Capítulo 4

El auto ardió toda la noche. Había quedado inservible, pero dentro aún habían las cenizas de un cuerpo, posiblemente algún sujeto al achicharraron junto a los fierros chamuscados del moderno vehículo para que nadie supiera jamás cuál era su identidad y cómo lo mataron. La oficial Maricarmen  Galarreta había sido la primera en llegar, alarmada por el llamado de los bomberos. Era una barranca demasiado empinada y escabrosa que resbalaba hacia un abismo sin fondo, perdido en una oscuridad aterradora donde no se veían nada más que sombras tétricas y aterradoras.

-¿Cómo pudo caer  a ese abismo? ¿estaba manejando ciego ese sujeto?-, preguntó la oficial a los bomberos. Ellos tampoco sabían. El auto derrapó por la carretera, avanzó muchísimos metros a campo traviesa, por un sardinel, antes de resbalar por la pendiente y estrellarse sobre las rocas donde estalló en fuego y se quedó ardiendo toda la noche hasta quedar reducido a chatarra humeante.

A Galarreta no le cuadraba la afirmación de los bomberos, de que el auto habría ardido tanto hasta quedar hecho polvo y cenizas. -¿Acaso tenía gasolina de avión?-, bromeó ella divertida.

-Había pólvora en el carro-, le aclaró uno de los hombres de rojo.

Eso lo hacía aún más extraño. Los restos del carro colgaban de unas ramas y había que ir con cuidado para no tropezar y rodar al vacío. Ella lo hizo, con mucho cuidado, aferrándose a las piedras grandes y sujetándose de los troncos cadavéricos, llegó hasta lo que parecía ser uno de los asientos. Allí estaban las cenizas oscurecidas y amarillentas a punto de ser esparcidas por el fortísimo viento de esa hora de la madrugada.

-¿Es de un hombre?-,  preguntó ella reuniendo apurada las evidencias en una bolsa plástica.

-Si, pero solo es polvo-, dijeron los bomberos.

Galarreta se puso sus guantes y molió con el pulgar, el índice y el dedo mayor, los restos que pudo reunir en la bolsa plástica.

-O sea, ardió hasta que no quedó nada de nada-, dijo con una larga sonrisa irónica.

-Es imposible identificar, allí no queda siquiera un rasgo de adn-, dijo otro efectivo policial que se había sumado, entonces, a la escena del accidente.

  Galarreta  se empinó sobre sus pies para ver el acantilado. No era mucha la distancia. El estallido del auto fue lo que mató a ese sujeto.

  De regreso a la oficina, la oficial informó a Corzo del hallazgo.

-Igual que el caso anterior-, resopló el capitán fastidiado meciéndose indiferente en su silla.

*****

Diana Morales era hermosa, delicada, gentil, apasionada y sus atributos eran una fantasía, una pincelada sexy y erótica que Fausto Álvarez no se cansaba de mirar y admirar. Ella estaba sentada en el sillón, bebiendo una gaseosa, sin importarle la mirada melosa de Álvarez, desnudándola, por completo, encandilado de sus piernas perfectas y deliciosamente bien torneadas. En realidad muchos hombres lo hacían siempre cuando ella estaba sola. Porque todo era bello y sensual en Diana. Sus pechos bien empinados, su cuerpo pincelado de muchas curvas y sus sentaderas redondas, delictuales, provocativas, emancipadas como frutas codiciadas.

Álvarez no podía resistirse más a la tentación tan poética y mágica que era Diana, demasiado hermosa y cautivante. La abordó, casi de inmediato, sin dejar de mirarle las piernas que ella tenía cruzadas muy provocativamente.

-Es usted un angelito del cielo-, intentó ser galante Fausto, pero a Diana le aburría esas peroratas alabando su belleza, deseando llevarla a la cama.

  -¿Qué desea?-, le dijo seria, mirándole a los ojos. Eso fue un chasquido delicioso para Álvarez. Los ojos pardos de ella eran una tentación. Eran divinos, mágicos y muy románticos. Hacían juego con la boquita chiquita pintada de rojo y los cabellos lisos, resbalando sobre sus hombros igual a cascadas brillantes haciéndola seductora cual amazona de fábulas e historias.

-Conocerla-, dijo, al fin, Álvarez, rendido a los encantos de ella, seducido y hasta agradecido de tanta belleza que emergía en ese vestido morado, bien entallado que resaltaba las curvas tan apetitosas de ella.

  -Conozco a los hombres como usted que solo buscan sexo-, disparó Diana sin dejar de mirarlo seria y con los labios serenos como un lago al que Álvarez deseaba probar y deleitarse con ese rojo tan sensual y sexy.

La seriedad de ella lo enloquecía también, la hacía irresistible, sumamente sensual y muy sexy. Él sentía fuego en su cuerpo, deseaba arder con sus propias llamas y conquistar toda esa majestuosa figura que lo tenía al borde de la locura.

  -Me gustas mucho-, le dijo finalmente Fausto, rendido a sus encantos, codiciándola con encono.

A Diana le gustó el atrevimiento de Álvarez. Sonrió, por primera vez ante él, y fue como una fantasía destellante y delirante en simultáneo. Su risita era coqueta, tierna, llena de magia y ternura. El tipo sintió, de nuevo, sus fuegos ardiendo, elevándose como una antorcha incontrolable.

-Te ofrezco todo-, le dijo, entonces él entregado por completo.

-No soy de esas mujeres-, aclaró Diana, volviéndose a poner seria.

  Apenas una hora más tarde, Álvarez besó con pasión, con vehemencia los labios de Diana, la empujó hacia la pared y devoró su boca como un tigre hambriento. La desnudó con afán, con brusquedad, mordiendo su cuello, sus pechos, sus hombros y sus brazos, mientras sus manos iban y venían por toda la piel de ella, disfrutando de su tersura, su lozanía, de toda la magia que ella tenía y se desbordaba en absoluta sensualidad.

Diana gemía, gritaba, se desesperaba cuando Fausto empezó a invadir, también desesperado, sus profundidades, llegando hasta los límites más profundos de ella. Descubrió entonces que Diana era, realmente, fuego, pasión, una magia total.

Hicieron mil veces el amor, se entregaron completamente y disfrutaron del intenso placer como locos.

Se casaron apenas una semana después y Fausto Álvarez le entregó todo a Diana. Firmaron un contrato de matrimonio que proclamaba a la mujer como única dueña de todos sus bienes.

  Una noche que él volvió tarde, Diana lo esperó con un vino añejo que tenia guardado en su despensa el propio Fausto.

-¿Qué celebramos?-, se alborozó él.

-Nuestro profundo amor-, dijo Diana, divertida, alegre, feliz, besándolo con ternura y pasión.

Brindaron  felices, deseándose mucho amor y Álvarez se derrumbó como una piltrafa sobre la alfombra, estremeciéndose y pataleando como loco, echando baba y con los ojos desorbitados. Esa imagen nunca la pudo olvidar Diana. Se espantó. El hombre se ahogaba, se apretaba el cuello, sentía su estómago reventar y sus pulmones se hacían agua. Luego de varios minutos de horrible agonía, quedó tendido igual a un muñeco destartalado,  un títere culebreado en la alfombra.

Los esbirros de Telma Ruiz limpiaron todo, se llevaron el cuerpo y eliminaron las huellas con acetona, vinagre y pasaron jabón en la alfombra. También se llevaron los vasos y la botella de vino, con las huellas de Diana.

*****

Pero Diana no quiso seguir más en la organización. Esa imagen de Fausto desparramado en la alfombra como un trapo inservible le era una horrible pesadilla y no podía soportarlo más. Entregó el contrato de matrimonio, firmado todo a nombre de Telma Ruiz, le dio las claves de las tarjetas de crédito, y le dijo a ella que lo que había hecho la tenía traumada y la espantaba.

-Nunca vi morir a un hombre así-, le dijo llorado, con los crines desparramados.

-No lo tomes a pecho, lo hiciste bien-, le dijo Telma, pero Diana estaba decidida a marcharse.

-Esto no es lo que pensaba-, dijo ella duchada en llanto.

Telma intentó detenerla. -Eres muy hermosa, ideal para la organización. Nos has dado mucho dinero, te necesitamos-, le rogó.

Era verdad. Diana había eliminado a otros dos sujetos, también millonarios, consiguió los contratos de matrimonio y logró mucho dinero para Telma, sin embargo siempre los esbirros se habían encargado de ultimarlos, asfixiándolos con bolsas de plástico, cuando ella ya se había marchado del lecho nupcial.  Álvarez fue la primera vez que ella lo hacía: matarlo dándole veneno y le pareció espantoso. Tenía pesadillas y se sentía ruin y miserable.

Esa misma noche partió a Alemania. Nunca más se supo de Diana Morales.

*****

Después de desaparecer los datos de Fausto Álvarez en los registros de personas, Telma Ruiz prendió un cigarrillo y miró la ventana. Caviló unos instantes.

-Hay una chica, Marcela-, dijo Telma tratando de escarbar en sus recuerdos.

Gisela la conocía, sabía que trabajaba en las calles de La Victoria.

-No sé si querrá trabajar con nosotras-, observó con preocupación.

-Necesitamos reemplazar a Diana-, insistió Telma.

-Es muy dubitativa, es incapaz de matar una mosca-, advirtió Gisela.

-El trabajo sucio lo hacen ellos, dijo señalando a sus esbirros que fumaban y tomaban cerveza en el hall, ella solo se encargará de envenenar a la víctima-

Gisela sonrió. -Hablas como si fuera una de esas arañas asesinas de las películas-

Telma sabía a lo que se refería. -Ajá, una viuda negra-

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