...Nabí...
Mientras el sol brillaba intensamente sobre el parque, me encontré transportada a un recuerdo de mi infancia. Era un día radiante; podía sentir el calor del sol en mi piel y escuchar el canto alegre de los pájaros. Allí estaba mi padre, con su sonrisa amplia y llena de amor, sosteniéndome en el asiento de la bicicleta.
—¡Papá, no me sueltes! ¡Tengo miedo! —exclamé, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza.
Su mirada era tranquilizadora: —No te preocupes, Nabí. Yo estoy aquí. Solo confía en mí y pedalea con fuerza. ¡Tú puedes hacerlo! —su voz resonaba en mi mente como un mantra, llenándome de confianza.
Miré hacia abajo, mis pies apenas tocando los pedales: —Pero... ¿y si caigo? —pregunté, con un nudo en el estómago que parecía crecer.
—Si caes, te levantarás. Siempre lo haces. —respondió él con una sonrisa comprensiva—. Lo importante es que sigas intentándolo. La vida es así; a veces hay que caer para aprender a levantarse. —sus palabras eran como un faro en medio de mi miedo.
Sentí un ligero alivio al escuchar lo que decía y decidí mirar hacia adelante: —¿De verdad crees que puedo hacerlo? ¡Mira, ya estoy pedaleando! —exclamé, sintiendo cómo una chispa de emoción encendía mi espíritu.
—¡Eso es! ¡Vas muy bien! –dijo mi padre, dejando escapar una risa alegre que resonaba en el aire cálido del día. Sus ojos brillaban con orgullo– Ahora mira hacia adelante y siente la libertad. Cada vez que pedaleas, estás un paso más cerca de ser más fuerte.
Pero una duda persistente asomó en mi mente: —¿Y si nunca aprendo? ¿Qué pasará entonces? —pregunté, sintiendo cómo la inseguridad amenazaba con apoderarse de mí.
Él inclinó ligeramente la cabeza y me miró con ternura: —Siempre aprenderás, cariño. La vida es un viaje lleno de aprendizajes. —dijo con convicción—. Y recuerda, no importa cuántas veces caigas; siempre estaré aquí para ayudarte a levantarte.
Con esas palabras resonando en mi corazón, una ola de calidez me envolvió como si su abrazo invisible me protegiera del miedo. Era como si mi padre estuviera allí mismo, apoyándome en cada pedalada y cada paso del camino.
Al abrir los ojos, sentí que las lágrimas se acumulaban en mis pestañas, ahogando mi mirada. La luz de la noche se filtraba a través de las cortinas blancas, iluminando la pequeña y acogedora habitación en la que me encontraba. Todo parecía tan familiar y al mismo tiempo tan lejano. La nostalgia me envolvía mientras recordaba a mi padre, y una oleada de tristeza me atravesó al darme cuenta que solo en mis sueños podía hablar y verlo a él.
Me levanté de la cama con un leve temblor en las manos y caminé hacia el baño. Al mirarme en el espejo, vi el cansancio reflejado en mis ojos; eran ventanas a mis sentimientos más profundos.
Después de lavarme la cara con agua fría, sentí que parte de esa carga se desvanecía. Sequé mi rostro con una toalla suave y decidí dar un paso hacia la ventana de mi habitación. Al abrirla, el aire fresco de la noche me acarició la piel, trayendo consigo un rayo de calma.
La luz de la luna bañaba mi rostro, llenándome de una serenidad inesperada. Me quedé ahí un momento, contemplando cómo el mundo exterior parecía dormir bajo ese manto plateado. A pesar del frío que refrescaba mi cuerpo, había algo reconfortante en esa quietud nocturna.
Mientras miraba hacia el horizonte, recordé las palabras de mi padre: “Siempre estaré aquí para ayudarte a levantarte.” En ese instante, entendí que, aunque él ya no estuviera físicamente a mi lado, su amor y sus enseñanzas siempre vivirían dentro de mí.
Respiré hondo y permití que esos recuerdos fluyeran, como si cada lágrima fuera un tributo a su memoria. En medio de la nostalgia y el dolor, encontré una chispa de esperanza; sabía que él querría que siguiera adelante, buscando siempre la luz incluso en las noches más oscuras.
El sol asomaba en el horizonte, trayendo consigo un nuevo día lleno de oportunidades. El agua de la ducha caía sobre mi frágil cuerpo, cada gota era como un susurro que me recordaba que hoy era un nuevo comienzo. Me sentí renovada mientras el vapor envolvía el baño y me permitía dejar atrás las sombras de la noche anterior.
Una vez lista, me puse nuevamente la túnica que la monja Ana me había regalado. Era sencilla, pero en su textura suave encontraba consuelo. Miré a mi alrededor y vi cómo había dejado la habitación recogida e impecable; un pequeño acto que me hacía sentir más en control.
Al abrir la puerta y salir, el aroma de la comida cocinándose al otro lado de la pared llenó mis fosas nasales. Era un olor cálido y acogedor, como un abrazo. No pude evitar sonreír mientras me dirigía hacia la cocina.
—¡Buenos días, Nabí! —saludó Ana con su voz melodiosa al verme entrar—. He preparado un rico desayuno: avena con miel y frutas frescas.
Asentí, demostrando mi gratitud.
Ana se rió suavemente mientras revolvía una olla humeante—: Pensé en que las tostadas serían buena opción, pero hoy es un día especial. Quiero que empieces con energía.
Me senté en la mesa, observando cómo se movía con gracia por la cocina, como si cada gesto estuviera lleno de amor y cuidado.
—¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó mientras servía un tazón humeante frente a mí.
—Un poco más ligera, creo —signé, sintiendo que el peso del pasado comenzaba a desvanecerse—. Anoche fue difícil, pero creo que estoy lista para enfrentar lo que venga.
Ana se sentó frente a mí y me miró con atención—: Es natural sentir tristeza a veces. Lo importante es no quedarte atrapada en ella. Siempre hay una luz al final del túnel.
Asentí, recordando sus palabras sabias.
Mientras disfrutábamos del desayuno, el sacerdote entró en la cocina con una sonrisa amable.
—¡Buenos días, Nabí! —signó, gentilmente—. ¿Cómo has dormido?
—Buenos días, padre —respondí con un leve asentimiento—. Dormí un poco mejor, gracias.
Se unió a nosotras en la mesa, y Ana sirvió un plato para él. La conversación fluyó suavemente entre nosotros mientras compartíamos la comida.
Al terminar el desayuno, me levanté para ayudar a Ana con la limpieza de los trastes. Pero mientras lavaba los platos, un sabor amargo invadió mi paladar al recordar lo que había sucedido hace dos noches: las voces en la casa de mis abuelos, la frialdad de mi tío y el sufrimiento que había impregnado cada rincón de aquel lugar. Era como si los ecos de ese dolor aún resonaran en mí.
Ese pensamiento fue interrumpido por la voz del sacerdote.
—Nabí, ¿te gustaría ayudarme con algunas cosas en la iglesia hoy? —me preguntó, sus ojos brillando con amabilidad.
Sin pensarlo dos veces, asentí.
Él sonrió agradecido y me hizo una señal para seguirlo. Mientras caminábamos hacia la iglesia, no pude evitar preguntarle entre movimientos rápidos—: ¿Qué ha preparado para hoy?
El sacerdote miró al frente mientras caminábamos por el sendero cubierto de hojas caídas—: Hoy una familia hará una misa funeral por el aniversario del fallecimiento de un familiar querido. Es un momento delicado para ellos, pero también una oportunidad para celebrar la vida y recordar con amor.
Escuché atentamente sus palabras. La idea de honrar a aquellos que han partido resonaba en mí; era una forma de sanar las heridas del pasado.
—Me gustaría ayudar en lo que pueda.
El sacerdote asintió con aprobación—: Tu disposición es admirable, Nabí. La comunidad necesita personas como tú.
Al llegar a la iglesia, sentí una mezcla de nerviosismo y esperanza. Quizás este día podría ser un nuevo comienzo no solo para mí, sino también para aquellos que buscaban consuelo en su dolor.
Hoy ha sido un día largo y pesado. He estado todo el día con el sacerdote, ayudándolo a organizar la misa funeral. La atmósfera en la iglesia es solemne y, al mismo tiempo, cargada de emociones. Al poco tiempo de llegar, escuché el sonido de la banda de la iglesia, que empezó a tocar suavemente, creando una melodía melancólica que resonaba en mi corazón.
Conforme los autos lujosos iban llegando, no pude evitar sentir un nudo en el estómago. Las familias que se bajaban mostraban un aire de riqueza y poder, pero eso no importaba tanto como el dolor que traían consigo. Entonces vi a una mujer de cabello castaño y ojos marrones. Ella cargaba con delicadeza la foto de un hombre cuya sonrisa despampanante iluminaba el altar. Supe en ese instante que era el difunto por quien se celebraba la misa.
Mientras observaba a la mujer colocar la foto en el centro del altar, una sensación extraña comenzó a apoderarse de mí. Era como si una pesadez se instalara en mi espalda, como si alguien estuviera vigilándome. Mis manos empezaron a sudar sin razón aparente; el nerviosismo se apoderó de mí. Cada cierto tiempo, sentía la necesidad de mirar hacia atrás, preguntándome quién podría estar observándome y provocando esa incomodidad en mi pecho.
Sin embargo, cada vez que giraba la cabeza, solo veía a los familiares del difunto: rostros tristes pero llenos de amor y recuerdos. La misa continuó, pero mi mente estaba atrapada en esa sensación inquietante. El sacerdote hablaba sobre cómo la vida es un ciclo, sobre cómo celebramos no solo la pérdida, sino también el amor compartido con aquellos que han partido.
Intenté concentrarme en sus palabras, pero esa presencia invisible seguía susurrándome al oído, instándome a prestar atención más allá de lo evidente. A medida que los cantos resonaban en la iglesia y algunas lágrimas comenzaban a brotar entre los asistentes, luchaba por absorber el mensaje. Quería sentir paz en medio de esta tristeza.
Finalmente, cuando todos comenzaron a levantarse para presentar sus respetos ante el altar, supe que necesitaba salir al aire fresco. Con un ligero suspiro de alivio, me dirigí hacia la puerta principal. Una vez fuera, sentí cómo el aire fresco acariciaba mi rostro y despejaba parte de la tensión acumulada en mi pecho.
Pero justo cuando creí haber dejado atrás esa sensación extraña, algo llamó mi atención. Una sombra pasó rápidamente por mi visión periférica y giré la cabeza para averiguar qué era. Lo que vi hizo que mi corazón latiera más rápido: una figura oscura se desvaneció entre los árboles cercanos al jardín de la iglesia.
No sabía si debía seguirla o regresar adentro. Esa mezcla entre curiosidad y miedo me mantenía paralizada.
Con cada paso que daba hacia el jardín trasero del templo, la curiosidad me invadía más que el miedo. Mis pies se movían casi sin pensar, guiados por una fuerza interna que me empujaba a descubrir qué había detrás de esa sombra. El aroma de las flores me rodeaba, mezclándose con el aire fresco y húmedo del jardín. Sin embargo, a pesar de la belleza que me rodeaba, no podía sacudirme esa sensación inquietante.
Al llegar al centro del jardín, donde los árboles se agrupaban como guardianes silenciosos, miré a mi alrededor. Las flores brillaban con colores vibrantes bajo la luz tenue del atardecer, pero no había rastro de la figura que había visto. La desesperación comenzó a apoderarse de mí; era como si una presencia invisible me estuviera observando desde las sombras, burlándose de mi incertidumbre.
Miré hacia todos lados, tratando de detectar algún movimiento entre las ramas o un destello de luz que pudiera indicar dónde había ido a parar aquella figura.
El viento susurraba entre las hojas y, por un momento, creí escuchar un murmullo suave que parecía llamarme. Mi corazón latía con fuerza mientras avanzaba un poco más entre los árboles. La sensación se intensificaba; una mezcla de miedo y fascinación me empujaba hacia adelante. La sombra seguía presente en mi mente, como un misterio sin resolver que necesitaba aclarar.
De repente, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Esa mirada... todavía estaba ahí. Miré hacia atrás, pero todo lo que vi fue el camino que había recorrido. Sin embargo, no podía ignorar esa sensación; era como si alguien estuviera justo detrás de mí.
Decidí dar un paso más y acercarme a un gran roble en el centro del jardín. Sus ramas extendidas parecían ofrecerme refugio y al mismo tiempo ocultar secretos. Me acerqué al tronco y apoyé mi mano contra la corteza rugosa, sintiendo su solidez bajo mis dedos.
«¿Por qué me miras?»
La voz de la anciana Ana me sacó de mi ensueño—: ¿Qué haces aquí afuera, Nabí?
Ana tomó mis manos con ternura, y su calidez me reconfortó un poco—: Vamos adentro. —dijo, y aunque acepté su invitación, esa inquietante sensación no se desvanecía.
Caminamos hacia la puerta de la iglesia, y mi mente seguía atrapada en esa presencia que no podía identificar.
Al entrar, vi al sacerdote hablando con una mujer que parecía conocida para él. Esperamos pacientemente a que terminaran su conversación.
Pero entonces, un auto se detuvo frente a nosotros. La ventana trasera se bajó ligeramente y una voz masculina, profunda y autoritaria, resonó en el aire—: Apresúrate, tengo asuntos pendientes. —la mujer asintió rápidamente y se despidió del sacerdote.
Mis ojos no podían apartarse del auto. Era oscuro por dentro, pero cuando vi aquellos ojos grises brillar en la penumbra, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Eran como dos faros que iluminaban mi alma, llenos de una intensidad inquietante.
¿Quién estaba allí?
¿Por qué esos ojos me miraban como si me conocieran?
Ana notó mi desconcierto y me apretó la mano con suavidad—: Todo estará bien. —susurró con confianza, pero sus palabras no lograron calmar el torbellino en mi interior. La mujer se acercaba al auto, y yo quería seguirla; necesitaba entender qué estaba sucediendo.
«¿Por qué siento esto?» pensé mientras trataba de luchar contra la curiosidad que crecía dentro de mí como un fuego indomable. Antes de darme cuenta, di un paso hacia adelante, pero Ana me detuvo suavemente.
—No es nuestro lugar inmiscuirnos, —dijo con una calma que contrastaba con mi agitación interna. Aunque sabía que tenía razón, no podía evitar sentir que había algo más grande en juego.
El auto comenzó a retroceder lentamente y desapareció en la distancia. Mientras entrábamos nuevamente a la iglesia, el murmullo familiar y las luces suaves intentaron calmarme. Pero en el fondo de mi ser sabía que esta noche no terminaría sin respuestas.
La inquietud seguía zumbando en mis oídos mientras tomaba asiento. Miré a Ana a los ojos; aunque ella parecía tranquila, yo sabía que algo había cambiado en mí esa noche. La sensación de ser observada persistía, y con cada latido de mi corazón, sentía que el misterio apenas comenzaba.
Sentía que la curiosidad me consumía, como una llama que devoraba todo a su paso. Después de la breve conversación con Ana, no pude evitar acercarme al sacerdote Abel, quien estaba revisando algunos papeles en su escritorio.
—¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué familia son? —signé rápidamente.
Abel levantó la vista de sus documentos y una sonrisa burlona asomó en su rostro—: Ah, Nabí, pareces muy inquisitiva. Esa es una familia muy adinerada de la ciudad. Tienen más poder del que podrías imaginar.
La respuesta de Abel solo me avivó más las preguntas en la mente—: ¿Pero por qué se sienten tan... diferentes? Su aura era tan misteriosa. ¿Hay algo más que debería saber sobre ellos?
El sacerdote se rió entre dientes, como si disfrutara de mi curiosidad–: La riqueza puede hacer que las personas sean extrañas, querida. Pero no te preocupes por ellos; no son más que sombras tras sus muros de oro.
Sentía que mi inquietud aumentaba, pero antes de que pudiera formular otra pregunta, Ana apareció a su lado con una expresión seria—: Nabí, por favor, deja esto —me dijo con suavidad, pero firmeza—. No deberías preguntar más sobre ellos. Tienen una muy mala fama en nuestra comunidad.
—¿Mala fama? —signé, sorprendida—. ¿Por qué? ¿Qué han hecho?
Ana miró hacia el suelo antes de responder—: Hay historias... rumores sobre cómo han ganado su fortuna y lo que están dispuestos a hacer para protegerla. Es mejor que te alejes de ellos.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda al escuchar las palabras de Ana. La advertencia resonaba en mi mente: había algo oscuro y peligroso en esa familia, algo que iba más allá de lo material.
Asentí, la curiosidad era un monstruo difícil de controlar, y ahora sentía una mezcla de miedo y fascinación hacia esa familia misteriosa.
Mientras me alejaba del sacerdote y regresaba a la cocina junto a Ana, no podía sacudir la sensación de que había abierto una puerta hacia algo desconocido. Algo me decía que esta historia apenas comenzaba.
...----------...
Hoy es un día especial. Cumplo 18 años, y aunque el pasado parece un eco lejano en mi mente, siento que este momento es un nuevo comienzo. Ayer, mientras miraba por la ventana del templo, la luz del sol se colaba entre las hojas de los árboles, y una paz inesperada llenó mi corazón. Había olvidado lo que se sentía ser feliz.
El sacerdote Abel y la monja Ana me sorprendieron con un pastel de biscocho. Al verlo, una risa involuntaria escapó de mis labios.
Era tan sencillo, pero para mí significaba el mundo. Durante 11 años, había estado atrapada en la soledad y la oscuridad, pero hoy estoy rodeada de bondad y amor. La dulzura del pastel se mezcla con la calidez de sus sonrisas; es un regalo que nunca pensé recibir.
A medida que compartimos risas y recuerdos, me siento ligera. La sensación de felicidad burbujea en mi estómago, como si cada bocado me recordara que merezco ser celebrada. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, hay una sombra: sé que este es mi último día aquí. He sanado gracias a su cuidado, pero ahora debo volar.
Miro a Abel y Ana; su amabilidad ha sido mi refugio. Me han enseñado a encontrar fuerza en los momentos más oscuros. Pero es hora de dejar atrás este santuario que ha sido mi hogar por poco tiempo y enfrentar el mundo exterior. La idea me asusta, pero también me emociona.
La oscuridad se apoderó del cielo, y las estrellas comenzaron a titilar, como si cada una de ellas intentara contarme un secreto. Siempre he encontrado consuelo en su luz, un recordatorio de que, incluso en la noche más oscura, hay belleza que apreciar. Esa noche, después de mi baño ritual, me senté en la cama y dejé que el aire fresco acariciara mi piel. Las cortinas danzaban suavemente al compás del viento, y el canto de los grillos afuera me arrullaba mientras me sumía en mis pensamientos.
Finalmente, me acomodé bajo las suaves sábanas de seda, envuelta en la ligereza de mi túnica blanca. Cerré los ojos y pronto caí en un sueño profundo y plácido.
Sin embargo, en medio de ese dulce descanso, algo cambió. Un peso inesperado se posó sobre mí, robándome la tranquilidad. Sentí una presión en mi pecho y un aliento helado que rozaba mis orejas. Desperté de golpe, el corazón latiendo con fuerza y la confusión envolviendo mi mente.
Cuando abrí los ojos, la oscuridad de la habitación me pareció aún más opresiva. Ante mí, unos helados ojos grises me miraban intensamente. El terror se apoderó de mí en un instante.
La voz gruesa que susurró palabras que el miedo no me dejó escuchar. En ese momento supe que no era un extraño; su aura, sus ojos, su presencia me transportaron a aquel día fatídico en la misa funeral.
Era él.
El reconocimiento hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo. La misma figura que había estado presente en aquel momento sombrío ahora estaba aquí, en la habitación. Mi mente luchaba entre el miedo y el deseo de entender por qué estaba aquí.
El enorme cuerpo masculino me mantenía inmóvil, y cada segundo que pasaba bajo su peso se sentía como una eternidad. Mis ojos, llenos de lágrimas desesperadas, comenzaron a deslizarse lentamente por mis mejillas, dejando un rastro de miedo y confusión. La mano que sujetaba mis muñecas se apretó con fuerza, como si intentara anclarme en ese momento, mientras la otra acariciaba mi rostro.
En medio de mi angustia, él dio un profundo suspiro, como si estuviera conteniéndose de algo más. Era un sonido que resonaba en el aire, cargado de emociones reprimidas. Entonces, chocó su frente con la mía. En ese instante, sentí una conexión extraña; nuestros alientos se entrelazaban y el mundo exterior desaparecía.
Su cabello oscuro rozó mi frente y me envolvió en una mezcla de sensaciones. Pude percibir su aroma más de cerca; era un perfume masculino que emanaba fuerza y misterio. Tenía notas amaderadas y especiadas, con un toque sutil de cuero que evocaba imágenes de aventuras pasadas. Había algo en él que era intenso y embriagador; me hacía sentir tanto vulnerabilidad como fascinación.
El aroma me envolvía como un abrazo cálido en medio del frío temor. Era a la vez reconfortante y aterrador; un recordatorio de que estaba atrapada entre el peligro y algo desconocido pero intrigante. Mis sentidos estaban agudizados, cada inhalación me llenaba de una mezcla de ansiedad y curiosidad.
Mientras nuestras frentes permanecían en contacto, sentí cómo su respiración se volvía más irregular. Había una lucha interna en él que podía percibir a través del roce de nuestras ropas. Era como si su esencia masculina intentara comunicarme algo más allá de las palabras; una historia no contada que anhelaba ser escuchada.
El cuerpo del hombre se levantó ligeramente, afincando sus rodillas en el colchón mientras yo seguía atrapada en medio de él. Mis muñecas fueron liberadas, y aunque intenté forcejear con todas mis fuerzas, su monstruoso cuerpo me hacía sentir diminuta y vulnerable. No había forma de que pudiera competir con su fuerza.
De repente, su mano izquierda se deslizó hacia el bolsillo trasero de su pantalón. Con una voz gruesa que intentaba ser gentil, me dijo—: Perdóname, Nabí. —sus palabras resonaron en mi mente como un eco lejano, pero mi atención fue rápidamente desviada por lo que estaba haciendo.
El contacto de su mano derecha, que antes había acariciado mi rostro, fue sustituido por un pañuelo húmedo. En ese instante, un olor penetrante y químico invadió mis fosas nasales: era el cloroformo. Su aroma era fuerte y casi medicinal, con un trasfondo que recordaba a productos de limpieza, pero también tenía un matiz dulce que lo hacía engañosamente atractivo. Era un olor que prometía alivio y calma en medio del caos.
A medida que aspiraba más de esa fragancia inquietante, sentí cómo una extraña relajación comenzaba a apoderarse de mí. Era como si el cloroformo estuviera envolviéndome en un suave abrazo, disolviendo la tensión acumulada en mis músculos y nublando mis pensamientos. La realidad a mi alrededor empezó a desvanecerse lentamente; cada respiración se volvía más pesada y mis parpadeos más lentos.
El efecto del cloroformo era inmediato. Primero vino una sensación de mareo ligero, como si estuviera flotando en una nube espesa. Mis extremidades comenzaron a sentirse pesadas, como si estuvieran sumergidas en agua. La lucha interna que había sentido antes se desvanecía poco a poco; la resistencia se convertía en rendición.
Mi mente trataba de aferrarse a la conciencia, pero cada inhalación me robaba más claridad. Sentía cómo los bordes de mi visión se difuminaban y cómo los sonidos del mundo se volvían distantes y apagados. Las voces se convertían en murmullos lejanos, y el miedo comenzaba a transformarse en una especie de tranquilidad engañosa.
Finalmente, la oscuridad se cernió sobre mí como una manta pesada y cálida. El último vestigio de lucha desapareció mientras caía en un sueño profundo y sin sueños. Todo lo que quedaba era ese olor intenso del cloroformo impregnado en mi memoria, un recordatorio inquietante de lo que acababa de suceder.
Cuando desperté, lo primero que vi al abrir los ojos, que aún se sentían pesados, fue un candelabro que brillaba con un resplandor dorado, como si estuviera bañado en oro. Su luz danzante iluminaba la enorme y lujosa habitación en la que me encontraba. Todo a mi alrededor era una amalgama de opulencia: las paredes estaban adornadas con tapices ricos y pesados que parecían contar historias de épocas pasadas.
Con un esfuerzo, intenté bajarme de la cama. Mis piernas, aún desmayadas por el efecto del cloroformo, no pudieron sostenerme y caí al suelo frío y marmoleado. El impacto fue brusco, y el frío del mármol me recorrió como un escalofrío. Adolorida, logré levantarme como pude, sintiendo cada músculo de mi cuerpo protestar.
Al acercarme al gran espejo que tenía enfrente, me di cuenta de que mi túnica había sido cambiada por un vestido verde esmeralda de seda.
La tela suave se deslizaba sobre mi piel, pero las tiras finas que lo sujetaban de mis hombros dejaban al descubierto mi clavícula marcada y mis delgados brazos desnudos. Mis heridas estaban casi sanadas, pero la frescura de mi piel aún conservaba el olor a medicina, un recordatorio inquietante de todo lo que había pasado.
Al abrir la puerta, me encontré con un pasillo que parecía sacado de un cuento de hadas, pero con un aire de melancolía que lo envolvía. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura, tallados con intrincados motivos que contaban historias de antaño. A lo largo del pasillo, candelabros de cristal colgaban del techo alto, sus luces parpadeantes luchando por iluminar la penumbra que reinaba en el ambiente.
El suelo estaba cubierto por una alfombra lujosa y desgastada, cuyos tonos burdeos y dorados se desvanecían en las sombras. Cada paso que daba producía un suave murmullo, como si el pasillo mismo estuviera susurrando secretos olvidados. Las puertas a los lados eran numerosas, cada una decorada con herrajes brillantes y antiguos que reflejaban el tenue resplandor de la luz.
A medida que avanzaba, noté que los retratos en las paredes eran más que simples decoraciones; eran ojos vigilantes que parecían seguirme con curiosidad y desdén. Los rostros serios y sombríos estaban atrapados en marcos dorados adornados con filigranas, y cada uno contaba la historia de una vida vivida en esa mansión.
El aire era fresco y cargado de un aroma a madera envejecida y algo más; quizás un perfume floral marchito que se había asentado en el tiempo. A mi alrededor, los ecos de mis pasos resonaban, amplificando el silencio inquietante que me rodeaba. Era como si cada rincón del pasillo estuviera lleno de recuerdos atrapados, esperando a ser liberados.
Mientras descendía las escaleras, cada peldaño crujía bajo mis pies, como si la madera misma estuviera viva y me advirtiera sobre lo que estaba a punto de descubrir. Las escaleras eran un espectáculo en sí mismas; estaban revestidas con un tapiz de terciopelo rojo que contrastaba con los muros de mármol blanco, creando un ambiente de opulencia y misterio. Las barandillas estaban delicadamente esculpidas en bronce dorado, brillando tenuemente bajo la luz de los candelabros que iluminaban el espacio.
Con cada paso que daba, mi mirada se deslizaba por los detalles: las intrincadas molduras en el techo, los espejos antiguos que reflejaban fragmentos de mí misma y el ambiente que me rodeaba. Mi intuición me guiaba a ser cautelosa, a no perderme en la belleza del lugar. Una extraña sensación de inquietud me acompañaba, como si algo inevitable estuviera aguardando al final de esa bajada.
Al llegar al último peldaño, me encontré en una sala que parecía un salón olvidado por el tiempo. Las paredes estaban adornadas con más retratos, cada uno más elaborado que el anterior. La luz temblorosa danzaba sobre las pinturas, proyectando sombras inquietantes. Fue entonces cuando mis ojos se posaron en uno en particular: un retrato de mí misma, vistiendo el mismo vestido que llevaba puesto en ese momento.
Mi corazón se detuvo por un instante. El lienzo capturaba cada detalle: mi cabello caía en suaves ondas alrededor de mi rostro, mis ojos reflejaban la misma intensidad que sentía en ese momento; era yo, pero encerrada en una imagen estática. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras me daba cuenta de que no era solo una coincidencia; había algo siniestro en ello.
A medida que avanzaba, más y más retratos aparecían ante mí. Cada uno era una versión de mí misma, capturada en diferentes momentos y poses, todos con miradas que parecían seguirme con curiosidad y juicio. Mis piernas comenzaron a temblar; la incomodidad se transformó en pánico. No podía soportar la idea de ser observada por tantas versiones de mí misma, cada una atrapada en su propio tiempo y lugar.
Sin poder soportarlo más, decidí darme la vuelta y retroceder hacia las escaleras. Pero justo cuando lo hice, choqué con algo sólido y frío. Miré hacia arriba y allí estaba él: un hombre alto, casi dos metros de altura, con ojos grises que destilaban una extraña satisfacción. Su mirada era penetrante y familiar a la vez; reconocí esos ojos sombríos y profundos.
—¿A dónde vas, Nabí? —preguntó con una voz gruesa que resonó como un eco en la sala vacía.
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Comments
Yara Noguera
me atrapó tanto suspenso.....baje las escaleras con nabi...qué nervios!!!!
2025-07-03
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Eudy Brito
Que nervios 😱😲😲
2025-04-22
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