Capitulo 11

El rey Dante se encontraba en su estudio, meditando sobre la reciente conversación que había tenido con la reina Leticia. Decidió que era el momento de enviar una carta al Duque de Cortés para discutir un tema importante. Con un gesto firme, tomó la pluma y comenzó a escribir.

—Estimado Duque de Cortés,

Espero que esta carta le encuentre bien. Me gustaría invitarlo al palacio real para discutir un asunto de gran importancia. La alianza entre nuestras familias es crucial, y me gustaría conversar sobre el futuro de nuestros hijos.

Atentamente,

Rey Dante de Alarcón.

Selló la carta con el emblema real y se la entregó a un mensajero, quien partió de inmediato hacia el Ducado de Cortés.

Al día siguiente, el rey, nuevamente en su estudio, contemplaba un retrato que colgaba en la pared, él, la reina Leticia y su hijo Arturo posaban con la majestuosa serenidad propia de la realeza. Aunque Arturo no era su único hijo, para Dante, el cuadro estaba completo.

Mientras observaba el retrato, mandó llamar a su hijo.

—Arturo, ven aquí, hijo. Necesito hablar contigo sobre un asunto importante.

El príncipe Arturo, siempre respetuoso, entró en la sala e hizo una leve reverencia.

—Sí, padre. ¿De qué se trata?

El rey mantuvo la mirada fija en el cuadro por un momento antes de hablar.

—He estado pensando en tu futuro. Ya tienes diecisiete años, y es hora de considerar un compromiso. La reina y yo hemos discutido la posibilidad de unirte en matrimonio con Elena de Cortés.

Arturo se quedó en silencio, sorprendido por la mención repentina de una niña de la que solo había oído hablar.

—Entiendo, padre.

—He escuchado varios rumores sobre ella —continuó el rey—. Algunos dicen que está enferma o que hay algo extraño en su crianza. Pero quiero saber tu opinión. ¿Hay alguna otra joven que te interese?

—Haré lo que crea conveniente para el bien del reino, padre. Mis sentimientos personales son secundarios a mi deber.

El rey asintió, complacido.

—Bien dicho, Arturo. Puedes retirarte.

Esa misma tarde, el Duque de Cortés llegó al palacio, recibido con todos los honores. Fue conducido al salón de audiencias, donde el rey Dante lo esperaba. Tras los saludos formales, se sentaron a discutir.

—Duque, gracias por venir —dijo el rey Dante—. Quiero hablar sobre la posibilidad de un compromiso entre mi hijo Arturo y su hija, la princesa Elena. Creo que esta unión fortalecería ambas casas.

El Duque de Cortés, un hombre imponente de mirada astuta, sonrió con cortesía.

—Agradezco su interés, Majestad. Sin embargo, debo decir que Elena aún es muy joven para pensar en compromisos. Apenas tiene diez años y no está lista para tales responsabilidades.

El rey frunció el ceño, no del todo satisfecho con la respuesta.

—La edad nunca ha sido un problema, Duque. No hablo de casarlos de inmediato, sino de formalizar un compromiso para el futuro. Me gustaría conocer a la princesa y hablar más detalladamente sobre esto. Los rumores sobre su salud me inquietan...

La sonrisa del Duque se mantuvo, aunque su mirada se endureció ligeramente.

—Los rumores son solo eso, rumores, Majestad. Elena está perfectamente bien, pero, como mencioné, aún es muy joven. Tal vez podríamos retomar esta conversación en un par de años, cuando haya crecido más.

El rey reflexionó en silencio durante unos segundos antes de asentir.

—De acuerdo. Acepto esperar. Espero que en el futuro podamos discutir esto con más claridad.

El Duque inclinó ligeramente la cabeza.

—Así será, Majestad. Agradezco su paciencia y comprensión.

El rey observó cómo el Duque se retiraba del salón, sin poder evitar sentir cierta incomodidad ante la calma inquebrantable de su interlocutor.

Lo que el rey no vio, al quedarse solo, fue la leve sonrisa que cruzó el rostro del Duque mientras salía del palacio, ni escuchó el comentario despectivo que soltó al subirse a su carruaje.

—Idiotas...

El Duque Cortés los tenía donde quería y, cuando el rey y la reina se dieran cuenta, sería demasiado tarde.

En lugar de regresar directamente al Ducado Cortés, el Duque envió un mensaje inesperado al Marqués Alfonso de Mascia, informándole de su inminente llegada al castillo Mascia.

El mensaje sorprendió al marqués, pero, aún así, hizo los arreglos necesarios para recibirlo con la debida cortesía. Cuando el Duque Franco llegó al caer la tarde, el Marqués Alfonso lo esperaba en el salón principal junto a su esposa, la Marquesa Josefina, y su hija mayor, Isabella, una joven de dieciséis años, de porte elegante y mirada serena.

El Duque examinó discretamente a Isabella, sobre quien ya había escuchado muchos comentarios en los círculos sociales.

Tras los saludos formales, tomaron asiento en el salón. Les ofrecieron té y aperitivos, pero el Duque no probó bocado ni sorbo.

—Marqués, vengo a hacerle una propuesta que beneficiará a ambas familias —dijo Franco, yendo directamente al punto.

El marqués, siempre cauteloso, asintió y lo miró con atención.

—Lo escucho, Duque. ¿De qué se trata?

El Duque miró a Isabella por un breve instante antes de continuar.

—Me gustaría proponer un compromiso entre mi hijo Devon y su hija Isabella. Estoy convencido de que la señorita sería una duquesa ejemplar.

El asombro fue evidente en los rostros de la familia Mascia. Isabella abrió los ojos sorprendida, mientras su madre mantenía una expresión tranquila, aunque claramente interesada. El marqués, por su parte, adoptó una mirada seria.

—Devon Cortés —pensó el marqués—. Tiene fama de ser rebelde, de difícil temperamento. Ha causado problemas en eventos sociales y se dice que incluso el Duque tiene dificultades para controlarlo. ¿Cómo encajaría Isabella, una joven tranquila y bien educada, en un compromiso con alguien así?

El Duque, impaciente pero disimulandolo, preguntó.

—¿Qué piensa, Marqués?

El marqués levantó la mirada y respondió con franqueza.

—Aprecio su propuesta, Duque, pero debo admitir que no la esperaba. El joven Devon es un joven destacado, sin duda, pero no estoy seguro de que Isabella esté preparada para asumir tal responsabilidad.

Franco mantuvo su sonrisa, aunque su mirada se tornó más afilada. Sabía que el marqués estaba siendo demasiado modesto. Si Elena no existiera, Isabella de Mascia habría sido la primera opción como prometida del príncipe Arturo.

—Entiendo sus reservas, Marqués, pero creo que subestima las capacidades de su hija. La señorita Isabella tiene todas las cualidades necesarias para convertirse en una duquesa excepcional.

El marqués se mostró pensativo, pero no dio una respuesta inmediata.

—Necesito tiempo para evaluar esta propuesta cuidadosamente.

El Duque asintió, aunque no le agradaba la demora.

—Por supuesto. Sin embargo, podría ser beneficioso que los jóvenes se conozcan. Señorita Isabella —dijo, volviendo su mirada hacia la joven—, ¿qué le parece pasar unos días en el Ducado Cortés para conocer a mi hijo?

Isabella, incómoda bajo la intensidad de su mirada, respondió con cautela tras buscar la aprobación de su padre.

—Su Gracia es muy amable. Estaría encantada, siempre y cuando mi padre lo considere apropiado.

El Duque miró al marqués con una expresión expectante.

—Marqués, ¿no cree que sería una buena idea?

El marqués asintió, aunque no del todo convencido.

—Creo que es razonable que los jóvenes se conozcan.

El Duque sonrió, satisfecho.

—Entonces, nos prepararemos para recibirla lo antes posible.

Aunque no había logrado sellar el compromiso de inmediato, Franco sabía que era solo cuestión de tiempo. Las jóvenes eran fáciles de influenciar a esa edad, y confiaba en que la apariencia y porte de Devon harían que Isabella cayera rendida ante él. Con eso, el Duque tenía prácticamente asegurada la alianza.

Y, de paso, cerraría otra puerta al rey Dante.

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