Capítulo 6

Jonathan Ferguson, el secretario general de los países unidos, tenía el ceño fruncido y el rostro ajado cuando escuchaba lo que le decía Harold Reynolds, el jefe de la administración espacial.  Se mecía en su silla demasiado nervioso y no le despegaba los ojos de encima. -¿Quién truenos puso esa cosa inservible en el espacio?-, refunfuñaba furioso una y y otra vez. Reynolds  sudaba y estaba incómodo por la mirada inquisidora de Ferguson. Sus pupilas lo seguían implacable, como clavos ardientes agujereándole el pecho.

  -Es un laboratorio que entró en desuso. La idea era mandarlo lejos de la órbita terrestre por el confín del espacio, pero algo falló y ahora está sujeto por la atmósfera de la Tierra, colgado encima de nosotros-, pasó Reynolds un pañuelo por su frente duchada de sudor.

  -¿Quién fue?, insistió malhumorado Ferguson, el responsable debe encargarse de esa cosa y sacarla de la atmósfera del planeta antes que ocurra una hecatombe-

  -Fue la compañía de Douglas Harrison, el laboratorio formaba parte de un consorcio internacional dedicado a investigaciones espaciales, estuvo en órbita veinte años, hasta que caducó. Fue abandonado hace dos años mientras los científicos lo manipulaban desde la Tierra para enviarla al espacio, en tanto cumplía su ciclo final del vida, sin embargo los controles fallaron, se apagaron de repente y finalmente colapsaron-, dijo Reynolds.

  -¿Y qué es lo que ha dicho Harrison?-, estrujó la boca Ferguson.

  -Movilizó a todos sus científicos pero no han podido hacer nada, la nave está fuera de control y no hay forma de moverla-, insistió Reynolds.

  -¿Por qué Harrison  no ha enviado a nadie al espacio para que solucione todo?-, alzó el mentón enojado el secretario de los países unidos.

  -Un transbordo espacial demorará seis meses en despegar de la Tierra, señor, y el Investigator se derrumbará sobre la Tierra en tan solo unas pocas semanas-, sopló su angustia Reynolds.

  Ferguson no dijo nada. Se mantuvo con el rostro adusto, fastidiado y malhumorado a la vez. Repasó otra vez la pantalla de su ordenador y allí se detallaban todos los peligros letales y catastróficos que se cernían sobre la humanidad. Se convenció en lo que le había dicho Reynolds, que el desplome del laboratorio espacial sería una hecatombe comparable al meteorito que mató a los dinosaurios. Sería el fin todos los seres vivos en el planeta.

  -Vuélveme a decir lo de los dinosaurios-, intentó calibrar Ferguson el peligro latente sobre la humanidad.

  -Fue una cadena de sucesos. Después de impactar el meteorito ocurrió un mega terremoto colosal que duró varios meses-, dijo Reynolds.

  -Pero ese meteorito tenía diez kilómetros, el laboratorio espacial no es tan enorme como eso-, estiró una vaga sonrisa Ferguson.

  -Eso está en mi informe, señor. El laboratorio espacial Investigator está cargado de helio, hidrógeno, plutonio y uranio, tanto o más que un millar de formidables bombas nucleares-, dijo Reynolds. No dejaba de sudar, empañando a cada instante incluso sus lentes.

  -Malaya, masculló Ferguson, envíen alguna otra estación espacial cercana al Investigator, hay muchísimas colgadas en el espacio, que algún piloto entre allí y la saque del espacio nuestro, no lo veo nada complicado, me parece que es solo rutina-

  -Las distancias son demasiadas, señor, es imposible que alguien llegue a  tiempo, la nave más próxima tardará entre dos o tres meses tan solo en acercarse-, dijo Reynolds.

   Ferguson miró el mapa espacial que se abría en una ventana de su ordenador. Allí estaba encerrado en un círculo el Investigator. En efecto, de desplomarse caería, irremediablemente, sobre Europa. El peligro era inminente a menos que sea expulsado de la atmósfera terrestre y que se pierda en el espacio sideral. Pero ¿Cómo mover ese tremendo armatoste? Imposible bombardearlo con misiles por sus efectos atómicos y nucleares, tampoco se podía enviar un transbordador porque no tenían ninguno listo, ni siquiera remotamente preparado para una hazaña de esa naturaleza, menos movilizar alguna cápsula científica.

  -¿Qué podemos hacer?-, preguntó Ferguson,. esta vez con la voz trémula, sin tilde de enfado, por el contrario subrayando sus palabras de miedo y pavor a la vez.

  Reynolds tenía una idea en cartera. -Hay un pequeño laboratorio que hace estudios sobre la capa de ozono, no está tan cerca pero tampoco muy lejos del Investigator-, dijo trastrabillando, también, con su incertidumbre y miedo.

  -¿Cuál?-, prendió una lucecita de esperanza en su mirada Ferguson.

  Reynolds se levantó fue a la pantalla del ordenador de Ferguson, lo amplió y mostró una nave pequeña, como un punto débil, difuso, efluvio entre tantas estrellas y nebulosas.

  -El Navigator-, dijo finalmente.

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