••Capítulo I — La ciudad no duerme••
La ciudad siempre huele a exceso: café quemado, asfalto caliente, cuerpos cansados que se rozan sin mirarse.
Ahí, entre edificios grises y luces de neón, fue donde lo vi por primera vez.
Pelirrojo.
Demasiado lindo para ese barrio.
Demasiado delicado para caminar solo de noche.
Cruzaba la avenida con una mochila universitaria colgándole de un hombro, los labios pintados de un rojo suave, el cabello encendido como una provocación. No miraba al suelo, no se escondía.
Caminaba como si el mundo no pudiera tocarlo.
Yo estaba apoyado contra la pared del bar de siempre, pelinegro, tatuajes asomando bajo la chamarra de cuero, con esa fama que se pega como nicotina en la piel: chico malo, problema seguro.
Nuestros ojos chocaron.
No fue casualidad.
Nunca lo es.
Él no bajó la mirada. Sonrió.
Una sonrisa peligrosa, como si supiera exactamente quién era yo… y aun así me eligiera.
••Capítulo II — Universos que se rozan••
La universidad es una mentira elegante.
Aulas limpias, discursos sobre futuro, mientras todos cargamos guerras internas.
Lo volví a ver ahí.
Sentado en primera fila, tomando apuntes con letras bonitas, uñas cuidadas, pierna cruzada. El mismo pelirrojo de la noche anterior.
—¿Te persiguen o me sigues? —me preguntó sin mirarme, cuando me senté detrás.
Su voz era suave, pero no frágil.
—Depende —respondí—. ¿Te asusta?
Giró la cabeza. Sus ojos claros me recorrieron lento, sin miedo.
—Me excita lo que no debería.
No sonreí.
Pero algo se tensó dentro de mí.
Los rumores corrían rápido: que yo era un problema, que mis tatuajes no eran solo estética, que siempre terminaba mal con gente como él.
Él lo sabía.
Y aun así, me buscaba en los pasillos.
••Capítulo III — Piel y tinta••
La primera vez que estuvimos solos fue en la azotea de la biblioteca.
La ciudad extendiéndose abajo como un animal vivo.
—¿Puedo tocarlos? —preguntó, señalando mis tatuajes.
Asentí.
Sus dedos fueron lentos, reverentes. Siguió las líneas negras de mi piel como si leyera una historia prohibida. Yo contuve el aliento. No estaba acostumbrado a que alguien me tocara así: sin prisa, sin miedo.
—Pareces peligro —susurró—. Pero hueles a alguien que necesita ser visto.
Me acerqué demasiado.
Sentí su respiración mezclarse con la mía.
—Y tú pareces inocente —dije—. Pero provocas como si supieras exactamente lo que haces.
Sonrió.
Siempre sonreía antes de quemar algo.
No hubo besos.
Solo tensión.
Solo promesas suspendidas.
••Capítulo IV — Lo que no se dice••
Empezamos a encontrarnos sin acordarlo.
Café a medianoche.
Miradas largas en clase.
Mensajes que no decían nada… y lo decían todo.
Él hablaba de arte, de huir de una familia que nunca lo entendió.
Yo callaba mis peleas, mis noches sucias, las cicatrices que no estaban tatuadas.
—No eres lo que aparentas —me dijo una noche—. Y eso me da miedo.
—Entonces aléjate —respondí.
No lo hizo.
Cuando me tomó de la mano por primera vez, la ciudad desapareció.
No hubo sexo.
Hubo algo peor: intimidad.
Y eso… eso sí podía destruirnos.
••Capítulo V — Final que arde••
La última noche llovía.
Siempre llueve cuando algo va a romperse.
—No sé si esto sea buena idea —dijo, empapado, pelirrojo encendido bajo las luces.
—Nunca lo fue.
Se acercó. Su frente tocó la mía. Sus labios quedaron a un suspiro de distancia. Sentí el temblor en sus dedos, la decisión peleando con el deseo.
—Dime que no soy un error.
No pude.
Porque algunos incendios no se apagan.
Solo se eligen.
Se fue caminando bajo la lluvia.
Yo me quedé ahí, con la ciudad ardiendo en el pecho, preguntándome si lo nuestro acababa de empezar…
o si ya nos había marcado para siempre.