitante y húmedo. Un solo roce de sus dedos bastó para que ella se estremeciera, sus uñas arañándole los hombros.

—Eso es... —murmuró, complacido—. Déjalo salir, muñeca. Esta noche eres libre. Esta noche... eres mía.

Y sin más advertencias, Leonardo la invadió con su dedo, luego con otro, estirándola, preparándola, mientras su boca volvía a la de ella para ahogar cada grito, cada súplica, cada lágrima derramada de placer.

La noche, afuera de la suite, seguía vibrando con la música del club, el latido lejano del bajo.

Pero para ellos, el mundo había desaparecido.

Solo quedaba la oscuridad, el deseo...

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Karina Vazquez Gonzalez

Karina Vazquez Gonzalez

va a quedar flechado por su belleza

2025-04-29

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Luisa Esperanza Bautista Angarita

Luisa Esperanza Bautista Angarita

me busca uno para mi por favor

2025-05-02

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