Capítulo 4

Capítulo 4 — Ecos

El domingo, la casa de Elisa parecía en orden — pero dentro de ella, todo estaba fuera de lugar.

Ella acomodó los cojines del sofá, enderezó las revistas en la mesa de centro, pasó el trapo por la encimera de la cocina por tercera vez. Intentaba parecer ocupada, pero la verdad era que esperaba.

Esperaba a Júlia.

Sofía estaba encerrada en su habitación, probablemente terminando los trabajos de la escuela. Elisa lo agradeció. No sabría cómo lidiar con una charla trivial en ese momento.

Cuando sonó el timbre, su corazón se disparó tan fuerte que casi sintió un dolor físico.

Respiró hondo antes de abrir la puerta.

Allí estaba Júlia. Vaqueros ajustados, camiseta negra, mochila colgada de un hombro. El pelo recogido en un moño despeinado, algunos mechones sueltos enmarcando su joven rostro.

— Hola, profesora — sonrió.

Elisa forzó una sonrisa de vuelta.

— Hola, Júlia. Entra.

Júlia entró con la naturalidad de quien pertenecía a aquel espacio, y por un momento, Elisa se preguntó cómo sería... si todo fuera diferente.

— Sofía está en la habitación — dijo, cerrando la puerta tras de sí.

— Lo sé — respondió Júlia, con una calma extraña —. Pero... quería hablar contigo antes.

Elisa se puso rígida.

— Júlia, yo...

— No voy a meterte en problemas — dijo rápido, como si adivinara sus miedos —. Lo prometo. Solo quería que supieras... que no necesitas explicarte.

Elisa tragó saliva.

— No sé de qué estamos hablando — confesó.

— Mmm, ¿en serio?

Las dos se quedaron allí, paradas en el pasillo, como dos planetas atrapados en la gravedad mutua.

Sofía apareció en la puerta de la habitación, salvando a Elisa de tener que decir algo más.

— ¡Júlia! ¡Qué bueno que llegaste!

Júlia le sonrió — una sonrisa diferente, más ligera — y cruzó el pasillo hasta la habitación.

Antes de entrar, se volvió hacia Elisa y dijo en voz baja:

— Cuídese, profesora.

Elisa asintió, sintiéndose como una adolescente perdida en un juego que no entendía.

Cerró la puerta de la cocina tras de sí y se apoyó en ella, intentando controlar la respiración.

Pero el daño ya estaba hecho.

Aquella noche, después de que Júlia se marchara y Sofía se durmiera, Elisa se permitió sentarse en la terraza con una copa de vino en la mano.

El cielo estaba despejado, la luna llena iluminando el patio vacío.

Recordó el tacto de la mano de Júlia en la suya. Del claro escondido en el parque. De la pregunta: "¿Eres feliz?".

Las lágrimas llegaron sin previo aviso. No era tristeza. Ni alegría. Era como abrir una presa antigua, una que ni siquiera sabía que existía.

Cuando el móvil vibró en su regazo, ya sabía quién sería.

Júlia:

"Espero que hayas podido respirar un poco hoy."

Elisa sonrió a través de las lágrimas.

Elisa:

"Tú me haces recordar respirar."

La respuesta llegó rápida:

"Entonces no lo olvides. Incluso cuando yo no esté ahí."

Elisa guardó el móvil contra su pecho, sintiendo el calor de aquella conexión silenciosa.

Sabía que necesitaba ser fuerte. Que necesitaba ser racional. Que necesitaba proteger a su familia, su vida, su nombre.

Pero en algún lugar más profundo, más verdadero, sabía también que había algo en Júlia que la atraía hacia la superficie. Algo que gritaba por una oportunidad de vivir de verdad, por primera vez en mucho tiempo.

Y por primera vez, se permitió desear.

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