Una oportunidad para enamorarte.

Para desgracia de Mónica, su madre había vuelto para la celebración del imperio, pero eso no le quitaría la felicidad que sentía. La duquesa tuvo que callar su disgusto al saber que el ostentoso vestido y las joyas que portaba su hija eran un regalo de su ahora prometido.

Por otra parte, el ambiente en el palacio era tan glamuroso y misterioso como lo quería el emperador. Él había estado, al comienzo de la velada, recibiendo a todos los invitados, pero el anfitrión principal sería su hijo, el recién coronado rey del Norte.

Los duques Mesellanas y su familia presentaron sus respetos al emperador. Después del archiduque Chevalier y el duque Vitaly, quienes no estuvieron mucho tiempo en la celebración, ya que tenían que regresar a sus hogares, sus hijos eran muy pequeños y daban bastante trabajo.

Mónica se sintió tan agobiada que se retiró a uno de los palcos privados que quedaban en los balcones del palacio, pero el único que estaba solo era uno con poca iluminación, que quedaba alejado del salón del baile.

Tras ella entró un misterioso hombre que se posó detrás de ella. Mónica quedó congelada; había puesto el aviso de que el palco estaba ocupado. ¿Quién se atrevía a entrar? Pero sus nervios la traicionaron, dejándola estática.

—Amada mía, por fin a solas. —La voz era ronca, pero tenía un tono gatual que le erizó la piel. Ella sentía que conocía esa voz, pero su mente aún no descubría de quién era.

—Bailemos. —Mónica se dio la vuelta, pero aún no podía ver el rostro del hombre que estaba totalmente cubierto por la máscara. Lucía un impecable traje negro que se mimetizaba a la perfección con la oscuridad del palco.

— No te vi en todo el baile. ¿Cuándo llegaste? — Un hombre de ese porte sería difícil de ignorar, y de eso estaba muy segura. No podía verlo bien, ya que ella tenia un ligero problema en la vista, su prometido tenía un aura tan elegante y brazos tan firmes que se hacía una idea de cómo lucía.

— Llevo horas observándote; me ha dejado sin aliento verte tan hermosa. — Mónica se sonrojó a más no poder.

— Mi señor, ¿no es atrevido de nuestra parte estar a solas? — Ella estaba muy cómoda mientras bailaban tan íntimamente, pero eso no quitaba que su conciencia la reprendiera por ser tan libertina.

— Ciertamente lo es, pero ¿acaso no es mejor esto? ¿Qué estar en medio del bullicio, donde todos pondrían en tela de juicio hasta el más ligero movimiento que hagamos? Aquí solo podremos escuchar el ritmo de nuestros corazones, sin tener más intervención que la de nosotros mismos. — Mónica estaba embelesada; se acurrucó en el pecho de su prometido mientras continuaban bailando, olvidándose por completo del tiempo.

El emperador sabía que no podía ocultar más su identidad. Llevó a Mónica hacia el balcón, donde reposa con claridad la luz de la luna, y quitó su máscara ante una sonriente Mónica, la cual dejó de sonreír cuando él estuvo a centímetros de su rostro.