Hay historias que me conmueven mucho y que han marcado mi vida. Generalmente, las llamadas a mi programa son de oyentes taciturnos buscando hablar con alguien, hacer bromas, divertirse o charlar sin tapujos a sabiendas que nadie lo conoce, casi siempre de temas prohibidos. Pero también llaman personas desesperadas en busca de consejos, soluciones a sus aflicciones, un brazo donde cobijarse o un hombro donde llorar.
-Un incendio destruyó por completo mi casa, estoy en la calle, ayúdame, Tina-, me dijo una vez un señor y otro me imploró por un respaldo económico para superar una grave dolencia. También, a veces, llaman para conseguir trabajo o evitar que lo despidan de su empleo.
Pero aquella llamada fue diferente.
-Hace cinco días que no como, Tina-, me dijo una mujer. Miré a César que también escuchaba atentamente la llamada. Abrió una mano y alzó un hombro desconcertado.
-¿Tienes problemas económicos?-, pregunté.
-Soy indigente-, me respondió taciturna y apagada.
Raquel me esperaba para el noticiero de la mañana pensativa y mordiendo el lapicero. Llegué toda rica, con mis pelos mojados por la ducha, mis leggins bien pegaditos y una blusa frambuesa estrecha que pincelaba con delicia mis pechos.
-Me interesa esa mujer que te llamó anoche-, me dijo Raquel, ordenando las pautas de las noticias. Ya las tenía impresas y también seleccionó los videos y las noticias del cable.
-¿La indigente?-, pregunté pasando un escobillón por mis pelos.
-Es una noticia muy humana-, me miró sonriente.
Raquel le había pedido el número a César. Estaba registrado en la computadora de la radio, entre todas las llamadas que recibimos durante el día. El programador, incluso lo subrayó con un plumón verde. El móvil era de una tienda y nos dijeron que la mujer no tenía casa, estaba desamparada, vivía en un pampón abandonado y no tenía familia ni nadie que se preocupara por ella.
-¿Por qué no llamas, mejor, a la Beneficencia?-, sugerí. Raquel se molestó.
-No, pues, Tina, es una noticia muy humana-, insistió con el tono de una orden.
Después del noticiero, fui con la unidad móvil hacia la dirección que nos dieron de la tienda. Estaba en una zona lejana de Lima, pasando Jicamarca, al fondo, cerca a los cerros. Tuvimos que avanzar por las chancherías, allí donde crían cerdos y que se alinean entre pampas y descampados, hacia unas casas casi al margen. Todo era polvo, tierra y lodo. También habían montículos de basura.
Cuando llegamos a la tienda, me recibió un señor de edad, cabellos canos, la mirada afilada y un mandil remendado mil veces. Limpió allí sus manos antes de estrecharla con las mías.
-Se llama doña Justina, me dijo solícito, parpadeando, es tranquila, no es agresiva, vive entre unos cartones y palos, al fondo, en esa pampa-
Mis leggins oscuros se habían convertido en marrones por el polvo y mis tenis rosados tan primorosos, se volvieron grises así de repente. El calor era atroz, quemaba mucho además. Los rayos de Sol se desplomaban sobre mi cabeza como cascadas de fuego y sentía humear mi pelo que recién había secado y estaba divino, esponjoso, súper lindo. Ahora parecía un estropajo.
-¿Doña Justina?-, pregunté metiendo mi naricita por entre los palos y cartones que se amontonaban. Ladró un perro flaco y huesudo. Grité asustada. -Ayyy, bonito, no me muerdas-, dije aterrada.
-Goliat no muerde-, escuché una voz que apenas se entendía, crujiente, llevada por el viento como un papel magullado. Era ella.
Doña Justina tenía la cara arrugada, los ojos secos, el pelo destrozado, ajado y convertido en alambres. Estaba pálida y enflaquecida. Tendría cincuenta años. Estaba recostada en una cama en medio de una covacha de palos y triplay que armaron los vecinos. Le traje pan con mortadela, café con leche y muchas frutas.
-Eres un ángel, cariño-, me dijo apenitas doña Jacinta. La ayudé a enderezarse y empezó a comer con afán. Su perrito se sentó a su lado y ella le tiraba grandes trozos, con pedazos de mortadela que el can engullía como pastillas.
Llamé a la radio y pedí salir al aire en video conferencia.
-Doña Justina lleva muchos años desamparada, olvidada de sus parientes, viviendo en condiciones infrahumanas, sobreviviendo de la caridad humana-, empecé a decir abrazada a ella. La mujer seguía comiendo, embutiéndose con los panes y el café con leche.
-Radio Explosión le ha traído una ayuda. Pero eso es hoy. ¿Y mañana? ¿Y pasado?-, pregunté sin dejar de estrecharla entre mis brazos.
Raquel lloraba a gritos cuando regresé a la radio.
-Qué lindo reportaje, Tina, me has hecho llorar como una niña-, me felicitó. También al gerente le encantó. Me besó en la frente con paternal devoción y ordenó al chofer de la unidad móvil llevarle ropa y abarrotes, de inmediato, a la señora.
Esa misma tarde dijeron de la Beneficencia que se encargarían de doña Justina.
Un año después, un viernes, recuerdo al terminar el noticiero de la mañana, Raquel me dijo que unos señores nos estaban esperando en el hall de la radio. -Parecen importantes-, me dijo, así es que nos peinamos juntas, de prisa, en el baño y nos pintamos la boca y fuimos haciéndonos bromas, riéndonos de las noticias del segmento curiosidades del mundo.
-Hola, nos saludó una mujer muy guapa, de lentes, el pelo teñido de caoba y una larga sonrisa. Tenía un perro juguetón y fiestero que sujetaba con una correa, soy Justina-
No lo podía creer. Raquel tampoco. Nos miramos absortas.
-Cada día en este último año no he pensado en otra cosa que darle las gracias a ustedes, señoritas, por haberme devuelto mi dignidad-, nos dijo llorando, abrazándonos. Contagiadas, Raquel y yo rompimos a llorar con ella.
Y esa noche, al abrir mi programa, dije con un tono serio. -Muchas veces, ignoramos aquel gran tesoro que tiene un ser humano, sobretodo alguien caído en desgracia que clama por ayuda o una mano que la rescate. Pensamos, incluso, que basta con una ayudita, unas monedas, para así sentirnos bien, pero no nos damos cuenta que no se trata de solo eso, de unas monedas o un abrigo. Olvidamos el verdadero tesoro intrínseco de la gente necesitada, ese orgullo que llevamos dentro y no se pierde aún estemos afrontando penurias o estemos en la miseria o la pobreza. Esa preciada joya que muchas veces no tenemos consideración, que aplastamos con nuestra indiferencia, que sepultamos poniéndonos una venda en los ojos, que creemos paliar con unas monedas, se llama dignidad. Y es deber de los que pueden y saben valorar al ser humano, rescatar la dignidad de quienes por una u otra razón, caemos en desgracia, permitiéndoles recuperar su tesoro más valioso en la vida-, dije.
César, siempre tan parco, callado, a veces insensible, se puso de pie y me aplaudió efusivo.
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Comments
✨✨Esmeralda Guzman✨✨
esa es le esencia de la vida ayudar a los demás sin esperar nada a cambio
2023-09-17
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✨✨Esmeralda Guzman✨✨
jajajaja peripecias del trabajo 🤷🤷
2023-09-17
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