Se sentaron junto a la ventana, desde donde se alcanzaban a ver las luces de la ciudad reflejadas en los ventanales.
—¿Te importa si fumo un poco? —preguntó él encendiendo un cigarro entre los dedos.
—No, puedes seguir con lo tuyo —contestó ella sin apartar la vista del exterior.
—Ok —murmuró él antes de dar la primera calada.
El humo se mezcló con el aroma del vodka. Aslan ya había bebido varias copas y fumado unos cuantos cigarrillos, mientras el ambiente en la habitación se volvía cada vez más pesado y confuso.
Aiko no pensaba dejar pasar su oportunidad. Aslan era jodidamente atractivo, y cada gesto suyo la provocaba más de lo que quería admitir.
Sin pensarlo demasiado, tomó el cigarro de entre sus labios y lo dejó sobre la mesa.
—¿Aiko...? ¿Qué haces? —preguntó él, sorprendido por la cercanía repentina.
Ella lo obligó a levantarse, lo miró a los ojos y sonrió apenas.
—Solo quiero estar contigo —susurró, con una voz que mezclaba seguridad y deseo.
Aslan la observó unos segundos, confundido por lo que sentía.
—¿Estás segura de eso? —preguntó, como buscando una excusa para retroceder.
Aiko no respondió. Acortó la distancia entre ambos hasta que sus labios casi se rozaron.
—No es la primera vez que hago esto, Aslan —dijo ella, antes de besarlo.
El beso fue intenso, lleno de una tensión que ninguno quiso detener. Aslan correspondió, dejándose llevar por el momento; sus manos recorrieron su cintura con torpeza, como si quisiera olvidar todo lo que lo frenaba.
Por un instante, pareció perder el control. Pero justo cuando el deseo amenazaba con dominarlo, se detuvo. Se apartó con brusquedad, respirando con fuerza, mientras Aiko lo miraba sin entender.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, intentando acercarse de nuevo.
—No puedo —dijo él, con la voz baja, casi en un susurro—. No quiero hacer esto así.
El silencio cayó entre ambos. Aslan se levantó, tomó su camisa del suelo y la vistió sin mirarla. Encendió otro cigarro y se quedó de pie frente a la ventana, observando las luces de Moscú reflejarse en el vidrio.
Aiko permaneció sentada, confundida, con el labio inferior temblando apenas.
—¿Es porque no te gusto? —preguntó, rompiendo el silencio.
—No es eso.
—¿Me amas? —susurró ella, casi como si temiera la respuesta.
Aslan la miró, sintiendo cómo algo dentro de él se quebraba lentamente. No podía amarla, no debía hacerlo… pero tampoco podía dejarla ir.
Su mente gritaba que se detuviera, que no siguiera lastimando a nadie más. Pero el peso del compromiso, del apellido, y de aquella cadena invisible que lo ataba a las decisiones de su padre, lo empujaron hacia ella.
Se acercó, despacio, con una mezcla de culpa y deseo.
Aiko no se movió; simplemente lo esperó. Cuando sus labios volvieron a encontrarse, ya no hubo contención. Fue un beso urgente, casi desesperado.
Aslan dejó que el momento lo arrastrara. Las palabras desaparecieron, junto con las dudas.
Esa noche, entre la culpa, el cansancio y la necesidad de no sentirse tan vacío, se dejó caer junto a ella.
No hubo amor en aquel encuentro, solo la búsqueda de algo que ambos habían perdido hacía tiempo: sentirse deseados, sentirse necesarios.
Cuando el amanecer se filtró por las cortinas, Aslan ya no dormía. Observaba el techo, en silencio, con el alma pesada.
Sabía que había cruzado una línea de la que no podría volver.
Aiko despertó poco después, la habitación aún estaba envuelta en penumbra. Giró la cabeza y lo vio, sentado al borde de la cama, con la mirada perdida en la ventana. Por un momento, pensó que seguía soñando.
¿De verdad había pasado? ¿De verdad había estado con Aslan Novak?
Le parecía imposible, surreal. Él, el hombre frío e inalcanzable del que todos hablaban, estaba ahora a unos pasos, envuelto en un silencio que pesaba más que cualquier palabra.
—Vístete. Te llevaré a tu casa —dijo Aslan sin mirarla, con una voz neutra, casi vacía.
No hubo ternura ni reproche, solo distancia.
Aiko asintió en silencio, intentando no dejar ver su decepción. Se vistió con movimientos lentos, observándolo de reojo, intentando entender qué pasaba por su mente… pero él ya estaba demasiado lejos, incluso estando en la misma habitación.
Poco después, el auto se detuvo frente a la casa de ella.
—Gracias… por traerme —murmuró Aiko, con una voz apenas audible.
Aslan no respondió. Solo esperó a que ella bajara, y cuando la puerta se cerró, arrancó sin mirar atrás.
El camino de regreso fue largo, silencioso, cargado de pensamientos que no se atrevería a decir en voz alta.
Al llegar a casa, apenas cruzó la puerta, una voz grave lo recibió.
—¿Dónde estabas? —preguntó su padre desde la sala, el tono seco, cortante.
—Por ahí —respondió Aslan con indiferencia, subiendo las escaleras sin detenerse.
—¡Aslan! —gritó su padre, pero él no volteó.
El eco del llamado se apagó en el pasillo.
Aslan se detuvo a medio subir las escaleras cuando escuchó los pasos pesados de su padre acercándose por detrás.
—¿Dónde estabas? —repitió el hombre, su voz resonando con autoridad.
Aslan giró lentamente, con una sonrisa amarga en el rostro.
—Me estaba acostando con la mujer con la que me quieres casar. ¿Feliz?
El rostro de su padre se endureció.
—Será tu esposa. Trátala con respeto —replicó con un tono helado, conteniendo la furia.
—¡Quiero hacer mi maldita vida por una vez! —gritó Aslan, alzando la voz con una mezcla de rabia y desesperación.
—No lo harás. No mientras estés bajo mis órdenes —sentenció su padre, cruzando los brazos.
Aslan soltó una risa seca, incrédula.
—¿Tus órdenes? Mamá no quería esto. Me quedé contigo porque ella te engañó… y me diste lástima.
El golpe llegó antes de que pudiera terminar de respirar. El sonido de la bofetada resonó en el pasillo, y el ardor le recorrió la mejilla.
El silencio posterior fue más violento que el golpe.
El joven bajó la mirada unos segundos, la mandíbula tensa, la respiración irregular.
—Padre… no la amo. Amo a alguien más.
—Deja el maldito amor para la otra vida —espetó el hombre, acercándose con un paso firme—. Esto es por el bien de la familia.
Aslan levantó la mirada, con los ojos encendidos.
—¿Cuál familia? ¿Tú y yo? Olvídalo.
Giró sobre sus talones y subió el resto de las escaleras con pasos duros, sin mirar atrás. Cerró la puerta de su habitación de un portazo, quedando a solas con el eco de su propia rabia.
El corazón le latía con fuerza, entre la culpa, la impotencia y el cansancio. Se dejó caer en la cama, mirando el techo.
Por primera vez en mucho tiempo, se sintió completamente vacío.
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