Mil Años De Metamorfosis
La oscuridad era total, una manta impenetrable que ahogaba cualquier luz residual en la vasta cámara subterránea. El sarcófago metálico comenzó a vibrar suavemente, despertando a sus antiguos mecanismos. Con un chirrido ensordecedor, la cubierta comenzó a abrirse, dejando escapar un aire viciado y cargado de milenios de estancamiento.
Los ojos del soldado se abrieron lentamente, revelando un brillo amarillo que cortaba la penumbra. Su mente estaba aturdida, una marea de recuerdos fragmentados y sensaciones desconocidas inundaban su consciencia. El primer aliento que tomó fue áspero, como si sus pulmones se adaptaran nuevamente a la vida. Sentía una extraña mezcla de miedo y fascinación por el aire espeso que llenaba sus pulmones, como si cada molécula trajera consigo ecos de un pasado lejano y olvidado.
Incorporándose con dificultad, el soldado emergió del sarcófago, sus garras rozando el suelo de piedra con un sonido metálico. Al mirar sus manos, se encontró con garras afiladas y escamas que cubrían su piel. Su corazón latía con fuerza mientras trataba de entender su nueva apariencia. Había sido transformado, mejorado, pero a un costo que aún no comprendía completamente. La confusión y el pánico comenzaron a apoderarse de él como sombras voraces, devorando cualquier destello de claridad que intentaba aferrarse a su mente.
Confusión y pánico comenzaron a apoderarse de él. ¿Qué había sucedido? ¿Cuánto tiempo había pasado? Intentó recordar los rostros de aquellos que lo sometieron al experimento, las promesas de poder y gloria, pero todo estaba borroso, como si fuera un sueño distante y distorsionado. Una sensación de traición se enredaba con el miedo, creando un nudo de desesperación en su pecho.
Se levantó completamente, sus sentidos ahora mucho más agudos. Podía oír el zumbido lejano de los mecanismos del laboratorio, sentir las corrientes de aire frío y húmedo que atravesaban la cámara. La oscuridad ya no era una barrera total; sus ojos se habían adaptado para ver en la penumbra, percibiendo formas y movimientos que antes le habrían sido invisibles. Cada sombra se movía con vida propia, susurrando secretos que solo él podía escuchar.
El laboratorio era inmenso, un laberinto de pasillos y cámaras llenas de artefactos olvidados. A medida que avanzaba, el soldado exploraba con cautela, cada paso resonando en el silencio sepulcral. La soledad del lugar pesaba sobre él, aumentando su sensación de aislamiento y desorientación. El eco de sus pasos le devolvía la amarga confirmación de que estaba solo en un mundo que ya no reconocía.
En su exploración, encontró otras cápsulas similares a la suya, cada una conteniendo figuras encerradas en un letargo profundo. Eran otros soldados, alterados como él, pero cada uno con formas diferentes, adaptados para ser armas letales de diversas maneras. El soldado se acercó a una de las cápsulas y observó el rostro congelado de otro guerrero. La realización de que no estaba solo, de que otros habían sufrido el mismo destino, lo golpeó con fuerza, como una oleada de tristeza y compasión que casi lo derribó.
El hambre comenzó a crecer dentro de él, un hambre primigenia y voraz que no podía controlar. Intentó resistirlo, pero la necesidad era demasiado fuerte. Se abalanzó sobre una de las cápsulas abiertas, devorando a su ocupante congelado con una mezcla de desesperación y asco. Cada mordisco le recordaba su pérdida de humanidad, y el conflicto interno se intensificó. ¿Qué se había convertido? ¿Podía aún llamarse humano?
El sabor metálico de la carne fría y antigua le dejó un regusto amargo, y con cada mordisco, una parte de su alma gritaba en agonía. La culpa y el miedo se entrelazaban mientras seguía explorando, buscando una salida que parecía esquiva. El silencio y la oscuridad del laboratorio eran opresivos, cada sombra parecía ocultar un nuevo peligro. Pero no podía detenerse; debía entender qué había pasado, encontrar una manera de salir y descubrir su lugar en este nuevo y oscuro mundo.
Cada paso que daba en ese vasto y antiguo laboratorio era un viaje hacia lo desconocido, una búsqueda no solo de la salida, sino también de su propia identidad. El soldado avanzaba, con la esperanza de que, eventualmente, encontraría respuestas a las preguntas que lo atormentaban y que el camino hacia su humanidad no estuviera completamente perdido.
El soldado continuó su exploración por el vasto y oscuro laboratorio. Sus sentidos sobrehumanos le permitían percibir el entorno de manera que jamás habría imaginado. Sentía cada corriente de aire, cada vibración en el suelo, y su visión en la penumbra era tan aguda que las sombras parecían cobrar vida ante sus ojos. Cada detalle que captaba su mirada le ofrecía una pista, un fragmento de un rompecabezas que aún no podía ensamblar por completo.
En un rincón polvoriento del laboratorio, encontró un viejo monitor cubierto de polvo. Al activarlo, la pantalla mostró su reflejo: una bestia gigante de más de cuatro metros de altura, con una cara reptiliana adornada por colmillos filosos. Sus brazos eran tan anchos como troncos de árboles y tan largos que sus garras podían tocar el suelo sin esfuerzo. Sus piernas robustas terminaban en pies de cuatro dedos, similares a los de un dinosaurio, y una larga y gruesa cola de cinco metros, terminada en forma de tridente, completaba su nueva forma.
Sus escamas parecían estar bañadas en hierro y otros materiales raros y duraderos, brillando con un resplandor metálico. Los ojos amarillos de depredador que lo observaban desde el reflejo no dejaban duda alguna: ya no era un humano. La imagen que tenía ante sí era la de una criatura surgida de las pesadillas más profundas, una aberración que desafiaba su propia comprensión de lo que alguna vez fue.
El hambre dentro de él crecía incontrolablemente. Al continuar su exploración, encontró ocho cápsulas más, cada una conteniendo a un compañero soldado aún en letargo. No pudo resistir el impulso voraz que lo consumía y, uno por uno, devoró a sus compañeros. Cada mordisco era un recordatorio brutal de su transformación y de la humanidad que estaba perdiendo. Cada uno de esos soldados, ahora presas, alguna vez fueron como él, guerreros con sueños y vidas, y ahora, reducidos a alimento para su voraz necesidad.
Las preguntas lo acosaban: ¿qué le había pasado realmente? ¿Por qué estaba despierto mientras los demás seguían congelados? ¿Cuánto tiempo había pasado? Mientras devoraba a sus compañeros, buscaba desesperadamente respuestas en los fragmentos de memoria que le llegaban. Recordó las promesas de poder, la traición, el dolor del experimento. Cada respuesta que encontraba solo generaba más preguntas y más dolor. La desesperación por comprender su situación lo embargaba, y con cada nuevo bocado, sentía cómo su humanidad se desvanecía lentamente, consumida por la monstruosidad en la que se había convertido.
Con cada bocado, sentía que una parte de su humanidad se desvanecía. El conflicto interno era casi insoportable. ¿Podría alguna vez recuperar lo que había perdido? ¿Había algo más allá de la bestia en la que se había convertido? Estos pensamientos lo impulsaban a seguir adelante, a encontrar una salida, a descubrir si todavía quedaba algo de su antigua humanidad en su nuevo y monstruoso ser.
El laboratorio, vasto y oscuro, guardaba los secretos de su transformación y quizás las respuestas a su destino. Mientras continuaba su exploración, con el estómago lleno pero el alma vacía, el soldado sabía que debía encontrar una salida y, con suerte, redescubrir su propósito en este nuevo y oscuro mundo. Cada paso que daba, cada esquina que doblaba, lo acercaba un poco más a la verdad y al entendimiento de lo que debía hacer en este nuevo y desconocido camino que se abría ante el.
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