El soldado regresó del campo cuando ya no quedaba nadie para contar la victoria.
Las flechas seguían clavadas en la tierra, inmóviles, como si esperaran una orden que nunca llegaría. El cielo estaba gris, no por la tormenta, sino por el peso de lo que no se dijo.
Había luchado bien.
Eso decían las historias.
Resistió más que otros, avanzó cuando todos retrocedían, sostuvo la espada aun cuando las manos le temblaban. Pero nadie vio la verdadera batalla: la que se libraba dentro de su pecho.
Cada flecha enemiga dolía menos que las palabras que se repetía en silencio.
No es suficiente.
Debiste ser más fuerte.
No falles.
Cuando todo terminó, no celebró.
Se arrodilló en medio del campo vacío, rodeado de cuerpos ajenos y promesas rotas. Su espada estaba mellada, cubierta de sangre seca, pesada como si cargara todos los nombres que no pudo salvar.
Intentó levantarse.
No pudo.
No porque estuviera herido por fuera,
sino porque por dentro ya no quedaba guerra que ganar.
Las flechas apuntaban al cielo, pero su mirada iba al suelo.
Comprendió entonces que no todos los soldados mueren en combate.
Algunos sobreviven… pero se pierden.
Clavó la espada frente a él, como quien marca una tumba.
Apoyó la frente en el metal frío y dejó que las lágrimas cayeran sin testigos, mezclándose con el barro y la sangre.
Antes de soltar el arma, susurró, con una voz tan cansada que parecía despedirse del mundo:
“No perdí contra el enemigo…
he perdido contra mí mismo.”
El viento se llevó sus palabras.
El campo quedó en silencio.
Y el soldado, aunque seguía respirando,
nunca volvió de esa batalla.