Capitulo 7

El ritmo de la vida de Elena seguía igual, siempre con lecciones que superaban lo que una niña de su edad debía aprender. Cada día, la dificultad aumentaba, y la señora Susan no mostraba piedad alguna en su rigurosa enseñanza. Elena se esforzaba por mantener la concentración, temerosa de cometer otro error que la llevara a un castigo aún peor.

Aquella noche, Elena estaba despierta, mirando el techo de su habitación. No podía dormir. Sus pensamientos estaban con su hermano, a quién, no había visto ni tuvo una noticia de él en meses. La tristeza era evidente en su pequeño rostro, antes brillante y lleno de vida, ahora apagado y lleno de melancolía. Se acurrucó en su cama, susurrando el nombre de Devon.

—Devon... ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Por qué no has venido a verme?

Elena volteó en la cama, susurrando sus pensamientos al vacío oscuro de su habitación.

—Se aburrió de mí... Ya no le importo... ¿Como todos los demás, él también me dejará?

Para Elena, no era un hecho desapercibido que las personas a su alrededor se iban poco después de estar un tiempo con ella, y eso la afectaba profundamente. Para ella, que no tenía conocimiento de los planes que tejía su padre y del porqué de todas esas extrañas reglas a su alrededor, las personas que trabajaban en el anexo la abandonaban porque no querían estar con ella.

—Les debo parecer rara, desagradable... u horrible.

Murmuró, abrazando su almohada con fuerza.

—Tal vez a mi padre también, por eso no me quiere ver.

Por más que pensara y pensara, esas eran las únicas respuestas a las que podía llegar. La incomprensión y la tristeza la abrumaban, y las lágrimas seguían fluyendo, mojando la almohada. Se sentía abandonada y sola, incapaz de entender por qué su mundo era tan frío y distante.

La señora Susan, con su dureza y falta de compasión, no era un consuelo, y las estrictas lecciones solo añadían más peso a su ya frágil espíritu.

Mientras se acurrucaba aún más en su cama, las lágrimas silenciosas empezaron a correr por sus mejillas. Intentó no sollozar, recordando la lección de la señora Susan de que las lágrimas no conseguían nada, pero era difícil contener la tristeza que sentía.

Al día siguiente, en otro punto del Reino,

en el palacio real de Alejandría, los vastos jardines eran un refugio tanto para los juegos infantiles como para las conspiraciones de los adultos.

En ese día soleado, Bastian, acompañado de su tutor y capitán de los caballeros reales, Robert, se encontraba caminando por uno de los senderos menos frecuentados del jardín. La presencia de Robert era una constante, una sombra que recordaba a Bastian su lugar en el mundo: el bastardo del rey, un hijo nacido de un error que nunca podría ser borrado.

Por casualidad, Bastian y Robert se cruzaron con Arturo, el príncipe heredero, que estaba explorando el mismo jardín. Arturo, siempre jovial y despreocupado, saludó a su medio hermano con una sonrisa.

—¡Bastian! ¡Qué bueno verte!

Dijo, sin el menor rastro de la distancia que todos esperaban de él.

Bastian inclinó la cabeza con respeto, consciente de la mirada vigilante de Joshua.

—Su Alteza.

Respondió, intentando mantener la formalidad que se le exigía.

Arturo rodó los ojos, claramente incómodo con la formalidad.

—Vamos, Bastian, ¿por qué no jugamos un rato?

Robert frunció el ceño, pero no dijo nada. Arturo no le dio tiempo para objetar antes de tomar a Bastian de la mano y llevarlo al jardín preferido de la reina. Allí, bajo la sombra de los árboles floridos, Arturo sacó un par de espadas de madera que había escondido.

—Vamos a entrenar un poco, mi madre no me deja practicar mucho.

Dijo con entusiasmo.

Bastian miró las espadas de madera con cierta duda, pero la sonrisa de Arturo era contagiosa. Tomó una de las espadas y asumió una postura defensiva, mientras Arturo hacía lo mismo. El combate comenzó de manera amistosa, con risas y comentarios ocasionales.

Sin embargo, a medida que el duelo progresaba, los pensamientos de Bastian comenzaron a divagar. Recordó cómo, a pesar de compartir la misma sangre real, sus vidas eran diametralmente opuestas. Arturo era el príncipe, amado y adorado, mientras que él era el bastardo, una mancha en la reputación del rey. La injusticia de su situación, el resentimiento acumulado, todo eso comenzó a burbujear dentro de él.

En un momento de furia incontrolable, Bastian dejó que su habilidad y fuerza superaran su autocontrol. Con un golpe preciso, golpeó la mano de Arturo con la espada de madera. Arturo soltó un grito de dolor y cayó al suelo, con la mano enrojecida.

—¡Bastian, eso dolió!

Dijo, sorprendido y adolorido.

Bastian se quedó congelado, su mente aún procesando el impacto de lo que había hecho. Arturo, su medio hermano, yacía en el suelo, con la mano enrojecida y el rostro contorsionado por el dolor. La culpa y la vergüenza se arremolinaron dentro de Bastian, sofocando la ira que había sentido momentos antes.

—¡Alteza, lo siento mucho! No quise hacerle daño, fue un accidente…

Bastian extendió una mano para ayudar a su hermano a levantarse, pero antes de que pudiera acercarse más, una voz helada y autoritaria lo detuvo en seco.

—¿Qué está pasando aquí?

Bastian se giró, y su corazón se hundió al ver a la Reina Leticia avanzando hacia ellos, sus ojos fulgurando de furia. Todo su cuerpo se tensó, sabiendo que nada bueno vendría de este encuentro. Arturo también se levantó, sosteniendo su mano adolorida, y trató de interceder.

—Madre, fue un accidente. Estábamos jugando y—

Pero la Reina Leticia no prestó atención a las palabras de su hijo. Sus ojos estaban fijos en Bastian, y su expresión era una mezcla de ira y desdén. En un movimiento rápido y decidido, cruzó la distancia que los separaba y abofeteó a Bastian con fuerza. El sonido resonó en el jardín, y Bastian sintió el ardor en su mejilla, pero no se atrevió a moverse.

—¡Tú! ¿Cómo te atreves a poner un dedo sobre mi hijo? ¡Eres un bastardo desagradecido, una mancha en esta familia!

Las palabras de la reina cortaron más profundo que la bofetada. Bastian bajó la mirada, sus manos temblando por la mezcla de dolor físico y emocional.

—¿Crees que puedes herir a Arturo para quedarte con lo que nunca te pertenecerá? ¡Eres un error, un pecado, y nunca serás más que eso!

Robert, que había estado observando desde una distancia prudente, se acercó rápidamente, con el rostro tenso.

—Majestad, por favor, fue un accidente. El joven Bastian nunca—

La reina Leticia levantó una mano para silenciar a Robert.

—¡Silencio! No quiero escuchar excusas. ¡Es tu responsabilidad mantener a este bastardo lejos de mi hijo! ¡Ahora pagará por su insolencia!

Se giró hacia Bastian, sus ojos duros y fríos.

—Serás enviado a las mazamorras de castigo. No comerás ni beberás nada durante dos días. Tal vez eso te enseñe a mantenerte en tu lugar.

Arturo intentó intervenir de nuevo, su voz suplicante.

—Madre, por favor, fue culpa mía. Yo lo invité a jugar. No fue su intención lastimarme…

Pero la reina Leticia no estaba dispuesta a escuchar. Con un gesto despectivo, ordenó a Robert que se llevara a Bastian.

—Llévalo lejos de aquí. No quiero volver a ver su rostro.

En el corazón del palacio real, oculto en las profundidades, se encontraban las mazmorras de castigo. Ese lugar era una prisión temida por todos, un sitio diseñado para quebrar hasta el espíritu del hombre más fuerte. Los muros estaban hechos de una piedra negra que absorbía la luz, dejando a los prisioneros en una oscuridad total. El silencio era absoluto; no había eco, no había sonido, solo un vacío abrumador.

Dentro de ese abismo, el tiempo perdía su significado. Los prisioneros no tenían noción de cuánto tiempo había pasado, lo que añadía una capa de tormento mental a su confinamiento. El aire era frío y húmedo, y la sensación de aislamiento era tan profunda que incluso los pensamientos parecían resonar en el vacío. Era un lugar que había llevado a muchos a la locura, un destino del que pocos regresan con su mente intacta.

Las mazmorras de castigo no solo eran una prisión física, sino una trampa para el alma, un castigo reservado para aquellos que han cometido los crímenes más atroces contra el reino. Su reputación era suficiente para infundir miedo en los corazones de los criminales, sabiendo que, una vez dentro, no solo enfrentarán el aislamiento, sino también sus propios demonios en la oscuridad eterna.

Tanto Robert como Bastian quedaron impactados por la sentencia de la Reina, pero Robert sabía que pedir clemencia a ella era perder el tiempo. Robert tomó a Bastian por el brazo, conduciéndolo fuera del jardín. Bastian se dejó llevar, su mente en blanco por el shock y la humillación. Cada paso que daba, sentía el peso de las palabras de la reina, y una oscura desesperación se asentaba en su pecho.

Cuando estuvieron fuera de la vista de la reina, Robert se detuvo y se arrodilló frente a Bastian, mirando sus ojos llenos de tristeza y furia contenida.

—Lo siento, Joven Bastian. Esto es mi culpa, no debí permitir que viniera... Haré lo que pueda para aliviar tu castigo, pero necesitas ser más cuidadoso. Tu posición es… complicada.

Bastian asintió, incapaz de encontrar las palabras. Sabía que Robert estaba haciendo lo mejor que podía, pero la realidad de su situación era inescapable. Mientras caminaba de regreso a su habitación, cada paso le recordaba su lugar en el mundo, y el abismo que siempre lo separaría de su hermano, Arturo.

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