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Pablo se levantó cuando el sol empezaba a ganar altura.  Mientras disfrutaba de su desayuno se dio

cuenta de la total ausencia de nubes en el firmamento; el día parecía prometer

altas temperaturas. Saboreando aún el jugo de naranja, el cual estaba

acostumbrado a tomar, se acercó al ventanal del estudio y observó detenidamente

el sobresaliente paisaje. Más de una docena de pequeños veleros adornaban la

escena, completada con la interminable curva de acantilados y playas que

conformaban la inmensa bahía. Sin embargo, y a pesar del calor que se

pronosticaba, el sector de playa más cercano a su vivienda lucía desocupado.

Giró la cabeza hacia la derecha y fijó su mirada en el imponente faro, creador

de aquel llamativo espectáculo de la noche anterior. En realidad era la primera

vez en su vida que se encontraba ante la presencia de esta clase de

construcción. Siempre los había apreciado en fotografías de postales y

películas, pero nunca en sus viajes había tenido la oportunidad de admirarlos,

o tan siquiera de acercarse de la manera como lo estaba haciendo ahora.  Decidió que lo mejor sería tomar una ducha,

ponerse sus bermudas y alguna camiseta propicia para el clima, y salir a buscar

alguna escalera o camino que condujera hacía la playa y eventualmente hacía el

majestuoso faro.

     No tuvo más que

acercarse al borde del acantilado para encontrar una escalera de madera la cual

serviría perfectamente a sus propósitos. Tardó un poco menos de dos minutos en

llegar a la parte baja y sentir como sus zapatos se hundían en la arena húmeda.

Cincuenta pasos más tarde se encontró en la orilla del mar. El color de la

arena era bastante claro para tratarse de la costa pacífica, aunque nunca

podría compararse con la blancura típica de las playas del Mar  Caribe. Tres minutos de observación bastaron

para que sus pensamientos fueran interrumpidos por una voz pronunciada a sus

espaldas.

     –Dentro de algunas

horas ya no podrás estar ahí parado.

     Se volteó con

sorpresa para descubrir el rostro de una hermosa mujer, quien después de fijar

su mirada en su sorprendida expresión, enfocó su atención en el horizonte.

     –¿Hay alguna ley o

regulación que lo impida?  –Fue la única

frase que se le vino a la mente mientras se fijaba en la manera como la brisa

jugaba con los oscuros cabellos de su interlocutora.

     –La ley del

océano… Después de las cuatro de la tarde el agua llegará hasta el borde del

acantilado, y estas playas desaparecerán como por arte de magia.

     –Todo parece

mágico en este sitio… –dijo Pablo mientras pensaba en como la belleza del paisaje,

el espectáculo del faro situado a su derecha en la parte alta del acantilado, y

el joven rostro de quien lo acompañaba, se juntaban para presentar una escena,

si no mágica, por lo menos bastante atractiva y diferente a las cuales se había

acostumbrado en su anterior vida.

     –Nunca te había

visto por aquí –dijo ella volviendo a posar su mirada en Pablo, esta vez

acompañada por una sonrisa que dejaba ver la perfección de su dentadura.

     –Yo a ti tampoco

–contestó mientras su risa mostraba que su interlocutora no era la única en esa

playa que podría presumir de la blancura de sus dientes.

     –Llevo aquí algún

tiempo, pero tú debes ser turista o la nueva persona que ha alquilado la casa

blanca –dijo ella dirigiendo su mirada hacia la parte de arriba del acantilado

donde se alcanzaba a apreciar el borde del techo de la nueva vivienda de Pablo.

     –Tienes razón, soy

el nuevo inquilino de aquella casa, aunque en realidad me siento como todo un

turista –y sus ojos se enfocaron en el azul de sus bermudas.

     –Si lo dices por

tu ropa, no te preocupes, se está metiendo el verano y sería imposible andar

por ahí con pantalones largos, mira no más lo que me puse hoy –y sus verdes

ojos se dirigieron al vestido crema estampado con flores de varios colores, el

cual le llegaba arriba de las rodillas y dejaba sus brazos, espalda y hombros

al descubierto.

     –¡Lindo vestido!,

parece hecho a la medida para este sitio.

     –Gracias, toca

aprovechar esta época, porque después de septiembre el paisaje se vuelve un

poco nubloso, y ahí sí es imposible salir de esta manera.

     –¿Y vives por aquí

cerca?

     –Más cerca de lo

que imaginas –y giró su cabeza hacia donde se encontraba el faro.

     –¡No me digas que

vives en ese sitio! –Los ojos negros de Pablo parecieron doblarse en tamaño.

     –Alguien tiene que

cuidar del faro… –dijo ella sin dejar de sonreír.

     –Oye, que pena

contigo, yo sé que apenas nos acabamos de conocer, pero me encantaría conocerlo

por dentro –e inmediatamente pensó en su apresuramiento y en el riesgo de

sacarla corriendo.

     –Veo que te gustan

los faros…

     Siempre le habían

llamado la atención; recordaba no solamente las llamativas fotos de revistas y

postales, sino también las películas de diferentes géneros en las cuales los

presentaban como lugares de encuentro, de misterio o de aventura.

     –De donde vengo no

tienes exactamente la oportunidad de ver muchos.

     –¿Y se puede saber

qué lugar es ese? –La cara de ella reflejaba un verdadero interés.

     –¿Has escuchado

hablar de Bogotá?

     –Creo que es

Colombia…, espero no estar equivocada.

     –No lo estás, pero

son pocos los que en estas latitudes conocen algo de mi país.

     –Yo no conozco

mucho en realidad, pero era buena en clases de geografía cuando estudiaba –dijo

en medio de una tímida sonrisa.

     –¿Y tú eres de por

aquí? –El rostro de ella no era precisamente el de la típica mujer anglosajona,

prototipo dominante en la región.

     –Bueno, en

realidad estoy en Canadá hace cinco años, pero soy originaria de Grecia, más

exactamente de Atenas, pero ahora tengo que regresar –se interrumpió a si misma

observando su reloj de pulsera–, debo enviar el reporte a esta hora.

     –Perfecto, no te

preocupes, ha sido genial conversar contigo –alcanzó a decir Pablo viendo como

la esbelta muchacha arrancara con paso acelerado.

     –Lo mismo digo, un

día de estos te llevaré a conocer el faro –gritó ella mientras volteaba a

mirarlo, su cara parcialmente oculta gracias al cabello desordenado, producto

de la fuerte brisa.

     –No me dijiste tu

nombre… –pero las palabras de Pablo, que luchaban con los sonidos del mar y de

los vientos no alcanzaron a llegar a los oídos de su nueva amiga.

     En realidad nunca

hubiese podido imaginar que una mujer tan atractiva estuviese a cargo de un faro,

y mucho menos así de joven; pero esto ya no era Suramérica, este era un país

del mundo desarrollado y aquí las cosas parecían ser bastante diferentes en

casi todos los aspectos.

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