Capítulo 10= "El Reflejo de la verdad y el Miedo"

Aunque muchos en el castillo pensaban que ella era exigente con la comida, su habitación, la ropa y los accesorios, en realidad no era así. Nadie conocía su pasado ni de dónde venía, por lo que no estaba acostumbrada a todo lo que se le ofrecía. 

Su cuerpo rechazaba la comida de alta calidad, lo que llevaba a malentendidos y a que le ofrecieran comidas aún más refinadas, empeorando su situación. A pesar de que amaba la comida y los postres que le servían, su cuerpo no podía tolerarlos y terminaba sin comer, no queriendo desperdiciar esas delicias. 

Lo mismo sucedía con la amplia habitación que le habían asignado. No estaba acostumbrada a tanto espacio y aunque le encantaban las cosas que había allí, sentía que no las merecía. A veces prefería dormir en el suelo, fuera de su habitación o en el jardín, lo que causaba que las sirvientas y el Rey la regañaran por ello, pero de vez en cuando lo hacía de nuevo, era un pequeño hábito que solía realizar los días muy calurosos. 

Las sirvientas eran quienes la vestían y la peinaban. A Julliette le gustaban mucho los vestidos, pero se sentía incómoda llevándolos, ya que sentía que eran muy bonitos para ella, optando por prendas más sencillas del armario después de que las sirvientas hicieran su trabajo.

Guardaba todos los accesorios en su lugar, excepto uno que siempre llevaba consigo: un collar que le había regalado su madre antes de separarse, como obsequio de cumpleaños.

En la habitación también había un espejo, pero ella pidió que lo cubrieran; no quería mirarse en él, pensaba que su reflejo era como el de un monstruo y por eso muchas personas la miraban con miedo, se habían alejado y se alejaban de ella, excepto el Rey, quien parecía ser ¿valiente?. Sin embargo, Amanda le había dicho que sus ojos tenían el mismo color que aquellas hermosas flores que observó en el jardín; quería confirmar si eran iguales a los de su madre.

A pesar de querer hacerlo, al final no se atrevió por miedo: miedo a que sus ojos no fueran como los de su madre, miedo a que su rostro fuera horrible o desagradable, pensamientos que le revolvían el estómago solamentemente de imaginarlos.

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Los tres días transcurrieron con tranquilidad, Juliette siguió las instrucciones de la carta del Rey, comiendo las tres comidas diarias, pero no por completo, pues dejaba a medias los platillos, esa era una manera de cuidar su salud después de todo, o bueno, al menos su estómago.

Finalmente, el Rey regresó al castillo. Y Juliette, junto con el personal, salieron a darle la bienvenida. Pero más allá de eso, la albina no lo pudo ver. Pero notó algo. El Rey no estaba solo. Venía acompañado. Aunque no lo consideraba una amenaza, le preocupaba que el Rey la expulsara del castillo al tener a otra persona. Había escuchado a las sirvientas hablar sobre la presencia de un niño. Juliette sabía lo valiosos que eran los niños para las Familias Reales.

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— Majestad, escuche que me buscaba —  Dijo Amanda detrás de una gran puerta.

— Estás en lo correcto, pasa —  Contestó el azabache.

Amanda abrió la puerta e ingresó a la habitación, y vio a un niño encantador de cabello negro y ojos familiares. El Rey la invitó a tomar asiento, ya que quería hablar sobre un tema de gran importancia con ella.

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Amanda buscaba a Juliette en todas partes. Cuando estaba a punto de subir las escaleras, se sorprendió al ver a la niña leyendo un libro con un gran muñeco en sus piernas. Un tierno conejito de tonos azules, decorado con un gran lazo rojo en el cuello. La niña parecía feliz, lo cual alegró a Amanda también.

— ¿Te gustó el regalo que el Rey te trajo hoy? —  Preguntó Amanda con una pequeña sonrisa en su rostro.

— Si —  Contesto con un pequeño rubor en sus cachetes.

— Me alegra escucharlo, le diré al Rey, qué te gustó este presente.

— Hablando de eso, él me pidió que te avisara que fueras a verlo, tiene algo importante que decirte.

Amanda solicitó a Juliette que la acompañara, y esta aceptó, en menos de 10 minutos ya se encontraban a punto de entrar. Sin embargo, Juliette se puso nerviosa ante la posibilidad de que se materializaran los pensamientos que la habían atormentado desde el regreso del azabache.

"¿Y si me pide que me vaya?" "¿Y si ya no le importo?" "¿Cree que soy una carga?" "¿Fue porque no obedecí a los sirvientes?" "¿Tal vez se enteró de que no terminé toda la comida?" "Pero no fue porque no quisiera", esos fueron unos de los tantos pensamientos que invadían su cabeza. Sus piernas empezaron a temblar, su estómago se revolvió, y el miedo la invadía por completo.

Estaba tan metida en sus pensamientos, que no se percató de que ya había ingresado a la habitación. Fue solo cuando la puerta se cerró detrás de ella que se dio cuenta de su presencia en el lugar.

— Juliette ¿Estás bien? —  Preguntó el Azabache.

Esta asintió ligeramente con la cabeza, y el mayor no la interrogó más, le ofreció que tomara asiento, y así se sentó, pero no podía dejar quietas sus manos, se había puesto más nerviosa al ver que Amanda no entró con ella.

— Seguramente te preguntarás para que te mande a llamar.

— S-Si — Tartamudeo la Albina.

— ¿Por qué estás tan nerviosa? — Rió el mayor, mientras se sentaba a su lado sosteniendo una taza con café.

— E-Es que… Tengo miedo… —  Contestó nerviosa.

— ¿Mmm? ¿Acaso has hecho algo malo? – Sonrió curioso.

— No, no hice nada malo —  Contestó con rapidez y nerviosismo.

— Entonces no hay de que tener miedo —  Dijo mientras le acariciaba la cabeza.

Se levantó, colocó la taza en una pequeña mesa cercana y se encaminó hacia otra puerta con una sonrisa. Juliette observó con ansias la acción del Mayor y se puso tensa cuando abrió la puerta, de la cual salió el niño, del que tanto había escuchado hablar cuando el Rey regresó.

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