"Objetivo" Domar Al Ceo
Hace años, cuando aún estaba en la escuela, soñaba con ser el mejor de la clase. Siempre fui popular; eso nadie podía negarlo. Pero, a pesar de tener todo lo que un adolescente pudiera desear, no lograba alcanzar lo único que realmente anhelaba: la aprobación de mi padre. Para él, ser popular no era suficiente. Quería resultados, excelencia, y ahí siempre aparecía ella. Melanie.
Melanie era una becada, siempre impecable, siempre perfecta. No importaba cuántos tutores contratara mi padre para mí; Melanie siempre me superaba. Nunca entendí cómo alguien como ella, que provenía de un mundo tan diferente al mío, lograba dejarme atrás una y otra vez. Era reservada, distante, y parecía impermeable al magnetismo que yo ejercía sobre el resto. Mientras las demás chicas se peleaban por mi atención, ella ni siquiera me miraba.
Eso me frustraba. Pero, por alguna razón, no podía ignorarla. Cada vez que pasaba frente a mí, con su cabello recogido y su expresión fría, sentía una mezcla de odio e intriga. A veces me preguntaba cómo se vería si se soltara el cabello, pero descartaba esos pensamientos rápidamente. Hablarle era imposible. Mis amigos se habrían burlado de mí por acercarme a "la becada". Así que la odié en silencio, aunque también admiraba su determinación.
Eventualmente, me rendí. Nunca sería lo que mi padre quería. Decidí que, si no podía cumplir sus expectativas, al menos me divertiría. Eso, por supuesto, solo me trajo más problemas.
—¡Teo, ven! ¡Hay una fiesta increíble esta noche! —me dijo uno de mis amigos.
—Teo, no Teodoro. Ya sabes que odio ese nombre —respondí, rodando los ojos.
Fui a la fiesta. Como siempre, las cosas se salieron de control. Entre risas, coqueteos y tragos, una chica me confesó que le gustaba.
—Gracias, ya lo sé —respondí con una sonrisa arrogante—. Le gusto a todo el mundo.
Todo parecía ir bien hasta que apareció su novio. No dijo una palabra antes de golpearme directamente en la cara. Mis amigos, por supuesto, intervinieron, y la situación escaló. Alguien llamó a la policía, y terminamos en la comisaría.
"Mi padre me va a matar", pensé mientras me revisaba el rostro en un espejo. "Otra vez me cortará las tarjetas de crédito. Todo por culpa de ese idiota".
Un oficial se acercó.
—Teodoro, tienes una llamada.
Contesté, esperando el sermón de siempre.
—Eres un desastre —dijo mi padre con voz fría—. Ya no sé qué hacer contigo.
—¡Ven a buscarme! Te juro que esta vez no es mi culpa —protesté.
—No puedo ir. Estoy ocupado. Mandaré a alguien de confianza.
Cortó la llamada antes de que pudiera responder. ¿Asistente de confianza? ¿Desde cuándo mi padre tenía uno? Ignoré el detalle, más interesado en salir de esa celda.
Unos minutos después, el policía abrió la puerta.
—Vinieron por ti.
Y ahí estaba ella. Melanie. De pie, esperándome con la misma expresión fría de siempre. Por un instante pensé que era una broma. ¿Qué hacía ella trabajando para mi padre? Entonces recordé lo que él había dicho: alguien de confianza.
—Vamos. El chófer nos está esperando —dijo sin emoción.
Había cambiado. Ya no llevaba los gruesos lentes que usaba en la escuela, y su figura había madurado. Pero seguía siendo la misma Melanie: distante, fría y con esa coleta impecable. Caminé tras ella, intentando mantener la calma.
—¿Por qué mi padre no vino? —pregunté al subir al auto.
—El señor estaba ocupado. Por eso me envió —respondió sin mirarme.
Por supuesto que estaba ocupado, pensé con sarcasmo. Mientras el auto avanzaba, intenté ignorarla, pero me resultaba imposible. Cada vez que giraba para mirarla, ella seguía actuando como si yo no existiera. Era como volver a los viejos tiempos.
Al llegar, bajé apresurado del auto. Melanie abrió la puerta para mí y se despidió con un simple "hasta luego" antes de marcharse. Esa noche, después de dormir unas horas, decidí enfrentar a mi padre.
—¿Cómo es posible que trabajes con mi enemiga? —exigí al entrar a su oficina.
Mi padre bajó su laptop y me miró con una mezcla de sorpresa y exasperación.
—¿Enemiga? ¿De qué hablas? —preguntó, claramente divertido.
—Melanie. Quiero que la despidas ahora mismo.
Su respuesta fue una carcajada.
—Eso jamás pasará. Melanie es la mejor empleada que tengo. Nadie podría hacer el trabajo que ella hace. Confío plenamente en ella.
—¿Prefieres a una becada antes que a tu propio hijo? —grité, incapaz de contenerme.
Mi padre se levantó y, sin decir una palabra, me dio una bofetada.
—¿En qué fallé contigo? —dijo con los ojos encendidos de rabia—. Melanie es un ser humano, y como tal merece respeto. De hecho, ella vale más que tú. Es responsable, trabajadora y tiene principios. Tú, en cambio, no eres más que un vago que vive de fiesta en fiesta. Ahora lárgate. Estás molestando a la gente que sí trabaja.
Me negué a irme. Pero mi padre tenía la última palabra.
—Melanie, ven un momento —llamó.
Ella entró, tan serena como siempre.
—Por favor, acompaña a Teodoro a la salida. Asegúrate de que se vaya.
Intenté protestar, pero su mirada me dejó claro que no tenía opción. Salí furioso, y Melanie me siguió.
—¡No tienes que seguirme! Sé perfectamente dónde está la salida —gruñí.
—Lo sé —respondió—. Pero son órdenes.
Había algo en su voz que me hizo detenerme. Estaba nerviosa. Por primera vez, la vi fuera de su usual fachada fría. Y eso me desarmó. Respiré hondo y traté de calmarme.
—Lo siento. No deberías perseguir a alguien cuando está molesto —dije finalmente.
—Lo sé. No es buena idea —respondió con una sonrisa leve.
Era la primera vez que veía una emoción en su rostro. Por un momento, me quedé en silencio, preguntándome quién era realmente Melanie y por qué parecía tan imperturbable frente a todo. Tal vez, después de todo, no la conocía tan bien como creía.
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