Capítulo 3

Capítulo 3 Pequeñas Transgresiones

El correo electrónico llegó esa misma noche.

Elisa estaba acostada, fingiendo ver un programa cualquiera en la televisión mientras su marido ya roncaba a su lado. El celular vibró discretamente. Ella deslizó la pantalla, el corazón latiéndole demasiado fuerte para algo tan simple.

De: Júlia Oliveira

Asunto: Para la profesora Elisa

Adjunto: Texto.docx

Sin pensarlo mucho, Elisa se levantó de la cama. Caminó hasta el pasillo silencioso, se sentó en el suelo frío, apoyada contra la pared. Solo entonces abrió el archivo.

Era un cuento. Corto, intenso. La historia de una mujer que, durante años, había vivido para los demás —hasta conocer a alguien que la hacía recordar quién era—. No había nombres, no había descripciones obvias. Pero estaba todo allí: la soledad, el deseo contenido, el miedo... y la chispa de algo imposible de ignorar.

Cada línea parecía escrita para ella. Sobre ella.

Elisa cerró los ojos, presionando el celular contra el pecho. Se sintió vista de una manera que nadie jamás la había visto.

Sin pensar, escribió una respuesta rápida:

> "Su texto es muy sensible. Gracias por confiar en mí para leerlo."

Ella dudó antes de presionar "enviar", pero al final, dejó que el mensaje se fuera.

Pocos minutos después, otra notificación.

Júlia:

> "A veces una escribe para quien entiende sin necesidad de explicar."

Elisa se quedó mirando aquella frase durante mucho tiempo.

A la mañana siguiente, todo parecía igual —pero Elisa sabía que no lo era—. La rutina se desarrollaba como siempre: desayuno apresurado, tráfico, alumnos llegando. Pero había algo diferente en el aire, una tensión leve, eléctrica, difícil de definir.

Durante la clase, Júlia no dijo nada fuera de lo común. Anotó las indicaciones, participó en la discusión, se rio de algunas bromas del grupo. Pero cada vez que sus ojos se encontraban con los de Elisa —y eso sucedía más de lo que debería—, había una conversación muda ocurriendo. Una corriente silenciosa.

Al final de la clase, cuando todos empezaron a salir, Júlia se quedó atrás nuevamente. Esta vez, se acercó aún más.

— Profesora… —dijo, y el tono era tan diferente que Elisa sintió que se le erizaba la piel.

— ¿Sí, Júlia?

La joven dudó, jugando con el asa del bolso. Después alzó la vista.

— ¿Alguna vez ha pensado en hacer algo solo porque quería... aun sabiendo que tal vez no fuera lo correcto?

La pregunta flotó entre ellas como una llama peligrosa.

Elisa respiró hondo, intentando buscar una respuesta segura. Pero no había seguridad en aquel momento.

— Sí —admitió, en voz baja.

La sonrisa de Júlia fue pequeña, pero cargada de significado.

— Yo también.

Y salió, dejando el perfume leve y la confusión atrás.

(más tarde, en casa)

Durante la cena, Elisa apenas escuchó las conversaciones en la mesa. Su mente repetía aquella pregunta. Hacer algo solo porque quería. ¿Cómo era realmente esa sensación? La había enterrado tan profundamente que apenas podía recordarla.

Sofía percibió el silencio de su madre.

— ¿Todo bien, mamá?

Elisa forzó una sonrisa.

— Claro, hija. Solo cansancio.

Sofía le devolvió la sonrisa, sin sospechar nada. Pero en el fondo, Elisa sabía que estaba cruzando una frontera. Una de la que no sabía si quería —o si podía— regresar.

al día siguiente

Elisa intentaba concentrarse en el trabajo, en los alumnos, en las correcciones interminables de exámenes e informes, mas era inútil. Siempre que se permitía respirar, allí estaba el recuerdo: el correo electrónico de Júlia, el cruce de miradas en el aula, la pregunta que aún resonaba en ella como una provocación.

El sábado, Elisa decidió dar un paseo por el parque cercano a su casa. Necesitaba aire. Distancia. Claridad.

Pero la vida, a veces, tiene otros planes.

Apenas había dado la primera vuelta al lago cuando vio a Júlia, sentada en uno de los bancos de madera, los auriculares colgando del cuello, un cuaderno abierto sobre el regazo. Vestía vaqueros rasgados y una blusa holgada que dejaba parte del hombro al descubierto.

Elisa se detuvo un instante, el corazón tropezándole en el pecho. Podría simplemente ignorarla. Podría seguir su camino, fingir que no la había visto. Pero sus pies decidieron antes que su cabeza.

Se acercó.

— Hola.

Júlia alzó la mirada y sonrió. Una sonrisa suave, sin sorpresa, como si ya la esperara.

— Hola, profesora.

Elisa dudó.

— ¿Puedo sentarme?

— Claro.

El banco era estrecho, y la proximidad entre ellas, inevitable. Un silencio cómodo se instaló, como si el ruido del parque —los niños corriendo, el ladrido distante de un perro— hubiera quedado en segundo plano.

— ¿Escribiendo? —preguntó Elisa, intentando sonar casual.

— Intentándolo —respondió Júlia, cerrando el cuaderno—. Pero hoy... mi cabeza es un desastre.

Elisa sonrió levemente.

— Entiendo. A veces parece que cuanto más una intenta organizar las ideas, más se dispersan.

— Exacto.

Júlia la miró de una manera que hacía que Elisa olvidara el resto del mundo. Como si solo existiera aquel momento.

— Profesora... —comenzó, con voz baja, casi temerosa—, quería preguntarle una cosa... fuera del aula.

Elisa sintió todo su cuerpo ponerse en alerta.

— Puede preguntar.

— ¿Es usted feliz? —preguntó Júlia, mirándola con una franqueza desarmante.

Elisa se quedó sin respuesta. No era el tipo de pregunta que se respondía rápido. No era el tipo de pregunta que se le hacía a una profesora en medio de un parque. Y aun así, allí estaban ellas.

Ella desvió la mirada hacia el lago, hacia los árboles meciéndose con el viento. Y respondió, sin pensar:

— Creo... que me he acostumbrado.

— ¿A no serlo? —susurró Júlia.

— ¿A no ser feliz?

El silencio que siguió fue diferente a cualquier otro. No era incómodo. Estaba lleno de todo lo que no podía decirse.

Después de un tiempo, Júlia habló, en voz baja:

— Usted se lo merece, profesora.

Las palabras cayeron sobre Elisa como una ola cálida y dolorosa. Quería reír. Quería llorar. Quería... quería cosas que no sabía nombrar.

— A veces, una se olvida de eso —dijo, con la voz quebrada.

Júlia guardó el cuaderno en la mochila y se puso de pie.

— Entonces es bueno que alguien nos lo recuerde.

Por un segundo, se quedó allí, parada frente a ella. Lo suficientemente cerca como para que Elisa sintiera el perfume suave de frutas y viento fresco.

— ¿Puedo mostrarle algo? —preguntó Júlia.

Elisa, incapaz de confiar en su propia voz, solo asintió.

Júlia extendió la mano.

Era tan simple. Un gesto tan pequeño. Pero cargado de tanta promesa.

Elisa dudó. Miró a su alrededor —el parque continuaba su ritmo normal, ajeno a la tormenta dentro de ella—. Entonces, finalmente, puso su mano en la de Júlia.

Sus dedos eran cálidos. Firmes. Condujeron a Elisa fuera del sendero principal, hasta un pequeño claro escondido entre los árboles. Un espacio olvidado, donde el sol se filtraba por las hojas como pinceladas doradas.

Júlia soltó su mano con delicadeza.

— Cuando era niña, venía aquí para pensar —sonrió, mirando a su alrededor—. Es como... un lugar solo mío.

Elisa la miró. Vio el brillo en sus ojos castaños, el coraje disfrazado de sencillez. Y supo que había sido elegida para compartir algo íntimo.

Supo, también, que ya no había vuelta atrás.

— Es hermoso —dijo, en un susurro.

— Usted también.

Elisa se congeló.

Júlia se mordió el labio inferior, como si se arrepintiera de la osadía, mas no desvió la mirada.

— Disculpe... no debí haber dicho eso.

Elisa sintió todo dentro de ella vibrar, como una nota musical que aún flotaba en el aire. Cada instinto le ordenaba retroceder, decir algo protocolario, poner una barrera. Pero había algo más fuerte allí. Algo que ya no era posible fingir que no existía.

— Júlia... —comenzó, sin saber qué vendría después.

La joven dio un paso atrás, respetando el espacio que Elisa no supo pedir.

— Sé que usted es casada. Sé que no debería complicarle la vida... yo solo la veo... yo... Solo... no importa. Quedé con Sofía para estudiar mañana en su casa, ¿le importa?

Las lágrimas quemaron detrás de los ojos de Elisa. El coraje brutal de Júlia la desarmaba completamente.

— Está bien por mí —murmuró.

Por un momento, se quedaron allí. Entre árboles, entre mundos. Dos personas que no deberían encontrarse, pero que, de alguna manera, se habían encontrado.

Entonces el celular de Elisa vibró en su bolsillo —un recordatorio brutal de la vida real—. Sofía preguntando dónde estaba, si tardaría mucho.

La magia del momento se rompió, como cristal agrietado.

— Necesito irme —dijo, con la voz ahogada.

Júlia solo asintió.

Elisa se dio la vuelta, sin mirar atrás. Cada paso dolía más que el anterior.

Y mientras se alejaba caminando, supo que aquella línea tenue que separaba lo permitido de lo prohibido había sido cruzada. Aunque nadie hubiera tocado a nadie. Aunque ninguna palabra explícita se hubiera dicho.

A veces, la mayor transgresión es la que ocurre en silencio.

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