El invierno llegó sin permiso ni aviso,
con su aliento de niebla y su abrigo marchito,
y allí, en el aula de luz indecisa,
se tejía el secreto con cada rito.
Ella llegaba con paso sereno,
y él, puntual como el sino inmutable,
narraba conquistas, destinos y cieno,
sin mirar jamás el umbral inefable.
Pero una vez —oh, instante sellado—
la pluma cayó de su diestra en reposo;
ella la alzó, el pulso temblando,
y sus dedos rozaron un destino dudoso.
Fue apenas un roce, apenas un soplo,
mas bastó para encender la condena;
en aquel gesto de marfil y de oro
se entrelazó la locura más buena.
Desde aquel día, sin decir palabra,
él evitaba las preguntas directas;
y ella, curiosa, su alma desarma
cuando sus voces ya no eran perfectas.
Porque el amor, cuando teme al abismo,
se disfraza de rutina inocente,
y cada clase se vuelve un bautismo
de pasiones guardadas fervientemente.