Complejo De Amigos
Amelia siempre había sido la luz en la vida de Stiven. Desde que tenían memoria, habían compartido risas, secretos y tardes interminables de juegos en el parque del vecindario. Sus madres, amigas de toda la vida, siempre los habían empujado a pasar tiempo juntos, a pesar de las diferencias que los hacían tan distintos. Amelia, dulce y extrovertida, contrastaba con Stiven, un chico introvertido y serio, que solía ser más retraído, incluso en su niñez. Sin embargo, siempre se habían entendido, como si una invisible conexión los uniera, un lazo que trascendía las palabras.
El tiempo había pasado, y aunque seguían viviendo en el mismo vecindario, sus caminos parecían alejarse lentamente. Amelia había cambiado, y Stiven también. Ya no eran los niños que jugaban juntos en la arena del parque; ahora, ambos adolescentes, la vida les había traído más preguntas que respuestas, más inquietudes que certezas. Y aunque las madres insistían en que pasaran tiempo juntos, la dinámica entre ellos ya no era la misma.
"Stiven, ¿te gustaría ir al cine este fin de semana?" preguntó Amelia un día, sentada en el borde de la piscina de su casa. Su voz era suave, algo tímida, como si no estuviera segura de cómo lo recibiría.
Stiven levantó la mirada del teléfono móvil, donde había estado absorto en algo que parecía mucho más interesante que la conversación de Amelia. "No tengo ganas", respondió con una indiferencia que a Amelia le dolió un poco más de lo que esperaba.
Era una respuesta que ya no la sorprendía. Stiven había cambiado tanto en los últimos meses. Ya no era el chico alegre y juguetón que compartía con ella todos sus sueños de infancia. En su lugar, había alguien más distante, más frío, como si algo en su interior se hubiera roto y no quisiera o no pudiera repararlo. A veces Amelia se preguntaba si había hecho algo para alejarlo, pero la respuesta nunca llegaba, y las dudas empezaban a crecer en su corazón.
"Siempre dices que no tienes ganas", continuó Amelia, aunque con menos esperanza en su voz. "Nunca salimos. Siempre estás ocupado con tus cosas, y yo... yo solo quiero pasar tiempo contigo."
Stiven la miró fijamente, como si sus palabras no significaran nada para él. "¿Y qué quieres que haga? ¿Te diviertes viéndome como si fuera tu perro de compañía?" Su tono era cortante, lleno de una amargura que ella no comprendía.
Amelia se quedó en silencio, sorprendida por la agresividad que Stiven acababa de mostrar. Había algo en su mirada que la desconcertaba, una sombra que no lograba entender. "No te estoy pidiendo que seas mi perro, Stiven. Solo quiero que estemos juntos como antes. Como amigos."
Pero Stiven no respondió. Se levantó rápidamente y se alejó de ella sin decir palabra alguna, dejándola sola con sus pensamientos.
"¿Qué ha pasado contigo?", susurró Amelia para sí misma, sintiendo el dolor en su pecho. Nunca había visto a Stiven así, tan distante y tan... extraño.
A partir de ese día, las cosas entre ellos comenzaron a cambiar, pero no de la manera que Amelia esperaba. Cada encuentro con Stiven se volvía más incómodo, más tenso. Él parecía tener una capacidad infinita para herirla con palabras duras y respuestas frías. A veces, incluso se reía de ella, como si disfrutara de verla molesta o confundida. Las constantes negativas, las evasivas, los silencios se convirtieron en su lenguaje. Y aunque Amelia trataba de no dejarse afectar, una parte de ella moría un poco con cada encuentro.
Lo que no sabía Amelia era que Stiven, aunque aún no lo entendía del todo, estaba luchando contra algo mucho más profundo que su indiferencia. Un trauma, un dolor que había arrastrado desde la infancia, algo que había quedado marcado en su alma y que ahora comenzaba a aflorar de manera incontrolable.
Cuando Stiven era niño, todo parecía perfecto. Vivía con su madre en una casa pequeña, pero cálida. Sin embargo, todo cambió una tarde lluviosa cuando su padre, un hombre reservado y distanciado, dejó de regresar a casa. Durante semanas, su madre había intentado consolarlo, pero nada parecía calmar el vacío que había dejado la ausencia de aquel hombre. Stiven, con solo ocho años, no entendía del todo lo que estaba pasando, pero sentía que la gente comenzaba a mirar a su madre con desdén. Y con el paso de los años, esa soledad se transformó en rabia, en dolor reprimido, algo que Stiven nunca supo cómo expresar, algo que ahora comenzaba a salir a la superficie.
La relación con Amelia siempre había sido su refugio, el único lugar donde se sentía aceptado, comprendido. Pero conforme fue creciendo, ese refugio también comenzó a volverse incómodo, como si su corazón ya no pudiera encontrar paz en la relación que antes le traía consuelo.
"Tal vez no la merezca", pensó Stiven una tarde, mientras caminaba solo por el parque donde solían jugar. Pensaba en Amelia, en sus ojos llenos de esperanza y en las conversaciones que solían tener. Sin embargo, la idea de acercarse de nuevo a ella lo llenaba de miedo. El miedo de que, al final, también la perdería. "Es mejor alejarme", pensó con tristeza. Pero las palabras crueles que había dicho no le dejaban en paz. Sabía que estaba hiriendo a Amelia, pero no sabía cómo detenerse. La rabia lo dominaba.
Esa tarde, después de otro encontronazo con Amelia, él se quedó mirando al cielo, tratando de encontrar respuestas en las nubes que pasaban lentamente. "¿Por qué ella me importa tanto?" se preguntaba, sintiendo una punzada en el pecho. "¿Por qué me duele tanto hacerle daño?"
La verdad era que Stiven no quería alejarse de Amelia. No quería herirla. Pero había algo en su interior, algo que lo empujaba a hacerle daño, a empujarla lejos, como si pensara que, de alguna manera, eso la protegería. La idea de que podía perderla lo aterraba más que cualquier otra cosa, y por eso se refugiaba en la agresividad, en la indiferencia.
Mientras tanto, Amelia, por su parte, no sabía qué pensar. Todo lo que conocía de Stiven se desmoronaba ante sus ojos. Ya no era el chico que solía conocer. No era el amigo que había estado a su lado en las buenas y en las malas. Y aunque ella no entendía lo que le pasaba, algo le decía que las cosas no serían fáciles. Algo había cambiado en él, y no sabía si sería capaz de soportarlo.
Con cada día que pasaba, el dolor se acumulaba en su pecho. Amelia sentía que algo dentro de ella se estaba rompiendo, pero no quería rendirse. No quería dejar ir a Stiven, no quería que su amistad se desvaneciera en el aire como si nunca hubiera existido. Ella lo amaba, en el sentido más puro de la palabra, pero cada vez más se daba cuenta de que tal vez el amor no era suficiente para sanar las heridas de Stiven, ni las suyas.
Stiven y Amelia estaban atrapados en un laberinto de emociones, recuerdos y traumas sin resolver. El destino parecía estar jugando una cruel partida con ellos, y ninguno de los dos sabía cómo seguir adelante.
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