Entre Latidos Y Silencio

Entre Latidos Y Silencio

Capítulo 1: Diagnóstico.

En una ciudad bulliciosa, Alejandro, un joven Omega de 28 años, vivía solo en un moderno apartamento en el centro. Dueño de una exitosa empresa de tecnología, su vida estaba marcada por el trabajo duro y la soledad. La pérdida de su madre en su adolescencia había dejado una profunda herida en su corazón, y su padre, aunque presente, siempre lo había tratado de manera diferente. Alejandro sabía que su padre lo quería, pero la relación entre ambos era distante y complicada.

A pesar de su éxito profesional, Alejandro había comenzado a notar que algo no andaba bien. Los dolores de cabeza se habían vuelto constantes y cada vez más intensos. Pensaba que se debía al estrés y a las largas horas que dedicaba a su empresa, pero decidió consultar a un médico para estar seguro.

Un día, mientras revisaba informes financieros en su oficina, un dolor agudo en la cabeza lo hizo detenerse. Cerró los ojos, tratando de que pasara, pero el mareo fue demasiado fuerte. Decidió llamar a su asistente para que lo llevara al hospital.

Después de una serie de pruebas y análisis, los médicos encontraron algo alarmante y decidieron realizar estudios más profundos. Alejandro se encontraba sentado en la sala de espera del consultorio del Dr. Hernández, un neurólogo reconocido en la ciudad. Los minutos parecían eternos. Finalmente, el doctor lo llamó a su oficina. Alejandro entró y se sentó frente al escritorio, intentando mantener la calma.

—Alejandro, gracias por venir —dijo el Dr. Hernández con una expresión seria—. Lamentablemente, tengo noticias difíciles que darte.

Alejandro sintió un nudo en el estómago. Respiró hondo y asintió, preparado para lo peor.

—Hemos encontrado un tumor en tu cerebro —continuó el doctor—. Está en una etapa avanzada y, aunque haremos todo lo posible para tratarlo, quiero que sepas que es una enfermedad terminal.

Las palabras resonaron en la mente de Alejandro, golpeándolo como una ola implacable. Se sintió mareado, como si el mundo a su alrededor comenzara a desmoronarse. El Dr. Hernández continuó explicando las opciones de tratamiento y lo que podría esperar en los próximos meses, pero Alejandro apenas podía concentrarse en las palabras. Solo podía pensar en su empresa, en su vida, en todo lo que aún no había hecho.

Salió del hospital en un estado de aturdimiento, con una carpeta de información y una serie de citas para comenzar el tratamiento. Al llegar a su apartamento, el silencio y la soledad se hicieron más pesados que nunca. Su padre no sabía nada de esto, y Alejandro no sabía cómo enfrentar la conversación. Sabía que su vida había cambiado para siempre, y que la lucha que tenía por delante sería la más dura de todas.

Alejandro pasó la noche en vela, con la mente inundada de pensamientos y emociones encontradas. Se preguntaba cómo iba a enfrentar esta nueva realidad y qué le depararía el futuro. A la mañana siguiente, se preparó para ir a su oficina, tratando de mantener la normalidad, aunque sabía que nada volvería a ser igual.

En su empresa, sus empleados notaron algo extraño en él, pero Alejandro se esforzaba por ocultar su preocupación. La carga de mantener la fachada se hizo más pesada con cada hora que pasaba. Decidió llamar a su mejor amigo, Daniel, un Alfa que siempre había estado a su lado en los momentos más difíciles.

—Daniel, ¿podemos vernos esta noche? Necesito hablar contigo —dijo Alejandro, tratando de mantener la voz firme.

—Claro, Ale. Nos vemos en nuestro lugar habitual —respondió Daniel, notando la seriedad en la voz de su amigo.

Esa noche, se encontraron en el pequeño café donde solían reunirse. Alejandro llegó primero y se sentó en una mesa apartada, mirando distraídamente la taza de café frente a él. Cuando Daniel llegó, se sentó frente a Alejandro y lo miró con preocupación.

—¿Qué pasa, Ale? —preguntó Daniel, directo.

Alejandro respiró hondo, sintiendo cómo el nudo en su garganta se hacía más grande.

—Tengo un tumor cerebral, Daniel. Es terminal —dijo, tratando de contener las lágrimas.

Daniel quedó en silencio por un momento, asimilando la noticia. Luego, se inclinó hacia adelante y tomó la mano de Alejandro.

—Lo siento mucho, Ale. Estoy aquí para ti, en lo que necesites —dijo con sinceridad.

Alejandro asintió, agradecido por el apoyo de su amigo. Hablar con Daniel le dio un poco de consuelo, pero sabía que aún tenía que enfrentar a su padre. No podía seguir ocultándole la verdad.

El fin de semana, Alejandro decidió visitar a su padre, quien vivía en una casa en las afueras de la ciudad. La relación entre ellos siempre había sido tensa, pero Alejandro sabía que no podía enfrentar esta lucha solo.

—Papá, necesito hablar contigo —dijo Alejandro cuando llegó, tratando de sonar seguro.

Su padre, un hombre serio y reservado, lo miró con preocupación.

—¿Qué pasa, hijo?

Alejandro tomó una profunda respiración antes de hablar.

—Tengo un tumor cerebral. Es terminal —dijo, sintiendo cómo las palabras le pesaban en el alma.

El rostro de su padre se transformó, pasando de la sorpresa a la tristeza y la preocupación. Se acercó a Alejandro y, por primera vez en mucho tiempo, lo abrazó con fuerza.

—No sé qué decir, Ale... Estoy aquí para ti, lo sabes, ¿verdad? —dijo su padre, con la voz quebrada.

Alejandro asintió, sintiendo una mezcla de alivio y dolor. Sabía que la relación con su padre no sería fácil de reparar, pero este era un primer paso.

Con el apoyo de su amigo Daniel y de su padre, Alejandro comenzó a prepararse para los tratamientos. Las visitas al hospital se convirtieron en una rutina mensual, cada una más difícil que la anterior. La quimioterapia y la radioterapia lo debilitaban, pero Alejandro se aferraba a la esperanza y al amor de aquellos que estaban a su lado.

La vida de Alejandro cambió radicalmente. Aprendió a valorar los pequeños momentos de felicidad y a encontrar belleza en las cosas simples. Aunque la enfermedad avanzaba, Alejandro decidió vivir cada día al máximo, creando recuerdos que durarían más allá de su tiempo.

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