Sangre Tiránica
—Mírame a los ojos —dijo Harl, con voz mezclada de odio y preocupación —. Sire, muéstrame las manos—, agregó. El hombre tenía la cabeza rapada, ojos de color miel, la piel quemada por las largas horas bajo el sol, un mentón cuadrado y nariz ancha, con casi dos metros de alto.
Él levantó la cabeza, la sombra de su padre lo cubría por completo. Harl extendió una mano con la palma hacia arriba, y el niño colocó las suyas sobre ellas, con la piel enrojecida por el ardor de exponerlas al fuego.
—Te has quemado por una apuesta —gruñó entre palabras.
—Era un juego, no una apuesta —replicó, intentando contener el sollozo.
—Juego o apuesta, no importa. Fue algo estúpido —dejó salir un suspiro mientras cubría las palmas con un ungüento.
Recordó que en su niñez apostó con otros niños por quién aguantaba más la respiración. Kul, un pequeño pelirrojo y pecoso de cuerpo huesudo, fue el primero en desmayarse. Al despertar, era un inútil, gritaba todas las noches por las pesadillas, lloraba suplicando que se detuvieran y susurraba todo el tiempo, aunque nadie sabía a quién le hablaba. No importaba lo lejos que estuviera de la cabaña de Kul, lo escuchaba todas las noches. Al final, lo enviaron a la catedral de Maél Solaris y jamás volvieron a saber de él.
Todos los niños hacían travesuras, todos se hacían alguna herida. Harl lo sabía, pero no era divertido cuando era su hijo quien se lastimaba.
—Trabajo todos los días en la siembra y no puedo volver corriendo cada vez que te lastimas —soltó un suspiro mientras terminaba de pasar el ungüento—. Necesito que seas obediente. Solo te tengo a ti, y no quiero verte herido. No estaré contigo toda la vida, llegará el día en que seas un adulto y necesitas ser fuerte, valerte por ti mismo —Harl miró fijamente al niño que tenía los ojos brillantes intentando contener las lágrimas—. Cada vez que te lastimas, soy yo quien más sufre —puso la mano del niño en el pecho sintiendo el latido del corazón—. Aquí. Promete que serás obediente, ve al templo, el Ductor Jargal dice que eres un niño listo y podrías ser como él.
El niño asintió con la cabeza, luego saltó en un abrazo que no envolvía al gigantesco hombre pero lo cubría de afecto.
La choza era de piedra adobada, con un respiradero en el techo por donde escapaba el humo del fuego de la cocina. Una pila de pieles de bestias hacían de cama, en un rincón tres cuencos de arcilla y una caja de madera donde guardaban el resto de la comida.
Sire reposó sobre las pieles, Harl preparó el fuego y comenzó a cocinar antes de la llegada de la noche.
—Pronto terminará la cosecha y comenzaremos la tala del bosque. Hay que preparar la leña para la llegada del invierno. ¿Quieres ir conmigo? —los ojos grises del niño brillaron de alegría—, pero —remarcó— debes prometer que irás al templo hasta la llegada de las gélidas.
Luego de una lucha interna reflejada en aquel rostro infantil, asintió.
Harl rió al ver la seriedad de aquella decisión, como si fuera a enfrentar a un monstruo con las manos desarmadas.
Conocía el motivo por el cual los niños temían al Ductor Jargal, ya que los adultos le temían de igual manera.
En el templo, el Ductor era quien impartía las leyes, la justicia y el castigo.
Un año atrás, un grupo de cinco hombres fue culpable de abusar de una joven de 16 años, decían que habían pagado por aquel servicio, pero el cuerpo magullado demostraba lo contrario. Al Ductor anterior no le importaban este tipo de cosas y muchos pensaban que este sería igual.
Jargal era regordete, de 1,65 metros de altura, cabello castaño y espeso que le agrandaba la cabeza. Al sonreír, los pómulos convertían los ojos en rendijas, de labios gruesos y rozados, cubierto por pieles de lana blanca con una faja ceñida a la panza y un medallón de bronce con una pirámide dorada colgando del cuello, reposando en un asiento de piedra caliza con un hacha doble descansando a un costado, el mango era de acero con anillos de oro con diversos símbolos tallados.
Luego de considerarlos culpables, les ordenó realizar la construcción de una choza de piedra. Eso le serviría a la joven como dote para cuando alguien la tomara como pareja. Debido a que le arrebataron la primera noche, en caso que quedara embarazada, mantendrían al niño hasta que sea un adulto, dando un cuarto de los alimentos asignados.
Los hombres decidieron que era más fácil matar al Ductor y huir al bosque en lugar de pagar dicho castigo, en su ignorancia, en el momento que sacaron los cuchillos, el hacha que parecía un adorno, los dejó sin cabeza.
Todos los presentes comprendieron porque siempre que juzgaba a alguien los tenía a tres pasos de distancia del asiento, era el alcance justo en el cual el simple balanceo sería suficiente para ser mortal y ese día lo demostró con creces.
Jargal sacó un pañuelo con el cual solía secarse el sudor de la frente, pero esta vez lo usó para limpiar la sangre que corría por el hacha. Llevaba cinco años siendo el Ductor del asentamiento de Valak, un hombre que parecía inofensivo también podía ser letal.
Harl comprendía que debía ser así, de lo contrario cada vez más habitantes estarían dispuestos a romper la ley del Dux Maggies. Los adultos lo veían de esa forma, los niños solo vieron a cinco hombres perder la cabeza y la sangre que cubría las losas de piedra correr por los surcos hacia ellos.
Desde ese día, ningún niño se atrevió a desobedecer, caminando en silencio para no llamar la atención. Para Sire, era más aterrador, su memoria era prodigiosa, conocía a la perfección las 100 leyes del Dux, los 50 cantos de gloria, los 9 ritos, los nombres de las 12 lunas y 7 anillos de Voco con solo escucharlos una vez, lo que llamó la atención del Ductor. Quería que el niño fuera uno de los asistentes del templo, educarlo para ser un Ductor, pero eso no hacía que el miedo desapareciera.
Harl luchaba con sentimientos contradictorios. Ellos eran Servus, cuya única obligación era ser obedientes al Ductor y los decretos del Dux. Si tenían suerte, estaría bajo el mando de alguien como Jargal, pero otros eran más ambiciosos y miraban a todos con la superioridad que el cargo les otorgaba. El anterior Ductor tenía 8 mujeres y 17 hijos. Cuando tomó a la novena, llegaron personas de la orden del templo, siendo llevado junto a toda la familia a una barcaza donde viajaron río abajo, y nunca más supieron de ellos.
Sentado en aquella loza fría con las piernas cruzadas, miró al hombre regordete que sonreía.
—Me alegra tenerte aquí, Sire —el hombre estaba en aquel asiento con el hacha a un costado y una cuenca de agua en las manos.
—Gracias a usted por aceptarme —dijo Sire con voz suave y nerviosa.
—Aun no te he aceptado, solo te doy una oportunidad —. Un joven envuelto en pieles grises caminó con una jarra de agua rellenando el cuenco. Tenía 19 años, era delgado de 1.72 metros y cabeza rapada, como era habitual en la época del verano—. Todos aquí están a prueba, pertenecer a la orden del templo requiere mucho más que ser elegido, tienes que tener el talento y a veces eso no es suficiente.
Inclinó el cuerpo hacia adelante mientras bebía otro sorbo.
—Ya has pasado el primer requisito, conoces de memoria todos los sermones, al igual que el resto de jóvenes que están conmigo —. Sacó un rollo de piel blanquecina, pasándolo al asistente que lo desenvolvió y lo puso frente al niño, quien lo miró por tres respiraciones. Luego levantó la vista desconcertado hacia Jargal; la piel estaba llena de extraños símbolos dispuestos uno al lado del otro, separados a veces por pequeños espacios.
—Lo has memorizado —susurró Jargal.
"Preguntó o lo afirmó", pensó Sire. No estaba seguro por aquel tono tranquilo. El niño dudó por unos segundos, pero no tenía el coraje de mentir. El hacha estaba allí, aunque quisiera evitar pensar en ella, seguía viendo brillar aquellos anillos dorados.
—Sí, Ductor Jargal —dijo con tanta firmeza como le fue posible obtener.
Jargal soltó una carcajada que hizo eco en el templo. El joven asistente estaba atónito al escuchar esas palabras.
—Ahora viene la parte difícil —volvió la cabeza al asistente—. Nur, dale un cincel y que practique en las tablas de barro — reflexionó por un momento —. Avísame cuando termine.
El cincel era una madera cilíndrica con una punta aguda en un extremo.
Los primeros intentos fueron lamentables. Le temblaban las manos mientras dibujaba sobre el barro semi seco en una caja de unos 30 centímetros de largo y 20 de ancho, apoyado sobre una mesa de piedra inclinada en 45 grados.
Nur le alcanzaba un trapo húmedo con el cual borraba todos los símbolos mal dibujados para empezar de nuevo. Recordaba las formas, pero imitarlas era más difícil de lo esperado. Trazos rectos, curvos, círculos o una mezcla de ambos.
Luego de una semana de hacer lo mismo, logró completar la tablilla. Los trazos no eran tan delicados como los vistos en el pergamino, pero Nur esta vez no le dio el trapo para borrar su trabajo.
El joven aprendiz no era muy hablador. Si asentir o negar con la cabeza podía considerarse hablar, estaba a cargo de observar que todos hicieran las tareas asignadas, paseaba en silencio y solo emitía sonido para llamar la atención. Siempre caminando con la espalda recta, la cabeza en alto, dando pasos rápidos y simétricos.
Luego estaba Khala, una mujer de 21 años, cubierta por pieles negras que resaltaban los rizos rojizos sujetados en dos coletas, de ojos azules adornados por salpicaduras de pecas en la cara blanca lechosa, o al menos así lo pensaba Sire. Más baja que Jargal, pero más alegre que Nur, no sabía qué labores realizaba, pero la escuchaba burlarse de todos en los descansos para la comida.
El templo tenía un gran salón de piedra caliza de unos 20 metros de largo por 15 metros de ancho. El techo sostenido por pilares de madera con diversas habitaciones en la parte trasera, siendo la más importante el almacén donde guardaban barriles llenos de trigo, cebada, miel y cerveza, siendo los más abundantes.
Un total de 20 aprendices realizaban diversas labores: limpiar, cocinar, cocer, cuidar el jardín o llevar las cuentas de las cosechas para el pago del tributo, mientras el trabajo del Ductor era mantener el orden.
Una torre que podía ser vista desde cualquier punto del asentamiento, era el campanario, ubicado en una plaza frente al templo. A veces podía verse a Jargal parado en la cima observando los alrededores.
—Haz completado la tarea a la perfección —no escuchó llegar a Jargal, la voz congeló al niño que se puso firme como una roca.
En la penumbra de la estancia, Jargal se encontraba frente a los misteriosos Glifos Aereus. Aquellos símbolos, que como aves en vuelo, trazaban palabras en el aire, eran la puerta a un conocimiento profundo, con una mirada sagaz, impartía su sabiduría.
—Estos Glifos Aereus —explicó el maestro con solemnidad— representan palabras. Existen otros más complejos, pero iremos paso a paso. Es la forma ideal de aprender, aunque en tu caso... —una sonrisa irónica danzó en sus labios. El resto tardaría meses en asimilar la mitad de los glifos que el joven Jargal logró en apenas tres respiraciones. El maestro esperaba que el aprendiz cometiera errores, deseando que no cayera en la complacencia consigo mismo—. Tu caso es particular, pero no seas arrogante. Puedes descansar por el resto del día. Mañana te enseñaré a leer el significado de cada uno.
Al alba del día siguiente, Jargal se dio cuenta de que su capacidad de asimilar no se limitaba a lo visual, sino que abarcaba todos los sentidos. Podía recordar no solo lo que veía, sino también lo que escuchaba, olía o tocaba.
"Si lo envío a la catedral, lo nombrarán Ductor, incluso si falla el rito", pensó Jargal, considerando las posibilidades que se abrían ante él.
Otra opción se presentaba en la forma de la Orden de Acus, una sociedad secreta bajo las órdenes directas del Dux y, sin embargo, por encima del Ductor, pero eso no era información que los Servus debieran poseer.
"El niño está muy apegado al padre. Eso podría ser un problema si los separo a la fuerza", reflexionó, observando el hacha colgada en la pared. Ostir, su hermano mayor, la forjó para él. Ambos anhelaban ingresar al Acus, pero la prueba resultó infructuosa. Al final, Jargal se conformó con ser un Ductor, al menos por el momento.
"Paso a paso", murmuró para sí mismo, recostándose en el colchón de pieles. Tenía tres posibilidades para ingresar al Acus, y ya había desperdiciado dos. De fallar nuevamente... "No pienses en fallar", le susurró una voz interior.
"Existen cosas peores que fallar una prueba. Rendirse antes de intentarlo es el mayor fracaso", pensó, renovando su determinación en la oscura quietud de la noche.
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Comments
Unicornio magico🦄
Muy interesante la novela.
2023-07-04
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