Amores Del Faro

Amores Del Faro

1

–Maldita zorra, no vas a lograr que

me quede en este moridero, así utilices todos los trucos que se te dé la gana

–dijo la hermosa muchacha antes de estrellar el pequeño florero de porcelana

contra la pared de tonos amarillos.

     –Ya cálmate, no vas a conseguir nada destruyendo la casa.

     –Tampoco voy a conseguir nada en este pueblucho.

     –¿Y para dónde te piensas largar? No vas a durar mucho tiempo si te

apartas de mí, y mucho menos si te vas de este pueblo –contestó la otra

muchacha mientras sentía cómo uno de los pedazos del florero había aterrizado

en el empeine de su pie descalzo.

     –Cualquier cosa es mejor que esto. Además, no me sacrifiqué cuatro años

en esa universidad para terminar cuidando un faro como si fuera una muerta de

hambre.

     –Desagradecida, deberías estar satisfecha de tener un trabajo que paga

bien y que no te toca estar lavando platos en un restaurante o limpiando baños

en la casa de algún ricachón.

     –¿Que paga bien? Estás loca, no sabes lo que en verdad es recibir un

buen salario, y todo por estar aquí perdiendo el tiempo con tu maldito contacto

con la naturaleza, un día de estos vas a clavarte algún fierro oxidado por

estar caminando descalza todo el tiempo.

     –Ya deja tus buenos deseos para otro día. Además no olvides que fuiste

tú la que me enseñó a caminar descalza por todo lado.

     –Pero eso era cuando teníamos quince años, no a los veintidós. Es que a

veces hasta me da pena de que salgamos juntas y mis amistades piensen que ando

con alguna clase de hippie.

     –Pues entonces no vuelvas a salir conmigo ni a la esquina, ya que

te  causo tanta vergüenza, y si te

quieres largar bien puedas, ahí está la puerta para que desparezcas de mi vida,

pero después no vayas a regresar con el rabo entre las piernas a pedir perdón

–dijo Aileen antes de dirigirse a su habitación y cerrar la puerta dejando

sonar  un golpe duro y seco.

Algunas horas después…

     –Harry, ya sé que podrías ser el mejor de los amantes, eres lindo,

simpático, tienes todas las cualidades para serlo, pero en este momento tengo

que concentrarme en mis cosas, hay mucho trabajo acumulado con el mantenimiento

del faro, además necesito tiempo para aprender muchas cosas que me faltan con

lo de las cartas del tarot –Aileen escuchó lamentarse al teniente Harry

Williams a través del radio-teléfono durante un par de minutos más antes de

despedirse.

     Ella sabía que estaba en la cima del universo y no necesitaba a nadie

para completar lo que podría catalogarse como una vida cercana a la perfección:

vivía en un lugar espléndido, casi que construido expresamente para complacerla,

y que la llevaba a experimentar una situación personal que podría calificarse de

inigualable. Y aunque los pequeños problemas no dejaban de existir, como los

suelen tener todos, sabía que se trataba de asuntos pasajeros que tarde o

temprano tendrían solución. Sabía que la vida sería aburrida si las

adversidades no existieran, si no existiesen los errores, si no se presentara

situación alguna que no fuese objeto de alguna clase de arreglo. Era consciente

de que el estilo de vida que estaba llevando no a todos les podría agradar,

pero para ella era suficiente con que, a nivel personal, no encontrara fallas

que la pudiesen llevar a convivir con las preocupaciones y los estreses que inundaban

las vidas de la mayoría de la gente. Por esto, no le hacía falta en su vida un

personaje como el teniente Williams, quien no se cansaba de hacerle

invitaciones a las que Aileen siempre se rehusaba. No quería esto decir que las

puertas estuviesen cerradas con candado a la posibilidad de la llegada de un

nuevo hombre a su vida, pero aparte de que sería una locura el poner en riesgo

su estabilidad emocional, el teniente, a pesar de todas sus cualidades, distaba

mucho de ser la clase de hombre con la que se sentiría realizada.

     Para algunos, su trabajo como encargada del

funcionamiento y mantenimiento de un faro podría no ser gran cosa, sobre todo

después de haberla visto cursando cuatro años de estudios en una de las más

destacadas universidades de la provincia de la Columbia Británica. Pero eso no

importaba: nunca le había puesto cuidado al y menos

se lo pondría ahora mientras observaba, desde el balcón de la punta del faro y

bajo los rayos de un sol resplandeciente, la manera cómo varios veleros

surcaban las aguas del Océano Pacífico. Algún día, cuando se cansara de lo que

ella consideraba como la experiencia de vivir en un paraíso, buscaría la manera

de encontrar un trabajo en la carrera que había estudiado. Pero por ahora, a

sus veintidós años, le parecía más importante experimentar todo lo que más

adelante no le sería posible.

     Sin embargo, muy en el fondo de su ser, un pequeño remolino le decía  que algo le faltaba; pero no precisamente algo,

sino alguien. Los coqueteos e insinuaciones del teniente Williams, los cuales

se presentaban tres o cuatro veces al mes, no eran nada especial para ella,

pero le permitían tener presente que, al igual que en los años anteriores, no

dejaba de tener aquella belleza que la había acompañado desde el día en que

había nacido.

     Creía no ser una mujer demasiado exigente, tampoco esperaba ser

conquistada por un multimillonario o una gran estrella del cine, del deporte o

de la música. Todo lo contrario: sus deseos estaban por los lados de un hombre

atractivo pero sencillo, que compartiera sus mismos gustos y que entendiera y

aceptara todos aquellos elementos que la habían convertido en una mujer como

pocas las había. Pero en un pueblo en donde la población no pasaba de cinco mil

personas, incluidos sus alrededores, no sería fácil, así estuviese muy

decidida, a encontrar al hombre que llenara hasta el tope todas sus aspiraciones.

Esta conclusión, cuando le llegaba a la mente en  sus escasos días de tristeza, la llevaba a

pensar en cambiar de sitio de residencia, idea que no permanecía en su mente

por más de unas pocas horas.

     Pero muy bien sabía que, más temprano que tarde, aquel hombre llegaría;

las cartas del tarot nunca se equivocaban, pero no lograba intuir de qué

escondido lugar este podría provenir, más cuando estaba segura de haber

conocido a todos los que habitaban  el

pueblo y sus alrededores, y de estar segura de que ninguno le había llamado la

atención.

     Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por la presencia de un

automóvil de color naranja, el cual se acercaba por la carretera que iba desde del

sector del faro hasta el pueblo. Además de llamarle la atención el llamativo

color del nunca antes visto automotor, de esto estaba segura, se dio cuenta de

que a medida que avanzaba, este parecía tener como destino la única casa

ubicada cerca de la suya.

     Pasaron poco menos de tres minutos para que el auto estacionara frente a

la casa vecina, situada a poco más de cien metros, y de este descendiera un

hombre que, a la distancia, parecía ser dueño de un cuerpo delgado pero

atlético, de alrededor de treinta años. Se arrepintió de no haber subido

acompañada del par de binoculares que solía utilizar para la observación

detallada de las embarcaciones, pues hubiese sido interesante fijarse en el

rostro de aquel hombre, quien extrajo una llave del bolsillo de su pantalón y

entró en la casa de una sola planta. Pocos minutos después, el hombre salió,

sacó un par de maletas y un morral del baúl del carro y volvió a ingresar a la

vivienda.

     Para Aileen, la situación se tornaba interesante, pues todo indicaba que

aquella casa tendría un nuevo inquilino después de haber permanecida vacía

durante un largo periodo.

Tres meses después…

Desde la parte alta del acantilado,

con su vista puesta sobre la inmensidad del océano, Pablo recordó el episodio

que había cambiado su vida por completo, y el cual había quedado atrás hacía un

poco más de tres meses:

     –Estás loco, Pablo, guarda ese anillo, a los veintiocho años todavía se

es muy joven para casarse –dijo Jimena, su cabeza girando lentamente de un lado

para  otro.

     Pablo, diseñador gráfico de treinta años, no lo podía creer. Se echó para

adelante sobre su silla, se inclinó y atravesó su brazo derecho por encima de

la mesa del prestigioso restaurante, tomó de las manos de ella la pequeña caja

forrada en terciopelo negro y luego se  la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

     –¿Ni siquiera puedes decir que lo vas a pensar? –preguntó mientras

arqueaba las cejas.

     –No hay nada que pensar… pero en lo que sí tengo que pensar es en mi

carrera; si me pongo a casarme y a tener hijos, me tendría que olvidar de

llegar a ser alguien dentro de  la

empresa, y eso ni muerta…

     –Creí que teníamos algo importante… pues después de dos años y medio…

–Pablo arrugó los labios y puso su mirada sobre lo poco que quedaba de su plato

de filet mignon.

     –No seas tan dramático, conozco parejas que llevan más de diez años de

novios, están divinamente y nunca han pensado en casarse.

     Pablo se fijó en sus grandes ojos ambarinos antes de decir:

     –Pero seguramente viven juntos…

     –Para nada, cada uno por su lado, es la mejor forma de llevar las

relaciones.

     –¿Y si esperamos un tiempo?

     –Podría ser un laaargo tiempo; a donde quiero llegar no se llega de la

noche a la mañana.

     Eso bastó para que Pablo comprendiera que sus intereses eran muy

diferentes a los de Jimena. Cayó en la cuenta de que se había equivocado: ¿cómo

diablos no lo había notado varios meses atrás, cuando empezó a ahorrar para

comprar el anillo de compromiso? Pero ya todo parecía estar dicho: su novia no

tenía intenciones serias, su carrera estaba por encima de todo y sería

imposible convencerla de lo contrario. Sin motivo alguno para darle largas al

asunto, pidió la cuenta, pagó lo indicado en el pedazo de papel, y se despidió

de la mujer con quien había pasado muchos buenos momentos durante los últimos años

de su vida; momentos que al parecer no habían ayudado a construir absolutamente

nada.

     Con su vista todavía puesta en el azul del océano, la dulce voz de una

mujer lo sacó de sus pensamientos.

     –Si no vienes ya a comer, todo lo que te preparé se va a enfriar, y frio

sabe muy feo. Pablo se giró, enfocó su mirada en aquellos grandes ojos claros,

la tomó por la cintura, luego pasó su mano derecha por una de sus mejillas, la

besó por algo más de diez segundos, y cuando sus labios se apartaron dijo:

     –Jamás cometería ese sacrilegio, además, todo lo que tu preparas es

espectacular, vamos –agarró su mano y recorrieron la distancia que los separaba

de aquel lugar que, después de todo, se empezaba a convertir en parte de lo que

él consideraba como un mundo perfecto.

Dos meses antes…

–¡Welcome to Vancouver! –fueron las

palabras del agente de inmigración antes de sellar una de las páginas de su

pasaporte.

     –Thank you –dijo Pablo con una inmensa sonrisa mientras guardaba su

documento en el bolsillo interior de su chaqueta.  Recogió su maletín de cuero negro y se

encaminó en busca de los carruseles en busca de sus maletas.

     El viaje había sido largo y agotador. Más de cuatro horas de vuelo entre

Bogotá y Ciudad de México, una escala de más de tres horas en el Benito Juárez,

y otras cuatro horas entre el DF y la ciudad más grande de la provincia de

British Columbia.

     Para su fortuna, no tardó demasiado la aparición de sus maletas en el

carrusel. Sin importar lo pesadas que venían, las agarró ágilmente y se dirigió

a la fila de la aduana, en ese momento un poco más larga de lo que le hubiese

gustado. Mientras esperaba su turno en fila para responder las preguntas de los

agentes de uniforme azul, con la bandera de Canadá pegada a una de sus mangas, recordó

algunos de los hechos de su reciente pasado: dos días después la cena en que Jimena

rechazó su propuesta matrimonial, leyó el correo que, sumado a lo ocurrido con

su novia, lo llevó a dar el giro que siempre había anhelado: la novela a la

cual se había dedicado y había escrito en sus ratos libres, con el relato de

los sucesos ocurridos durante el viaje de una pareja de amigas mochileras por

varios países de Europa, había sido aceptada por el comité de una prestigiosa

editorial, y aparte de ofrecerle una buena suma por los derechos de

publicación, también estaban dispuestos a pasarle un buen porcentaje de las

regalías.

     Además, también le encargaban

la realización de una segunda parte por la cual ofrecían adelantarle un monto

nada despreciable. Era lo que siempre había deseado, lo que había estado

esperando desde el momento en que se sentó a escribir las primeras letras,

nueve meses atrás. Su sueño se había hecho realidad; desde ese momento podría

dedicarse a escribir la segunda parte de su historia sin preocuparse por

cumplirles a clientes que no dejaban de molestarlo con sus exigencias, muchas

veces carentes de sentido común. Había trabajado en el campo del diseño gráfico

desde su graduación de la universidad, nueve años atrás, y aunque no parecían

muchos años, ese medio lo había asfixiado al punto de verse sumergido en un

mundo totalmente superficial, materialista y manipulador.

      A veces pensaba que hubiese podido aplicar sus

conocimientos a causas un poco más edificantes que la publicidad, pero la

necesidad de pagar las cuentas lo había mantenido alejado de explorar otros

caminos. En sus pocos ratos libres se había sentado a escribir su novela,

basada principalmente en las anécdotas relatadas por una antigua novia de

colegio, acerca de su recorrido por el viejo continente tras haber terminado

sus estudios de secundaria. Al principio no pasaban de ser una suma de anécdotas,

algunas cómicas, otras con algo de interés, pero después de sentarse frente a

su computador logró crear una historia que llegó a tener más de seiscientas

páginas y que ahora le brindaba la oportunidad de tomar un nuevo rumbo, de

empezar una nueva vida. Y como lo había pensado en alguna ocasión, cuando llegó

a la conclusión de que la felicidad de cualquier persona se basa en la suma de

tres cosas: el lugar donde vive, el trabajo al que dedica su tiempo, y la

pareja con quién tiene la suerte de compartir, tomó la decisión de que era el

momento perfecto de cambiarlas y de arriesgarse a experimentar. Sin embargo, de

una cosa sí estaba muy seguro: no volvería a involucrarse con mujeres del

estilo de Jimena, quien le había dejado la imagen de ser una persona demasiado

ambiciosa, codiciosa, personalista, quien solo pensaba en sí misma, en escalar

posiciones y en amasar una gran fortuna, dejando a un lado cualquier

sentimiento que no estuviese enfocado hacía la obtención del dinero. Aquel,

tipo de mujer no volvería a hacer parte de su va vida, y con la obtención de

aquel jugoso contrato, además de sentirse en la cima del universo, sabía que se

tenía plena confianza para encontrar a alguien mucho mejor.

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