Entre engaños y verdades

Me quedé observando mi reflejo en el espejo. El vapor que cubría el vidrio hacía que mi rostro se difuminara, como si mi identidad también se estuviera desvaneciendo. El agua aún resbalaba por mi piel, pero no me sentía limpio. Nada podía lavar lo que llevaba dentro.

Me reí, pero el sonido era seco, vacío. La sonrisa en mi rostro era una máscara, y mis ojos, aunque brillaban con una mezcla de euforia y preocupación, revelaban el caos. Me puse el jersey blanco con manos temblorosas, como si al vestirme pudiera cubrir el desorden que se escondía bajo la tela.

El cuarto estaba iluminado, pero para mí, todo se sentía envuelto en sombras. Un manto negro me rodeaba, ahogando cualquier rastro de color o esperanza. Respiré hondo, intentando calmar mi agitado corazón, pero cada latido parecía un golpe de advertencia: No estás bien.

Empecé a caminar por los pasillos. Las paredes parecían cerrarse a mi alrededor, como si cada paso me llevara más profundo en un túnel oscuro y sin salida. Podía sentir el peso de mis mentiras colgando de mis hombros, aplastando mi pecho.

Sabía que lo que estaba a punto de hacer no era correcto. Iba a mentir. O al menos, no decir toda la verdad. Pero era necesario. Conservar lo que tenía, lo que me había sido dado, era más importante que la verdad. Aunque doliera, aunque me consumiera.

Llegué a la habitación de mi padre. Todo era blanco, brillante, como si la luz tratara de purificar el espacio. Pero yo traía conmigo la oscuridad. El aroma a cítricos llenaba el aire, calmante, casi irritante por lo ajeno que me parecía.

Me senté en el sillón, el cuero frío contra mi piel, y pedí ser escuchado. Mi padre me observaba en silencio, sus ojos llenos de preocupación. Sentí una punzada en el pecho. Me preocupaba que su amor se convirtiera en decepción.

Antes de que pudiera pensarlo más, las palabras salieron de mi boca, rápidas, como si fueran una confesión que llevaba años esperando:

—Estoy enfermo, papá. Lo he estado desde pequeño. Tomo medicamentos y… las veces que me desaparezco es porque no puedo controlar mi enfermedad. Lo siento… por mentir y engañar.

Mi voz temblaba. Sentía un nudo en la garganta, un peso en el estómago. No sabía qué reacción esperar, pero lo que no esperaba fue lo que pasó después.

Mi padre me abrazó. Me envolvió en sus brazos, en silencio, y por un momento, no hubo más que ese gesto. El calor de su cuerpo contrastaba con el frío que sentía dentro de mí, pero no lograba derretir el hielo que me congelaba el alma.

—Tranquilo —susurró—. Amado Ryu, estoy aquí. ¿Qué necesitas?

El silencio volvió a llenar la habitación. Me sentía atrapado en él, ahogándome en un mar de emociones que no podía controlar. Mi respiración se volvía más difícil, como si el aire no fuera suficiente para mis pulmones.

¿Ya lo sabías? Las palabras se me escaparon, suaves, como si temiera romper la frágil paz que había entre nosotros.

—Lo sé todo de ti —respondió él, su voz tranquila, como siempre—. Estoy y estaré listo para escucharte. Todo va a estar bien, no debes preocuparte de nada. Te amamos.

¿Todo va a estar bien? ¿Cómo podía decir eso? No sentía que nada estuviera bien. Las palabras de mi padre eran cálidas, llenas de amor, pero en lugar de consuelo, me llenaban de culpa. No merezco esto.

Entonces, mi segundo padre entró en la habitación. Nos abrazó a ambos, en silencio. No necesitaba decir nada. Su gesto lo decía todo. Sabía lo que estaba pasando. Sabía lo que sentía. Pero aun así, estaba ahí. Aun así, me aceptaba.

El nudo en mi garganta crecía, impidiéndome respirar con normalidad. Sentía que las paredes de la habitación se cerraban sobre mí. Sabía que era el momento de soltarlo todo, de liberar el peso que llevaba dentro. Pero… no pude.

No aún.

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