Allá, en la lejanía del alma, donde el silencio bebe del rocío,
una doncella camina entre sombras, envuelta en un suspiro sombrío.
No es su andar ligero ni su manto al viento,
sino el peso de un secreto que, como ancla, arrastra su aliento.
Ama, ¡oh, sí, ama!, con fuego que no distingue razón ni nombre,
a dos soles distintos, dos faroles nobles:
uno, noble de espíritu y voz apaciguada,
el otro, tempestad que enciende su mirada.
Y he aquí su condena:
un corazón partido,
una orilla de besos prometidos,
otra de sueños jamás dichos.
—“¿A cuál de los dos, en justicia, entregar mi alma rendida,
cuando el uno me abraza en calma
y el otro me incendia la vida?”—
Mira al primero con ternura serena,
es jardín de eternidad sin pena.
Sus palabras son abrigo,
su risa, nido.
Mas cuando el otro se acerca,
el mundo entero pierde forma y queda hueco,
porque él es caos bendito,
un poema sin eco.
Ella no miente al sonreírle a uno,
ni finge al anhelar al otro en lo profundo.
¡Ay, cuán cruel es la bruma del querer doblegado,
cuando el alma se parte por amar en ambos lados!
Ni cruel es el amor, ni es villana la doncella,
es apenas humana en su tragedia más bella.
Y cada noche, al borde del sueño,
pregunta al cielo sin dueño:
—“¿Seré condenada a perder lo que el corazón multiplica?
¿O hallaré el camino donde uno no destruya al otro sin ética?”—
Mas la laguna no responde,
sólo guarda su reflejo en las ondas.
Porque en las aguas de quien ama doble,
el alma no elige:
se ahoga noble.