Capítulo 4

  James Hamilton estaba boquiabierto viendo los pasadizos alfombrados, las escupideras elegantes, los muebles artísticos y de época, los jarrones carísimos y los enormes cuadros de grandes artistas que colgaban de las paredes, soberbios, altivos y grandilocuentes.

  -El arte más que una expresión es un sentimiento, mi amigo James-, sonrió Gustav Majors, el presidente de la nación. Degustaba una pipa y balanceaba su panza enorme. Reía con los ojos y sus mostachos canos le daban un aire encopetado.

  -Yo quería ser artista, hacía bonitos dibujos en la escuela-, no dejaba su perplejidad Hamilton.

  -Y yo quería ser cantante, je je je, pero ya ve, terminé siendo político-, estalló en en carcajadas, Majors. Lo invitó pasar a su despacho y le pidió a su secretaria café y galletas. Los dos se arremolinaron en un sillón de cuero grande en la estancia. A Majors no le gustaba estar detrás de su escritorio o tener poses burócratas. Era distendido y campechano.

  -¿Qué es lo que le preocupa, James?-, echó una gran bocanada de humo Majors.

  -Todo lo que le envié a su móvil, señor presidente, el laboratorio espacial Investigator  caerá como una bomba atómica sobre Europa-, empezó a sudar Hamilton. Estaba demasiado preocupado por la inminente catástrofe mundial.

  -Sí, sí, sí, hablé con Reynolds, hice la consulta de inmediato con mis generales, también con el secretario de la organización de países unidos y de las naciones de Europa. Ciertamente es un grave peligro que se cierne sobre la humanidad. Se trata de un laboratorio abandonado que ha dejado de funcionar. La idea es remolcarlo, sacarlo de la órbita. Tenemos cerca a la estación Xuézhe, su equipo de científicos y astronautas lo mandarán a los confines del espacio en menos de lo que canta un gallo-, siguió fumando su pipa Majors.

  Hamilton continuaba sudando angustiado sin embargo. -Es que no tenemos tiempo, señor presidente, yo he hecho los cálculos y el Xuézhe llegaría recién en cinco semanas donde el Investigator y el colapso se producirá en apenas tres semanas, es imposible-, desorbitó los ojos Hamilton.

  No era el único problema. Los observatorios en todo el mundo advirtieron que se había desatado una lluvia de meteoritos que estaban golpeando, inclemente al Investigator.

  -¿Y eso qué significa?-, estaba desconcertado Majors.

  -Que el laboratorio se desarmará ante tantos golpes de los meteoritos y sus partículas de acero caerán sobre la Tierra, provocando explosiones, sismos e incendios por doquier de una magnitud descomunal. En esas condiciones es imposible que alguna nave pueda llegar hasta allí para remolcarlo sin verse afectado por los meteoritos-, dijo Hamilton pesimista.

  -¿No hay solución?-, arrugó la frente el mandatario anonadado.

   -El problema es que no hay tiempo, las distancias son abismales con el Investigator-, insistió Hamilton.

   Majors no sabía eso. Nadie le habló de distancias. -¿Qué quieres decir?-, balbuceó el mandatario entrecortado, balbuceando y empalideciendo de pronto.

  -No hay ninguna estación cerca del Investigator, presidente. La estación espacial caerá irremediablemente sobre nosotros. Y no solo matará a cientos de millones de personas sino que su efecto podría ser tan catastrófico y devastador como el meteorito que exterminó a todos los dinosaurios.  Será el fin del mundo-, dijo entonces James Hamilton parpadeando con la voz trémula y vacía. El mandatario descolgó la quijada y su pipa rodó por la alfombra donde seguía humeando, ajeno a la hecatombe que amenazaba a la humanidad.

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