En el pueblo de Villa Esperanza, para el año del ’73,
empezaron desapariciones que nadie podía creer.
Era un pueblo de fe bendita, de rosarios y sermones,
donde la brujería era un cuento pagano, un pecado entre oraciones.
Por eso no escuchaban, no creían, no dudaban:
“Aquí manda Dios, no hay demonios que nos hagan nada”,
decían los viejos en la plaza con altivez en la mirada.
Pero la sangre corría.
Al alcalde lo alertaron,
y hasta él tembló ese día.
—Alcalde… señor… encontramos unos huesos
— Dijo un guardia sin aliento.
— Esto no puede estar pasando.
¿Quién cometería tal tormento?
La señora Julia estaba desalmada,
perdió a su única hija, su luz más amada.
Y de tanto caso reportado,
el alcalde, cansado y acorralado,
gritó: —¡Busquen mi escopeta, que me voy armado!.
Subió en su Jeep todo terreno y pa’ las montañas se fue,
lo que se movía allá arriba ni él mismo lo comprendía.
La escena de huesos ensangrentados a cualquiera le dolía.
—Hay que hacer una autopsia —el fiscal repetía.
Mas el alcalde, silencioso,
sabía que ese horror no era algo nuevo ni curioso.
Cuando regresó a la alcaldía le dijeron:
—Don Domingo, el pueblo está de huelga, quemando gomas, deteniendo el paso.
La gente pide que usted dé la cara, que esto ya no es un caso nuevo.
—Y yo estoy intrigado
— Respondió él cansado
—Dígale a la gente que ese bosque está maldito,
que ahí habita algo no bendito:
una criatura desconocida,
un mal que los libros llaman Kalamomo,
devoradora de vidas.
Buscando en escritos antiguos la encontró:
una criatura que ante tus ojos hermosa se mostró.
Piel como la leche, cabello dorado,
voz angelical que te deja hechizado.
Y bajo su seducción tan suave, tan fina,
te guía a su nido… y ahí termina tu vida.
— Yo escuché los gritos el martes cuando venía de la ciudad — Confesó el alcalde.
— No lo creía… pero es verdad.
Tengo que avisarle a la gente que piensa subir pa’ allá.
Arturo llegó a la plaza donde el pueblo se reunía,
intentó hablarles, pero nadie lo oía.
Muchos se reían, otros rezaban,
porque “brujería no existe” todavía murmuraban.
Mientras tanto, en la colina,
el Kalamomo su nido de huesos al fin revestía.
La gente con antorchas subió pa’ la montaña,
y Arturo, intrigado, les cayó por detrás.
Entre más se alejaban, más peligro había,
y la esperanza se hacía sombra sobre la oscuridad fría.
Entonces apareció ella, el encanto disfrazado:
piel de leche, cabello dorado.
Con voz angelical, dijo preocupada:
—Yo les ayudo, no temen nada.
Bajo su seducción nadie preguntó,
nadie rezó, nadie sospechó.
Y cuando llegaron a su cueva maldita,
ni uno escapó:
gritos, disparos…
y el festín que el monstruo disfrutó.
Al amanecer, el alcalde pidió refuerzos sin demora.
Pasaron días, semanas, horas,
y no encontraron rastros, ni huellas, ni sombras.
El pueblo religioso, incrédulo, por fin entendió:
que hasta en tierras de santos el mal no se escondió.
Villa Esperanza se despobló, los pocos que quedaban vendieron sus tierritas y nadie volvió.
Dicen que la hierba cubrió los caminos,
que los lobos y almas perdidas ruedan como peregrinos.
Y la señora Julia…
ella nunca se marchó.
Se quedó esperando en aquel lugar sombrío,
donde su hija murió.
Dicen que aún se le ve entre los árboles,
vagando en pena y agonía,
llamando un nombre que el viento repite
cada noche fría.
— Porque en Villa Esperanza muy bien que se decía
que criaturas místicas aquí no existían.
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