A la hora en que el crepúsculo acaricia con dedos de bruma los tejados dormidos, y el aire huele a ciprés y a recuerdos, ella vino. No irrumpió como ladrona, ni sus pasos resonaron como anuncio de tragedia. No. Llegó con la delicadeza de quien ha sido esperada largo tiempo, y halló la puerta entornada, como si el alma supiera ya que el momento había llegado.
No me sobresalté. Muy al contrario, me incorporé del lecho con la calma de quien se encuentra con una vieja amiga tras un largo viaje. Allí estaba: la Muerte. No aquella de los cuentos infantiles con guadaña y mueca cruel, sino una dama vestida de noche estrellada, cuyos ojos —oh, sus ojos— reflejaban la ternura de quien ha consolado mil almas antes de la mía.
Me habló sin palabras. Sus labios no se movieron, pero mi corazón entendió su mensaje con claridad cristalina:
“He venido, y no es castigo. Es descanso.”
Le sonreí.
—Has tardado —musité con voz que era ya eco de mi propio aliento.
Ella extendió su mano, no como quien arrastra, sino como quien ofrece guía. Y yo, sin pesar, puse la mía en la suya, hallándola tibia, como si aún llevara el calor de todos aquellos a quienes condujo antes que a mí.
Por un instante, mi memoria se encendió como lámpara de aceite en vísperas de despedida. Vi los pasillos que caminé, los nombres que amé, las lágrimas que derramé y los silencios que habité. Todo desfiló ante mis ojos como un carrusel de nostalgias, y en vez de dolor, sentí gratitud.
La Muerte me miró con ternura. No dijo nada, pero entendí:
“No viniste al mundo para quedarte. Viniste para sentir, para amar, para aprender… y para partir.”
El cuerpo que por tantos años me contuvo ya no era cárcel ni templo. Era abrigo viejo que ya no ofrecía calor. Lo dejé con la serenidad de quien cuelga un abrigo al llegar a casa. Y, al soltarlo, supe que el frío había cesado para siempre.
No hubo oscuridad. No hubo abismo. Solo el suave murmullo de una melodía que no recordaba haber oído jamás, pero que ahora me pertenecía.
—¿A dónde vamos? —pregunté, no con miedo, sino con esa dulce curiosidad que guardan los niños.
La Muerte, aún sin voz, respondió en mi pecho:
“A donde ya nada duele. A donde todo lo amado persiste. A donde tú, al fin, eres.”
Y entonces comprendí. No era el fin, sino el principio. No era castigo, sino retorno. No era soledad, sino encuentro.
La tomé del brazo, como quien se deja llevar al último vals. Y en aquella danza silenciosa, mis últimos pensamientos fueron un gracias:
Gracias por no llegar antes,
Gracias por no llegar tarde,
Gracias por venir cuando ya no tenía miedo.