Destruyeme
Cuarenta horas. Dos mil cuatrocientos minutos. Ciento cuarenta y cuatro mil segundos atrapada en este coche.
El viejo Chevelle tiembla bajo la furia de la tormenta mientras permanezco sentada al volante, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Estoy furiosa, exhausta y congelada hasta los huesos. He cruzado el país entero solo para terminar varada en medio de un diluvio, justo en la entrada del puente de Brooklyn.
La lluvia golpea con fuerza, convirtiendo la carretera en un espejo resbaladizo. Pocos autos pasan y, cuando lo hacen, ninguno se detiene. He intentado agitar los brazos, gritar, incluso pararme en medio del camino, pero es inútil. Nueva York no tiene piedad con los recién llegados.
—¿Por qué no me quedé en Los Ángeles? —gruño para mí misma mientras palmeo el capó del coche como si con eso pudiera hacer que se encendiera mágicamente.
Un destello de luz me obliga a girar el rostro. Un auto se detiene justo frente a mí, sus faros iluminando la lluvia como un par de ojos espectrales en la noche. El miedo se mezcla con la esperanza en mi estómago. He oído demasiadas historias sobre asaltos y asesinatos en esta ciudad, así que no bajo la guardia.
Cuando la puerta del conductor se abre, un chico sale al exterior.
No es un hombre adulto ni un anciano con buenas intenciones. Es un chico de mi edad, con el cabello negro empapado cayéndole sobre la frente. Sus ojos azul grisáceo brillan bajo la luz de su auto, enmarcados por unas cejas oscuras y una expresión de diversión.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta, elevando la voz para hacerse oír sobre la tormenta.
Su tono es tranquilo, sin prisas, como si rescatar a extraños en medio de un diluvio fuera algo cotidiano para él.
Me abrazo a mí misma y lo analizo con rapidez. No es el chico más alto que he visto, pero su presencia es imponente. Su piel morena resalta bajo la lluvia, y noto un moretón desvaneciéndose sobre su pómulo izquierdo.
Un pensamiento absurdo cruza mi mente. Es el chico más atractivo que he visto en mi vida.
Él arquea una ceja, divertido.
—¿Hola? Me estoy empapando aquí.
—Realmente necesito una mano —admito, finalmente.
Una media sonrisa se forma en sus labios antes de avanzar hacia mí. Me apresuro a abrir el capó del coche, permitiéndole examinar el motor.
—¿Se apagó de repente?
—Sí. Iba bien y de pronto murió.
—¿Segura de que tenía gasolina? —pregunta, y yo resoplo, indignada.
—No soy idiota.
Creo escuchar una risa ronca, pero se ve interrumpida por el estruendo de un trueno.
—Creo que lo tengo —dice después de unos segundos, gruñendo mientras manipula algo dentro del motor—. Intenta encenderlo.
Obedezco y, para mi sorpresa, el motor cobra vida con un rugido familiar.
—¡¿Cómo hiciste eso?! —exclamo, sin poder ocultar mi sonrisa.
Él cierra el capó con facilidad y se sacude las manos.
—Los autos viejos tienen una especie de mecanismo de defensa. Cuando se sobrecalientan, botan la batería y se apagan. ¿Cuánto tiempo llevas conduciendo?
—Desde Los Ángeles —digo con orgullo.
Él silba, sorprendido.
—¿Los Ángeles? Has tenido suerte de que no te haya dejado tirada antes. ¿Viniste a trabajar?
—A estudiar —respondo, aún sonriendo—. Filosofía y Letras.
—¿En serio? ¿Irás a la UNY? —pregunta, alzando las cejas—. Yo estudio Periodismo.
Mi boca se abre en sorpresa.
—Supongo que te veré por ahí, entonces.
—Eso parece —dice, mirándome de arriba abajo con descaro. Un escalofrío recorre mi espalda, aunque no sé si es por el frío o por su mirada.
—Soy Leonel.
—Lucia. Lucia Hale.
—Lucia Hale —repite mi nombre, como probándolo en sus labios. Su mirada se vuelve intensa—. Dime, Lucia… ¿qué clase de chica eres?
Mi ceño se frunce.
—¿De qué hablas?
—¿Zorra o virgen? —pregunta con una sonrisa burlona.
Todo el encanto de la situación se desmorona en un instante.
Mis expectativas caen como un castillo de naipes. ¿Qué esperaba de un chico como él? ¿Un caballero en armadura dorada?
Aprieto la mandíbula y abro la puerta del auto. Él suelta una carcajada, inclinándose sobre la ventanilla.
—Vamos, no te ofendas. Es solo una pregunta.
Lo fulmino con la mirada y levanto el mentón.
—No voy a responder eso.
Él chasquea la lengua, divertido.
—Virgen. Completamente virgen —afirma como si fuera un hecho, encogiéndose de hombros—. Qué lástima, Lucia. Nos habríamos divertido mucho.
El agua escurre por su rostro, pero no parece inmutarse.
—Nos vemos por ahí.
No espero más. Pongo el coche en marcha y me alejo, furiosa, decepcionada e indignada.
Cuando llego al campus, la tormenta ha menguado. Encuentro el edificio donde renté una habitación y subo las escaleras con mi maleta pesada. Al llegar al cuarto piso, busco el número 342 y toco la puerta, esperando que mi compañera no esté dormida.
La puerta se abre y me recibe una chica con el cabello rubio platino y rizos desordenados. Sus brazos están decorados con tatuajes intrincados y lleva un par de expansiones en las orejas.
—Te esperaba hace una hora —dice con una sonrisa ladeada.
Levanto los brazos, mostrando mi ropa empapada.
—Tuve un pequeño percance.
Ella me hace espacio y entro a la habitación. Es pequeña pero acogedora. En una de las paredes hay cientos de fotografías encimadas y el aire huele a incienso.
—Soy Lucia Hale —digo, extendiendo mi mano.
—Cleo Miller —responde, estrechándola con firmeza—. Ahora ve a tomar un baño antes de que mueras de hipotermia.
Después de una ducha caliente y una larga charla con Cleo, me voy a la cama, sintiéndome un poco menos sola en esta ciudad.
A la mañana siguiente, el aroma a café me despierta.
—¿Qué hora es? —pregunto con voz ronca.
—Siete y media —responde Cleo sin mirarme—. Hay café si quieres.
—No tomo café.
Ella suelta una risa.
—Deberías. Será tu mejor aliado en este lugar.
Me visto rápidamente y salimos al campus. Todo es un caos de estudiantes corriendo, parejas besándose y chicos en patineta.
De repente, Cleo se tensa a mi lado.
—Oh, Dios… cada vez está más caliente.
Sigo su mirada y mi estómago se encoge.
Leonel camina hacia la entrada principal con una sonrisa fácil y segura.
—Si no fuera tan jodidamente escalofriante, me lanzaría sobre él —dice Cleo.
Levanto una ceja.
—¿Escalofriante? A mí me parece un imbécil.
Cleo me mira, sorprendida.
—¿Lo conoces?
—Me ayudó con mi coche anoche.
Su expresión cambia.
—Lucia, por lo que más quieras, mantente lejos de Leonel Álvarez. Es peligroso.
Sus palabras me inquietan. ¿Qué es lo que no sé sobre él?
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